7

Ingileif Ásgrímsdóttir era propietaria de una galería de arte de Skólavördustígur, nombre que era casi un trabalenguas, incluso para un islandés. Nueva York tenía la Quinta Avenida, Londres, Bond Street y Reikiavik tenía su Skólavördustígur. La calle se extendía desde Laugavegur, la calle comercial más concurrida de la ciudad, hasta la Hallgrímskirkja, en lo alto de la colina. Pequeñas tiendas se alineaban a lo largo de la calle, algunas con fachada de cemento, otras de metal ondulado de colores intensos, dedicadas a la venta de material artístico, joyas, ropa de diseño y productos alimenticios de primera calidad. Pero la crisis crediticia había dejado huella: algunos establecimientos estaban discretamente vacíos y mostraban pequeños letreros con las palabras «Til leigu», que quiere decir «Se alquila».

Vigdís aparcó el coche unos metros más allá de la galería. Por encima de ella y de Magnus se elevaba el chapitel de hormigón de la iglesia. Diseñado en los años treinta, lo sujetaban dos enormes alas que salían del suelo; parecía el misil balístico intercontinental de Islandia o posiblemente un cohete espacial.

Cuando Magnus salió del coche casi se dio de bruces con una chica rubia de unos veinte años vestida con un jersey de color verde lima, una minifalda de piel de leopardo y un faldón de medio metro que pasaba con su bicicleta a toda velocidad. ¿Dónde está la policía de tráfico cuando la necesitas?

Vigdís abrió la puerta de la galería y Magnus entró detrás. Una mujer, supuestamente Ingileif Ásgrímsdóttir, hablaba con una pareja de turistas en inglés. Vigdís estaba a punto de interrumpirlos cuando Magnus la cogió del brazo.

—Vamos a esperar a que haya terminado.

Así que Magnus y Vigdís se pusieron a examinar los objetos que se vendían en la galería, así como a la propia Ingileif. Era delgada, de cabello rubio, que le caía en un flequillo por encima de los ojos y que llevaba sujeto atrás en una cola de caballo. Una amplia y fácil sonrisa se le dibujaba por debajo de las mejillas, una sonrisa que utilizaba al máximo con sus clientes. La pareja inglesa había empezado cogiendo un pequeño candelabro hecho de lava roja áspera, pero había terminado comprando un jarrón grande de cristal y un cuadro abstracto que insinuaba la forma de Reikiavik, el monte Esja y unas capas horizontales de pálidas nubes grises. Se gastaron decenas de miles de coronas.

Cuando salieron de la tienda, la propietaria se dirigió a Magnus y a Vigdís.

—Disculpen la espera —dijo en inglés—. ¿Desean algo?

Su acento islandés era delicioso, al igual que su sonrisa. Magnus no había sido consciente de tener una apariencia tan claramente americana. Después, se dio cuenta de que era Vigdís la que había provocado la elección del idioma. En Reikiavik ser negro significaba ser extranjero.

Vigdís fue directa al grano.

—¿Es usted Ingileif Ásgrímsdóttir? —le preguntó en islandés.

La mujer asintió.

Vigdís sacó su placa.

—Soy la oficial Vigdís Audarsdóttir, de la Policía Metropolitana, y este es mi compañero, Magnus Ragnarsson. Tenemos algunas preguntas que hacerle con respecto al asesinato de Agnar Haraldsson.

La sonrisa desapareció.

—Será mejor que se sienten. —La mujer los condujo a una mesa es trecha que había al fondo de la galería y se sentaron en dos pequeñas sillas—. He visto lo de Agnar en las noticias. Fue mi profesor de litera tura islandesa cuando estuve en la universidad.

—¿Lo ha visto recientemente? —preguntó Vigdís mientras consultaba su cuaderno—. ¿El 6 de abril, a las dos y media?

—Sí, así es —contestó Ingileif con voz repentinamente ronca. Se aclaró la garganta—. Sí, me lo encontré por la calle y me pidió que fuera a visitarle algún día a la universidad. Así lo hice.

—¿De qué hablaron?

—Pues de nada, la verdad. Sobre todo de mi carrera de diseño. De esta galería. Estuvo muy atento, encantador.

—¿Le contó algo de él?

—Lo cierto es que no había cambiado mucho. Se había vuelto a casar. Dijo que tenía dos hijos. —Sonrió brevemente—. Es difícil imaginar a Agnar con niños, pero ya ve.

—Usted es de Flúdir, ¿verdad?

—Sí —contestó Ingileif—. Nací y me crié allí. Las mejores tierras de labranza del país, los calabacines más grandes y los tomates más rojos. No sé por qué me fui de allí.

—Parece un lugar tranquilo. Está cerca de Hruni, ¿no es así?

—Sí. Hruni es la iglesia parroquial. Está a tres kilómetros.

—¿Vio a Agnar en Hruni la tarde del 20 de abril?

Ingileif frunció el ceño.

—No. Estuve en la tienda todo el día.

—Solo se tarda un par de horas en llegar allí.

—Sí, pero no fui allí a ver a Agnar.

—Él se reunió con alguien en Hruni ese día. ¿No le parece una extraña coincidencia que fuera a Flúdir, el pueblo donde usted se crio?

Ingileif se encogió de hombros.

—La verdad es que no. No tengo ni idea de qué estaba haciendo allí. —Forzó una sonrisa—. Este es un país pequeño. Hay coincidencias así todos los días.

Vigdís la miró vacilante.

—¿Hay alguien que pueda confirmar que usted estuvo en la galería esa tarde?

Ingileif lo pensó un momento.

—Fue el lunes, ¿verdad? Dísa, de la boutique de al lado. Se pasó por aquí para pedirme unas bolsas de té. Estoy segura de que fue el lunes.

Vigdís miró a Magnus. Este se dio cuenta de que ella se estaba demorando al preguntar a Ingileif directamente por su relación con Agnar, así que decidió cambiar de táctica. Podrían volver a Agnar más adelante.

—¿Usted tuvo un hermano llamado Ísildur que murió muy joven?

—Sí —respondió Ingileif—. Eso fue varios años antes de que yo naciera. Meningitis, creo. No lo conocí. Mis padres no hablaban mucho de él. Fue su primer hijo. Sufrieron mucho, como pueden imaginar.

—¿No es Ísildur un nombre poco común?

—Supongo que sí. Lo cierto es que nunca lo había pensado.

—¿Sabe por qué sus padres le pusieron ese nombre?

Ingileif negó con la cabeza.

—Ni idea. —Parecía nerviosa y torcía levemente el gesto. Magnus le vio un rasguño en forma de V por encima de una de las cejas, oculto en parte por el flequillo. Sus dedos jugaban con un intrincado pendiente de plata, sin duda diseñado por alguno de sus colegas—. Aunque creo que Ísildur era el nombre de mi bisabuelo. Por parte de padre. Puede que mi padre quisiera homenajear a su abuelo. Ya saben cómo se repiten los nombres en las familias.

—Nos gustaría interrogar a sus padres —le pidió Magnus—. ¿Puede darnos su dirección?

Ingileif dejó escapar un suspiro.

—Me temo que los dos están muertos. Mi padre murió en 1992 y mi madre el año pasado.

—Lo siento —se disculpó Magnus, y era sincero. Ingileif parecía estar al final de la veintena, lo que significaba que había perdido a su padre más o menos a la misma edad que tenía Magnus cuando perdió a su madre.

—¿Alguno de ellos era admirador de El señor de los anillos?

—No lo creo —contestó Ingileif—. O sea, teníamos un ejemplar en casa, así que alguno de ellos debió leerlo, pero nunca lo mencionaron.

—¿Y usted? ¿Lo ha leído?

—Cuando era niña.

—¿Ha visto las películas?

—Vi la primera. Las otras dos no. La verdad es que no me gustó. Visto un orco, vistos todos.

Magnus hizo una pausa esperando oír más. Las pálidas mejillas de Ingileif se ruborizaron.

—¿Alguna vez ha oído hablar de un inglés llamado Steve Jubb?

Ingileif negó firmemente con la cabeza.

—No.

Magnus miró a Vigdís. Era hora de volver a Ingileif y Agnar.

—Ingileif, ¿estaba usted teniendo una aventura con Agnar? —le preguntó ella.

—No —contestó Ingileif, molesta—. No. En absoluto.

—Pero a usted le parecía encantador.

—Sí, supongo que sí. Siempre lo fue y no había cambiado.

—¿Alguna vez tuvo una aventura con él? —preguntó Magnus.

—No —respondió Ingileif, de nuevo con la voz ronca. Levantó los dedos hacia el pendiente.

—Ingileif, esto es una investigación por asesinato —dijo Vigdís despacio y con decisión—. Si nos miente ahora, podremos arrestarla. Será grave, se lo aseguro. Y bien, una vez más, ¿alguna vez tuvo una aventura con Agnar?

Ingileif se mordió el labio y sus mejillas volvieron a enrojecer. Respiró hondo.

—Vale. De acuerdo. Sí que tuve una aventura con Agnar cuando fui alumna suya. Estaba divorciado de su primera esposa, fue antes de que volviera a casarse. Y apenas duró nada. Nos acostamos unas cuantas veces, eso fue todo.

—¿Fue él quien la terminó o fue usted?

—Supongo que fui yo. Por entonces tenía un verdadero magnetismo con las mujeres. De hecho, lo seguía teniendo la última vez que lo vi. Se comportaba de una forma que te hacía sentir especial, intelectualmente interesante y guapa. Pero más que nada buscaba el morbo. Quería acostarse con tantas chicas como pudiera solo para demostrarse a sí mismo lo atractivo que era. Era tremendamente presumido. Cuando lo vi el otro día, trató de flirtear de nuevo conmigo, pero esta vez lo vi venir. No pierdo el tiempo con hombres casados.

—Una última pregunta —dijo Vigdís—. ¿Dónde estaba usted el viernes por la noche?

Ingileif bajó los hombros ligeramente mientras se tranquilizaba, como si aquella fuera una pregunta difícil a la que podía contestar.

—Fui a la fiesta de una amiga que inauguraba una exposición de sus cuadros. Estuve allí desde las ocho hasta las once y media, más o menos. Había docenas de personas allí que me conocen. Su nombre es Frída Jósefsdóttir. Puedo darles su dirección y su número de teléfono si quieren.

—Por favor —respondió Vigdís, pasándole su cuaderno. Ingileif escribió algo en una hoja en blanco y se lo devolvió.

—¿Y después? —preguntó Vigdís.

—¿Después?

—Cuando salió de la galería.

Ingileif sonrió con timidez.

—Me fui a casa. Con alguien.

—¿Y quién era ese alguien?

—Lárus Thorvaldsson.

—¿Se trata de un novio habitual?

—Lo cierto es que no —respondió Ingileif—. Es un pintor. Nos conocemos desde hace años. Simplemente pasamos la noche juntos de vez en cuando. Ya sabe a qué me refiero. Y no, no está casado.

Por una vez durante aquella conversación, Ingileif no parecía estar nada avergonzada. Al igual que Vigdís. Claramente sabía a qué se refería.

Vigdís volvió a pasarle el cuaderno para que Ingileif escribiera los datos de Lárus.

—No se le da muy bien mentir —dijo Magnus cuando volvieron a la calle.

—Sabía que pasaba algo entre ella y Agnar.

—Pero ha sido convincente cuando ha dicho que fue cosa del pasado.

—Es posible —contestó Vigdís—. Comprobaré su coartada, pero supongo que será cierta.

—Debe haber alguna conexión con Steve Jubb —conjeturó Magnus—. El nombre de Isildur o Ísildur es importante, lo sé. ¿Has visto que no parecía sorprendida cuando le hemos preguntado por su hermano que hace tiempo que murió? Y si vio El señor de los anillos, se habría fijado en el nombre de Ísildur. No dijo nada de esa conexión.

—¿Quieres decir que estaba tratando de quitar importancia al nombre de Ísildur?

—Exacto. Ahí hay una conexión de la que no ha hablado.

—¿Quieres que la llamemos a la comisaría para interrogarla? —sugirió Vigdís—. Quizá debería verla Baldur.

—Vamos a dejarla un tiempo. Que se relaje, que baje la guardia. Volveremos a entrevistarla de nuevo dentro de uno o dos días. Es más fácil encontrar las brechas de una historia la segunda vez.

Fueron a preguntar a la mujer de la boutique de al lado. Ella les confirmó que se había pasado por la galería de Ingileif una tarde de esa semana para pedirle bolsitas de té, aunque no estaba del todo segura de si fue el lunes o el martes.

Vigdís condujo colina arriba hasta la Hallgrímskirkja. Magnus levantó la vista hacia una enorme estatua de bronce que se erigía sobre un pedestal delante de la iglesia. El primer vestur-íslenskur, Leifur Eiríksson, el vikingo que había descubierto América mil años antes. Dirigió la mirada por encima del revoltijo de edificios de colores intensos del centro de la ciudad hacia la bahía que estaba al oeste y, más allá, el Atlántico.

—¿De dónde eres? —preguntó Magnus. Aunque su islandés mejoraba rápidamente, lo encontraba agotador. Y había algo familiar en lo de estar sentado en un coche con un compañero negro que le tentaba a volver a su idioma.

—Yo no hablo inglés —contestó Vigdís en islandés.

—¿A qué te refieres con que no lo hablas? Todos los islandeses menores de cuarenta años saben hablar inglés.

—He dicho que no lo hablo, no que no sepa hablarlo.

—Vale. Y bueno, ¿de dónde eres? —volvió a preguntarle Magnus, esta vez en islandés.

—Soy de Islandia —contestó Vigdís—. Nací aquí. Vivo aquí. Nunca he vivido en ningún otro lugar.

—De acuerdo —dijo Magnus. Un asunto delicado. Aunque debía admitir que el de Vigdís era un nombre indudablemente islandés.

Vigdís dejó escapar un suspiro.

—Mi padre era un militar americano de la base aérea de Keflavík. No sé su nombre, nunca lo conocí. Según mi madre, él ni siquiera sabe que existo. ¿Satisfecho?

—Lo siento —respondió Magnus—. Sé lo difícil que puede ser no conocer tu identidad. Yo no sé aún si soy islandés o estadounidense y, a medida que me hago mayor, me siento más confuso.

—Oye, yo no tengo ningún problema con mi identidad —repuso Vigdís—. Sé exactamente quién soy, solo que los demás no se lo creen.

—Ah —dijo Magnus. Un par de gotas de lluvia cayeron sobre el parabrisas—. ¿Crees que va a estar lloviendo todo el día?

Vigdís se rio.

—Ahí lo tienes. Sí que eres islandés. Cuando no sepas qué decir, habla del tiempo. No, Magnus. No creo que vaya a llover más de cinco minutos. —Bajó con el coche por el otro lado de la colina en dirección a la central de la policía en Hverfisgata—. Mira, lo siento. Para mí, simplemente es más fácil aclarar ese tipo de cuestiones desde el principio. Las islandesas somos así, ya sabes. Decimos lo que pensamos.

—Debe de ser duro ser la única policía negra del país.

—Tienes toda la razón. Estoy segura de que Baldur no quería que entrara en la comisaría. Y lo cierto es que no paso inadvertida cuando voy por la calle, ¿sabes? Pero hice bien los exámenes y me esforcé por conseguirlo. Fue Snorri quien me dio el trabajo.

—¿El inspector jefe?

—Me dijo que mi nombramiento era una señal importante para que la policía de Reikiavik diera una imagen moderna y abierta. Sé que algunos de mis compañeros creen que es absurdo que haya una policía negra en esta ciudad, pero espero haber demostrado lo que valgo —terminó diciendo con un suspiro.

—Bueno, a mí me pareces una buena policía —dijo Magnus.

Vigdís sonrió.

—Gracias.

Llegaron a la comisaría, un largo y feo edificio de oficinas de hormigón situado enfrente de la estación de autobuses. Vigdís dirigió el coche hacia el interior de un recinto cercado que había en la parte de atrás y aparcó. La lluvia empezó a caer con más fuerza, golpeando enérgicamente el capó. Vigdís dirigió la mirada hacia el agua que salpicaba por todo el aparcamiento y vaciló.

Magnus decidió aprovecharse de la sinceridad de Vigdís para saber un poco más sobre dónde se había metido.

—¿Árni Holm tiene algún tipo de parentesco con Thorkell Holm?

—Sobrino. Y sí, es probable que esa sea la razón por la que entró en la comisaría. No es exactamente nuestro mejor oficial, pero es inofensivo. Creo que Baldur está intentando deshacerse de él.

—¿Y por eso me lo ha asignado a mí?

Vigdís se encogió de hombros.

—No sé qué decir.

—A Baldur no le hace muy feliz que yo esté aquí, ¿verdad?

—No. A los islandeses no nos gusta que los americanos, ni ningún otro, vengan a enseñarnos lo que tenemos que hacer.

—Eso puedo entenderlo —dijo Magnus.

—Pero hay algo más. Se siente amenazado por ti. Supongo que todos nos sentimos así. El año pasado hubo un asesino suelto. Mató a tres mujeres antes de que se entregara.

—Lo sé. Me lo contó el inspector jefe.

—Bueno, pues Baldur estaba a cargo de la investigación. No pudimos encontrar al asesino y se presionó mucho a Snorri y a Thorkell para que hicieran algo. La gente quería que rodaran cabezas. Sustituir a Baldur habría sido lo más fácil, pero Snorri no lo hizo. Yo creo que Baldur aún no lo ha superado. Necesita resolver este caso y necesita hacerlo él solo.

Magnus suspiró. Entendía la situación de Baldur, pero eso no iba a hacer que su vida en Reikiavik fuera fácil.

—¿Y tú qué opinas?

Vigdís sonrió.

—Yo creo que puedo aprender algo de ti y eso siempre es bueno. Vamos. La lluvia está amainando, tal y como te dije que pasaría. No sé tú, pero yo tengo cosas que hacer.