Magnus levantó la mirada de su libro y miró por la ventanilla del avión. Había sido un vuelo largo, aún más por el retraso de cinco horas a su salida de Logan. El avión estaba descendiendo. Por debajo de él había una manta de nubes gruesas y grises, solamente rasgada por un par de sitios. Mientras el avión se acercaba a uno de ellos, Magnus estiró el cuello para tratar de vislumbrar un poco de tierra, pero lo único que pudo ver fue un trozo de mar gris y arrugado salpicado de manchas blancas. Después, desapareció.
Estaba preocupado por Colby. Si los dominicanos iban a por ella sería, sin lugar a dudas, culpa de él. La primera vez que le habló de la conversación que le oyó a Lenahan, ella le había desaconsejado que acudiera a Williams. Le dijo que siempre había pensado que la de agente de orden público era una profesión estúpida. Y si hubiera aceptado casarse con ella en el aparcamiento del restaurante, estaría ahora en el asiento de al lado de camino a su salvación, en lugar de encontrarse en su apartamento del barrio de Back Bay esperando a que uno de los malos llamara a su puerta.
Pero Magnus había hecho lo correcto. Siempre lo hizo y siempre lo haría. Lo correcto fue contarle a Williams lo de Lenahan. Lo correcto fue disparar al chico de la camiseta amarilla. No habría sido correcto casarse con Colby porque ella le obligara. Nunca estuvo seguro de por qué sus padres se habían casado, pero había vivido las consecuencias de aquel error.
Quizá estaba demasiado nervioso, quizá los dominicanos la dejaran en paz. Le había pedido a Williams que dispusiera algún tipo de protección policial para ella, una solicitud que Williams aceptó a regañadientes, de mala gana por la negativa de ella a irse a Islandia con Magnus.
Pero si los dominicanos la capturaban, ¿podría él vivir con las consecuencias? Quizá debería haberle dicho que sí, que haría todo lo que ella quisiera con tal de sacarla del país. A eso es a lo que ella le había tratado de obligar. Y ahora era posible que muriera.
Tenía treinta años y quería casarse. Quería casarse con Magnus. O con un Magnus modificado, un abogado de éxito que ganara un buen sueldo, que viviera en una casa grande en Brookline o puede que incluso en Beacon Hill, si se convertía en un abogado de gran éxito, y que condujera un BMW o un Mercedes. Puede que incluso se convirtiera al judaísmo.
Cuando se conocieron, a ella no le importó que él fuera un policía bravucón. Fue en una fiesta que dio un viejo amigo de Magnus del instituto, también abogado. La atracción mutua fue instantánea. Ella era guapa, vivaz, lista, de carácter fuerte, decidida. Le gustó la idea de que un licenciado de la Ivy League[3] se paseara por las calles del sur de Boston con una pistola. Era de fiar, pero también peligroso. Incluso su ocasional mal humor parecía atraerla. Hasta que comenzó a verlo no como un amante, sino como un posible marido.
¿Quién quería ella que fuera? ¿Quién quería ser él? Y a todo esto, ¿quién era? Aquella era una pregunta que Magnus se hacía a menudo.
Sacó su pasaporte islandés de color azul eléctrico. La fotografía era parecida a la del pasaporte estadounidense, solo que en la del islandés se le permitía sonreír, mientras que en la del americano no. Pelirrojo, mentón angular, ojos azules y algunas pecas por la nariz. Su verdadero nombre, Magnús Ragnarsson. Su nombre era Magnús, el de su padre Ragnar y el de su abuelo Jón. Así que su padre era Ragnar Jónsson y él era Magnús Ragnarsson. Fácil.
Pero, por supuesto, la burocracia estadounidense no podía aceptar aquella lógica. Un hijo no podía tener un apellido diferente al de su padre y su madre, cuyo nombre era Margrét Hallgrímsdóttir, y que los ordenadores del gobierno lo aceptaran como parte de la misma familia. Y estaba claro que no podía aceptar aquellos acentos sobre las vocales. En realidad, tampoco les gustaba la transcripción nada habitual de Jonsson. Ragnar tuvo que enfrentarse a aquello durante unos cuantos meses después de que su hijo llegara al país hasta que tiró la toalla. El muchacho islandés de doce años Magnús Ragnarsson se convirtió en el americano Magnus Jonson.
Volvió al libro que tenía en el regazo. La saga de Njál, uno de sus favoritos.
Aunque Magnus había hablado muy poco islandés durante los últimos trece años, sí había leído mucho. Su padre le había leído las sagas cuando Magnus se mudó a Boston y para él se habían convertido en una fuente de consuelo en mitad de aquel mundo nuevo y confuso de América. Aún lo eran. La palabra saga en islandés significaba literalmente «lo que se dice». Las sagas eran historias de familias arquetípicas y la mayoría de ellas trataban de las tres o cuatro generaciones de vikingos que se habían asentado en Islandia alrededor del año 900 d. C. hasta la llegada de la cristiandad a ese país en el año 1000. Sus héroes eran hombres complejos con multitud de puntos débiles y otros fuertes, pero tenían un claro código moral, sentido del honor y respeto por las leyes. Eran valientes aventureros. Para un islandés solitario en un enorme instituto de los Estados Unidos, aquello constituía una fuente de inspiración. Si mataban a alguno de sus parientes, sabían qué hacer: exigían dinero como compensación y, si no lo había, exigían sangre. Todo ello siguiendo de forma estricta lo que decía la ley.
Así que, tras el asesinato de su padre cuando Magnus tenía veinte años, supo qué hacer. Buscar justicia.
La policía no encontró nunca al asesino de su padre y, a pesar de los esfuerzos de Magnus, tampoco él lo consiguió, pero decidió que después de la universidad se haría policía. Aún seguía buscando justicia y, a pesar de todos los asesinos a los que había arrestado en la última década, aún no la había encontrado. Así, la búsqueda de una justa retribución seguía adelante, sin haber sido satisfecha.
El avión descendía. Otro agujero entre las nubes; esta vez sí pudo ver las olas rompiendo contra la tierra de lava marrón de la península de Reykjanes. Dos líneas negras dividían en dos la piedra y el polvo estéril: la carretera que iba desde Reikiavik hasta el aeropuerto de Keflavík. Espirales de nubes, como el humo que sale de un volcán, pasaban a la deriva sobre una casa blanca aislada en medio de un charco de césped de color verde brillante. Y después, Magnus se encontraba de nuevo sobre el océano. Las nubes se cerraron por debajo del avión cuando comenzó a girar para el último acercamiento.
Tenía la sensación, a medida que Islandia se acercaba, de que se aproximaba a la resolución del asesinato de su padre o, al menos, a su esclarecimiento. Puede que en Islandia pudiera verlo con cierta perspectiva.
Pero el avión lo llevaba también más cerca de su infancia, más cerca del dolor y la confusión.
Hubo una época dorada en la vida de Magnus antes de cumplir los ocho años, cuando toda su familia vivía en una pequeña casa de paredes de metal ondulado blanco y un tejado de metal ondulado azul brillante cerca del centro de Reikiavik. Tenía un pequeño jardín con una valla pintada de blanco y un árbol raquítico, un viejo mostellar sobre el que encaramarse. Su padre iba a la universidad todas las mañanas y su madre, que por aquel entonces era guapa y siempre sonreía, era profesora en la escuela de Secundaria. Recordó los partidos de fútbol con sus amigos durante las largas noches de verano y la emoción ante la llegada de los trece picaros elfos de Yuletide[4] durante los oscuros y acogedores inviernos, cuando cada uno de ellos dejaba un regalito en los zapatos que Magnus ponía bajo la ventana abierta de su dormitorio.
Después, todo cambió. Su padre se fue de casa para trabajar como profesor de matemáticas en una universidad americana. Su madre se convirtió en una persona enfadada y dormilona —dormía a todas horas—. La cara se le hinchó, se puso gorda y le gritaba a Magnus y a Óli, su hermano pequeño.
Se mudaron de nuevo a una granja de la península de Snaefellsnes donde se había criado su madre. Allí comenzó la tristeza. Magnus se dio cuenta de que su madre no estaba adormilada a todas horas, sino borracha. Al principio, pasaba la mayor parte del tiempo en Reikiavik, tratando de mantener su trabajo como profesora. Después regresó a la granja y pasó por diferentes trabajos en la ciudad más cercana, primero como profesora y luego como cajera. Lo peor de todo es que Magnus y Óli se quedaban durante largos periodos de tiempo al cuidado de sus abuelos. Su abuelo era un hombre estricto, aterrador y siempre enfadado, al que le gustaba beber. Su abuela era bajita y mezquina.
Un día, cuando Magnus y Óli estaban en el colegio, su madre se había bebido media botella de vodka, se subió a un coche y lo estrelló contra una roca, matándose en el acto. Una semana después, en medio de una disputa de proporciones nucleares, Ragnar llegó para llevárselos con él a Boston.
Magnus volvió a Islandia con su padre y con Óli todos los años para ir de excursión al campo y pasar un par de días en Reikiavik con su abuela y con los amigos y compañeros de su padre. Nunca fueron a ver a la familia de su madre.
Así fue hasta un mes después de la muerte de su padre, cuando Magnus volvió en busca de una reconciliación. La visita fue un completo desastre. Magnus regresó aturdido y desconcertado ante la enorme hostilidad de sus abuelos. No solo odiaban a su padre, sino también a él. Para un huérfano cuya única familia era un hermano con problemas y sin una idea clara de a qué país pertenecía, aquello causaba dolor.
Desde entonces, no había vuelto.
El avión atravesó las nubes hasta colocarse a tan solo sesenta metros del suelo. Islandia era fría, gris y con mucho viento. A la izquierda estaba la tierra llana de escombros volcánicos, grises y marrones y cubiertos de musgo rojizo y verde y, más allá, la parafernalia de la base aérea estadounidense abandonada, naves de una sola planta, misteriosas torres de radio y enormes pelotas de golf sobre sus soportes. Ni un árbol a la vista.
El avión tocó la pista y maniobró hasta la terminal. Algunos miembros del personal de tierra sorprendentemente alegres se enfrentaban al viento sonriendo y charlando. Apareció una manga de viento tenaz y horizontal, mientras una cortina de lluvia atravesaba el campo de aviación en dirección a ellos. Era 24 de abril, el día siguiente al comienzo oficial del verano en Islandia.
Treinta minutos después, Magnus estaba sentado en el asiento trasero de un coche blanco que avanzaba a toda velocidad por la carretera que unía Keflavík y Reikiavik. A lo largo del coche estaba estampada la palabra Lögreglan; con su tozudez típica, Islandia era uno de los pocos países del mundo que se había negado a utilizar una derivación de la palabra «policía» para designar a su agencia de mantenimiento del orden público.
En el exterior, la borrasca había pasado y el viento parecía estar amainando. El paisaje de lava, montículos ondulados de piedras, rocas y musgo, se extendía en dirección a una línea lejana de montañas achaparradas y seguía sin haber un árbol a la vista. Miles de años después, aquel trozo de Islandia no se había recuperado de la devastación de una masiva erupción volcánica. Las finas capas de musgo que mordisqueaban las rocas no eran más que el comienzo de un proceso de restauración que duraría miles de años.
Pero Magnus no contemplaba el paisaje. Estaba muy concentrado en el hombre que iba sentado a su lado, Snorri Gudmundsson, el inspector jefe de la Policía Nacional. Se trataba de un hombre bajito de vivos ojos azules y un tupido cabello gris peinado hacia atrás con un tupé. Hablaba islandés a gran velocidad y Magnus necesitó de todo su poder de concentración para seguirlo.
—Estoy seguro de que sabrá que Islandia tiene un bajo índice de homicidios per cápita y un bajo nivel de delitos graves —decía—. La mayor parte de la labor policial consiste en limpiar todo el desastre de los sábados y domingos por la mañana, después de que los juerguistas hayan terminado la fiesta. Hasta la kreppa y las manifestaciones de este último invierno, claro. Todos mis oficiales de Reikiavik han estado ocupados con esto. Me siento orgulloso de ellos.
Kreppa es la palabra Islandesa para designar la crisis de los créditos que ha azotado al país de una forma especialmente fuerte. Los bancos, el gobierno y mucha gente se arruinaron, ahogados por las deudas en las que habían incurrido en los tiempos de bonanza. Magnus había leído sobre las manifestaciones que todas las semanas habían tenido lugar delante del edificio del Parlamento todos los sábados por la tarde durante varios meses, hasta que el gobierno cedió finalmente a la presión popular y dimitió.
—La tendencia es preocupante —continuó diciendo el inspector jefe—. Hay más droga, más bandas de narcotraficantes. Hemos tenido problemas con bandas lituanas y los Ángeles del Infierno han estado tratando de entrar en Islandia durante varios años. Ahora hay más extranjeros en nuestro país y una pequeña minoría de ellos muestran una actitud diferente con respecto al delito que la mayor parte de los islandeses. La prensa amarilla de aquí ha exagerado el problema, pero sería estúpido que el inspector jefe de la policía no hiciera caso a esa amenaza.
Hizo una pausa para comprobar que Magnus le seguía. Este asintió para indicar que sí.
—Me siento orgulloso de nuestro cuerpo de policía, trabaja duro y tiene un buen índice de resolución de delitos, pero no está acostumbrado al tipo de crímenes que se dan en grandes ciudades con mucha población extranjera. El área de Reikiavik tiene una población de tan solo ciento ochenta mil habitantes y todo el país tiene solamente trescientos mil, pero quiero que estemos preparados por si el tipo de cosas que ocurren en Ámsterdam, Manchester o Boston se da también aquí. Por eso es por lo que pedí que viniera.
»El año pasado hubo en Islandia tres asesinatos sin resolver, todos ellos relacionados entre sí. No llegamos a saber quién los cometió hasta que se presentó voluntariamente en la comisaría de policía. Fue un polaco. Debimos haberlo atrapado después de que asesinara a la primera mujer, pero no lo hicimos y murieron otras dos. Creo que con alguien como usted trabajando con nosotros lo habríamos detenido.
—Eso espero —dijo Magnus.
—He leído una copia de su expediente y he hablado con el subcomisario Williams. Se mostró muy halagador.
Magnus se quedó sorprendido. No sabía que Williams hiciera halagos. Pero sí sabía que en su expediente había serios puntos negros de aquella época de su carrera en la que no siempre hacía lo que le ordenaban.
—La idea es que asista a un curso intensivo en la Academia de la Policía Nacional. Mientras tanto, estará disponible para hacer cursillos de entrenamiento y prestar asesoramiento por si surge algo en lo que pueda ayudarnos.
—¿Un curso intensivo? —preguntó Magnus, queriendo comprobar si había entendido bien—. ¿Cuánto tiempo va a durar?
—Un curso normal dura un año, pero como usted tiene tanta experiencia en la policía, esperamos que lo pase en menos de seis meses. Es inevitable. No puede arrestar a nadie a menos que conozca las leyes islandesas.
—No, si lo entiendo, pero ¿cuánto tiempo ha… —Magnus se detuvo mientras recordaba cómo se decía el verbo «prever» en islandés—… pensado que yo esté aquí?
—Especifiqué que un mínimo de dos años. El subcomisario Williams me aseguró que no había problema.
—Nunca me habló de ese periodo de tiempo —respondió Magnus.
Los ojos azules de Snorri miraban fijamente a los de Magnus.
—Por supuesto, Williams sí mencionó el motivo por el que usted estaba tan ansioso por salir de Boston durante un tiempo. Admiro su coraje. —Dirigió la mirada al policía uniformado que conducía el coche en el asiento delantero—. Aquí nadie lo sabe aparte de mí.
Magnus estuvo a punto de protestar, pero lo dejó pasar. Todavía no sabía cuántos meses quedaban hasta el juicio de Lenahan y los demás. Seguiría con el inspector jefe de policía hasta que lo llamaran para testificar, después volvería a Boston para quedarse, por muchos planes que el inspector jefe tuviera para él.
Snorri sonrió.
—Pero el azar ha querido que dispongamos de una cosa a la que ya le puede hincar el diente. Han encontrado un cadáver esta mañana, en una casa de verano junto al lago Thingvellir. Y me han dicho que uno de los primeros sospechosos es americano. Nos dirigimos allí ahora mismo.
El aeropuerto de Keflavík se encontraba en la punta de la península que sobresalía de la zona oeste de Reikiavik para adentrarse en el océano Atlántico. Iban en dirección este, atravesando la maraña de autopistas y suburbios grises del sur de la ciudad, flanqueados por pequeñas fábricas y almacenes y cadenas de comida rápida reconocibles: KFC, Taco Bell y Subway. Deprimente.
A su izquierda, Magnus podía ver los tejados metálicos multicolores de las pequeñas casas que formaban el centro de Reikiavik, dominado por el chapitel de la Hallgrímskirkja, la iglesia más grande de Islandia, que se levantaba en lo alto de una colina. No había ningún atisbo de los grupos de rascacielos que dominaban los barrios del centro de las ciudades de Estados Unidos, incluso las más pequeñas. Al otro lado de la ciudad se encontraba la bahía de Faxaflói y, más allá, la extensa falda del monte Esja, una imponente cadena de piedra que se alzaba hasta las nubes bajas.
Tasaron por los lóbregos barrios del extrarradio llenos de achaparrados bloques de apartamentos del este de la ciudad. El Esja se hacía más grande por delante de ellos, antes de dejar atrás la bahía y subir por el Mosfell. Las casas desaparecieron y no quedó más que un páramo de hierba amarilla y musgo verde, voluminosas colinas redondeadas y nubes, bajas, oscuras y serpenteantes.
Unos veinte minutos después descendieron y Magnus vio el lago Thingvellir delante de él. Magnus había estado varias veces allí de niño, visitando el parque de Thingvellir, una llanura de hierba que se extendía a lo largo de un valle lleno de fallas en el lado norte del lago. Es el lugar donde las placas americana y europea dividen Islandia en dos. Lo más importante para Magnus y para su padre era que se trataba del espectacular emplazamiento del Althing, el Parlamento islandés al aire libre que se reunía cada año durante la época de las sagas.
Magnus recordaba el lago de un bonito azul intenso. Ahora era oscuro y funesto y las nubes bajaban tanto del cielo que casi tocaban el agua negra. Incluso el montículo de una pequeña isla que había en medio estaba cubierto de una densa capa de humedad.
Dejaron la carretera principal y pasaron junto a una enorme granja de caballos que pastaban en el prado que llegaba hasta el mismo lago. Siguieron un camino de piedras hacia una fila de media docena de casas de verano protegidas por una hilera de abedules discontinuos y sin hojas. Los únicos árboles que había a la vista. Magnus vio los típicos indicativos de un escenario de un crimen recién establecido: coches de policía mal aparcados, algunos con las luces aún encendidas sin necesidad, una ambulancia con la puerta de atrás abierta, cinta amarilla agitándose con la brisa y gente pululando con una mezcla de oscuros uniformes de policía y batas blancas de forense.
El centro de atención lo constituía la quinta casa, al final de la fila. Magnus miró las otras casas de verano. Aún era el comienzo de la temporada, así que solamente una, la segunda, mostraba signos de estar habitada con un todoterreno aparcado en la puerta.
El coche de policía se detuvo junto a la ambulancia y de él salieron el inspector jefe y Magnus. El aire era frío y húmedo. Pudo oír el susurro del viento y el evocador piar de un pájaro. ¿Un zarapito?
Un hombre alto y calvo, de rostro alargado y vestido con una bata de forense se acercó a ellos.
—Permítame que le presente al inspector Baldur Jakobsson, del Departamento de Investigación Criminal de la Policía Metropolitana de Reikiavik —dijo el inspector jefe—. Está a cargo de la investigación. Del lago Thingvellir se ocupa la policía de Selfoss, que está al sur de aquí, pero cuando se dieron cuenta de que podía tratarse de la investigación de un asesinato, me pidieron que organizara la ayuda de Reikiavik. Baldur, este es el oficial Magnús Jonson, del Departamento de Policía de Boston… —Hizo una pausa y miró a Magnus con curiosidad—. ¿Jonson?
—Ragnarsson —lo corrigió Magnus.
El inspector jefe sonrió, encantado de que Magnus volviera a su apellido islandés.
—Ragnarsson.
—Buenas tardes —lo saludó Baldur con frialdad y con un entrecortado acento islandés.
—Gódan daginn —contestó Magnus.
—Baldur, ¿puede explicarle a Magnús lo que ha ocurrido aquí?
—Por supuesto —respondió Baldur sin que sus finos labios mostraran una sonrisa ni señal alguna de entusiasmo—. La víctima era Agnar Haraldsson. Era profesor de la Universidad de Islandia. Esta es su casa de verano. Lo asesinaron anoche, golpeándole en la cabeza dentro de la casa, según creemos, y arrastrándolo después hasta el interior del lago. Lo encontraron dos niños de la casa que hay ahí detrás a las diez de esta mañana.
—¿La casa con el Range Rover en la puerta? —preguntó Magnus.
Baldur asintió.
—Fueron a buscar a su padre y llamaron al 112.
—¿Cuándo lo vieron vivo por última vez? —volvió a preguntar Magnus.
—Ayer era día de fiesta. El primer día del verano.
—Es una pequeña broma islandesa —apuntó el inspector jefe—. Para el verdadero verano quedan aún unos cuantos meses, pero necesitamos cualquier cosa para poder alegrarnos tras el largo invierno.
Baldur no hizo caso de la interrupción.
—Los vecinos vieron llegar a Agnar sobre las once de la mañana. Le vieron aparcar el coche en el exterior de su casa y entrar. Lo saludaron con la mano y él devolvió el saludo, pero en realidad no hablaron. Tuvo la visita de una persona, o varias, por la noche.
—¿Descripción?
—Ninguna. Solo vieron el coche, pequeño, de color azul fuerte, como un Toyota Yaris, aunque no están seguros del todo. El coche llegó sobre las siete y media u ocho. Se fue a las nueve y media. No vieron nada, pero la mujer recuerda que estaba viendo la televisión cuando lo oyó pasar.
—¿Alguna otra visita?
—Nada que los vecinos sepan. Pero pasaron toda la tarde en Thingvellir, así que puede que si la hubiera.
Baldur respondía a las preguntas de Magnus de forma sencilla y directa y su rostro alargado le daba un aire de grave intensidad a sus respuestas. El inspector jefe lo escuchaba con atención, pero dejó que Magnus fuera quien hablara.
—¿Han encontrado el arma con la que lo han asesinado?
—Aún no. Tendremos que esperar a la autopsia. El forense puede darnos algunas pistas.
—¿Puedo ver el cadáver?
Baldur asintió y condujo a Magnus y al inspector jefe hacia el otro lado de la casa por un pequeño sendero de tierra hasta una carpa azul levantada al borde del lago, a unos diez metros de la casa. Baldur pidió batas, guantes y botas. Magnus y el inspector jefe se las pusieron, firmaron un documento que les entregó el policía que vigilaba el lugar y entraron en la carpa.
En el interior había un cuerpo tendido sobre la hierba cenagosa. Dos hombres vestidos con batas de forense se disponían a levantarlo para introducirlo en una bolsa para cadáveres. Cuando vieron quién había entrado, dejaron lo que estaban haciendo y salieron de la carpa para dejar a sus superiores espacio para examinar el cadáver.
—El personal médico de Selfoss que respondió a la llamada lo sacó del lago cuando lo encontraron —explicó Baldur—. Pensaban que se había ahogado, pero el médico que ha examinado el cadáver se mostró receloso.
—¿Por qué?
—Tenía un golpe detrás de la cabeza. En el fondo del lago hay algunas rocas y cabía la posibilidad de que se hubiera golpeado con una de ellas en caso de haber caído, pero el médico creyó que el golpe era demasiado fuerte.
—¿Puedo echar un vistazo?
Agnar era, o había sido, un hombre de unos cuarenta años, de cabello bastante largo y moreno, con mechones grises en las sienes, rasgos marcados y barba de tres días. Bajo la barba, su piel era pálida y tersa, los labios finos y de color azul grisáceo. El cuerpo estaba frío, lo cual no era de extrañar después de haber pasado la noche en el lago. También estaba rígido, lo que indicaba que llevaba más de ocho horas muerto y menos de veinticuatro, es decir, entre las cuatro de la larde anterior y las ocho de la mañana. Aquello no sería de ayuda, Magnus dudaba que el forense pudiera sacar algo más preciso en cuanto a la hora de la muerte.
A menudo resultaba difícil estar seguro de si se trataba de un caso de ahogamiento y si la víctima había muerto antes o después de la inmersión en el agua. La arena o la hierba en los pulmones darían con la clave, pero para aquello tendrían que esperar a la autopsia.
Con suavidad, Magnus apartó el pelo del profesor y examinó la herida de la parte de atrás del cráneo.
Se giró hacia Baldur.
—Creo que sé dónde se encuentra el arma del crimen.
—¿Dónde? —preguntó Baldur.
Magnus apuntó hacia las profundas y grises aguas del lago. Allí, en algún lugar, la falla que había entre las placas continentales del lago Thingvellir se adentraba hasta una profundidad de varias decenas de metros.
Baldur dejó escapar un suspiro.
—Necesitamos buceadores.
—Yo no me molestaría —dijo Magnus—. Nunca la encontrará.
Baldur frunció el ceño.
—Le golpeó una piedra —le explicó Magnus—. Algo con filos dentados. Aún quedan trozos de piedra en la herida. No tengo ni idea de qué tipo de piedra, posiblemente del camino de ahí atrás, algunas de esas piedras son bastante grandes. Su laboratorio se lo dirá. Pero apuesto a que el asesino la lanzó después al lago. A menos que fuera muy estúpido. Es el lugar perfecto para esconder una piedra.
—¿Ha recibido formación forense? —preguntó Baldur con recelo.
—No mucha —contestó Magnus—. He visto unos cuantos muertos con golpes en la cabeza. ¿Puedo mirar dentro de la casa?
Baldur asintió. Volvieron a recorrer el sendero hasta la casa de verano. El lugar estaba recibiendo todo el tratamiento forense con lámparas potentes, una aspiradora y, al menos, cinco peritos merodeando por la casa con pinzas y polvo para huellas dactilares.
Magnus miró a su alrededor. La puerta se abría directamente a una sala de estar espaciosa con grandes ventanas que daban al río. Las paredes y el suelo eran de madera blanda y los muebles modernos pero no caros. Montones de estanterías: novelas en inglés e islandés, libros de historia y algo de crítica literaria especializada. Una impresionante colección de CDs: clásico, jazz, islandeses a los que Magnus nunca había escuchado… No había televisión. Un escritorio lleno de papeles ocupaba uno de los rincones de la habitación y en medio había sillas y un sofá alrededor de una mesa baja, sobre la que había una copa de vino tinto medio vacía y un vaso con lo que parecía ser Coca-Cola. Ambos estaban cubiertos de una fina capa de polvo de huellas manchado.
A través de una puerta abierta Magnus pudo ver la cocina. Había otras tres puertas que salían de la sala de estar, presumiblemente a los dormitorios o a un baño.
—Creemos que fue golpeado por aquí —dijo Baldur, apuntando hacia el escritorio. Había señales de haber fregado recientemente el suelo de madera y, a pocos centímetros, dos marcas de tiza rodeaban unas manchas diminutas.
—¿Pueden hacer un análisis de ADN de esto?
—¿Por si la sangre es del asesino? —preguntó Baldur.
Magnus asintió.
—Sí que se puede. Lo enviamos a un laboratorio de Noruega. Los resultados tardan un poco en llegar.
—Hábleme de ello —le pidió Magnus. En Boston, el laboratorio de ADN estaba permanentemente atascado. Todo era urgente y, al final, nada salía. De algún modo, Magnus sospechaba que quizá el laboratorio noruego trataría el único pedido de sus vecinos con algo más de respeto.
—Creemos que a Agnar lo golpearon en la parte posterior de la cabeza aquí, cuando se dirigía hacia el escritorio. Después, lo sacaron a rastras de la casa y lo tiraron al lago.
—Parece plausible —dijo Magnus.
—Si no fuera… —Baldur vaciló. Magnus se preguntó si se estaba mostrando receloso sobre si expresar o no sus dudas delante de su jefe.
—¿Si no fuera por qué?
Baldur miró a Magnus, dubitativo.
—Venga a ver esto. —Condujo a Magnus hasta la cocina. Estaba en orden, excepto por una botella de vino abierta y un sándwich de jamón y queso a medio hacer sobre la encimera.
—Hemos encontrado más manchas de sangre aquí —le informó Baldur apuntando a la encimera—. Parece sangre salpicada a gran velocidad, pero eso no tiene sentido. Puede que Agnar se hiciera una herida antes. Puede que de algún modo se tambaleara aquí dentro, pero no hay por aquí señal alguna de pelea. Puede que el asesino entrara aquí para limpiarse. Pero si ese fuera el caso, se supone que las salpicaduras serían mucho más grandes.
Magnus miró por la cocina. Tres moscas aporreaban la ventana en un intento interminable por salir.
—No se preocupe —dijo—. Son las moscas.
—¿Moscas?
—Claro. Aterrizan sobre el cadáver. Se atiborran y luego vuelan hasta la cocina, donde hace más calor. Ahí regurgitan la sangre. Eso las ayuda a digerirla. Quizá querían un poco de sándwich para el postre. —Magnus se inclinó para examinar el plato—. Sí, aquí hay un poco más. Lo verá mejor con un cristal de aumento o con luminol, si tiene. Por supuesto, eso significa que el cuerpo ha estado aquí tirado el tiempo suficiente como para que las moscas hayan tenido su festín. Pero eso es solo quince o veinte minutos.
Baldur seguía sin sonreír, pero el inspector jefe sí que lo hacía.
—Gracias —fue todo lo que el inspector Baldur pudo decir.
—¿Huellas de pisadas? —preguntó Magnus, mirando al suelo. Deberían verse huellas de pisadas sobre la madera pulida.
—Sí —respondió Baldur—. Unas cuantas del número cuarenta y cinco. Lo cual es extraño.
Ahora era Magnus el que parecía desconcertado.
—¿Por qué?
—Normalmente los islandeses se quitan los zapatos cuando entran en una casa. Excepto quizá si son visitantes extranjeros y no conocen las costumbres. Dedicamos el mismo tiempo a buscar fibras de calcetines que huellas de pisadas.
—Ah, claro —dijo Magnus—. ¿Alguna cosa en los papeles del escritorio?
—La mayor parte son material de la universidad, trabajos de los alumnos, borradores de artículos sobre literatura islandesa, ese tipo de cosas. Tenemos que analizarlos más a fondo. Había un fartölva que el equipo de forenses se ha llevado para examinarlo.
—Perdone, ¿qué es un fartölva? —preguntó Magnus, que no estaba familiarizado con aquel término islandés. Conocía la diferencia entre una alabarda y un hacha de combate, pero algunas de las palabras islandesas más recientes se le escapaban.
—Un ordenador pequeño que puede transportarse fácilmente —le explicó Baldur—. Y hay una agenda con una anotación. Dice quién estuvo aquí anoche.
—El inspector jefe mencionó a un estadounidense —dijo Magnus—. Con pies del número cuarenta y cinco, claro. —No tenía ni idea de a qué correspondía aquello en las tallas americanas, pero sospechaba que era bastante grande.
—Americano. O británico. Se llama Steve Jubb y la hora es las siete y media de la tarde de ayer. Y hay un número de teléfono. Corresponde al hotel Borg, el mejor hotel de Reikiavik. Han ido a por él ahora. De hecho, si me disculpas, Snorri, tengo que volver a la comisaría para interrogarle.
Magnus estaba sorprendido por la informalidad de los islandeses. Nada de «señor» ni «inspector jefe Gudmundsson». En Islandia todos se llamaban por sus nombres de pila, ya fuera un barrendero de la calle que habla con el presidente del país como un oficial de la policía hablando con su jefe. Tardaría un poco en acostumbrarse, pero le gustaba.
—Asegúrate de incluir a Magnus en los interrogatorios —dijo el inspector jefe.
El rostro de Baldur permaneció impasible, pero Magnus podría asegurar que por dentro estaba furioso. Y Magnus no le culpaba. Probablemente, aquel era uno de los casos más importantes del año para Baldur y no le debía de gustar tener que encargarse de él bajo la mirada de un extranjero. Puede que Magnus tuviera más experiencia en homicidios, pero era al menos diez años más joven y de un rango inferior. Aquella combinación debía de ser especialmente molesta.
—Por supuesto —contestó—. Haré que Árni se ocupe de usted. Lo llevará de vuelta a la comisaría para que se instale. Y no olvide venir a hablar conmigo sobre Steve Jubb más tarde.
—Gracias, inspector —dijo Magnus antes de que pudiera evitarlo.
Baldur dirigió su mirada rápidamente hacia Magnus, reconociendo la metedura de pata que evidenciaba que, al fin y al cabo, no se trataba de un verdadero islandés. Llamó a un oficial para que acompañara a Magnus y después se fue con el inspector jefe de vuelta a Reikiavik.
—Hola, ¿qué tal? —lo saludó el oficial con un fluido acento americano—. Me llamo Árni. Árni Holm. Ya sabes, como Terminator.
Era alto y extremadamente delgado, con pelo corto y oscuro y una nuez que se movía con rapidez al hablar. Tenía una amplia y simpática sonrisa.
—Komdu saell —dijo Magnus—. Te agradezco que hables mi idioma, pero lo cierto es que tengo que practicar mi islandés.
—De acuerdo —contestó Árni, en islandés. Parecía decepcionado por no poder mostrar sus dotes para el inglés.
—Aunque no tengo ni idea de cómo se dice «Terminator» en islandés.
—Tortímandinn —le aclaró Árni—. Hay gente que me llama así. —Magnus no pudo evitar sonreír. Árni era una versión enclenque de una persona enjuta y fuerte—. Bueno, he de admitir que no mucha.
—Hablas muy bien inglés.
—Estudié criminología en los Estados Unidos —respondió Árni orgulloso.
—Vaya. ¿Dónde?
—Kunzelberg College, Indiana. Es una escuela pequeña, pero tiene muy buena reputación. Puede que no hayas oído hablar de ella.
—Pues no voy a decirte que sí —convino Magnus—. ¿Y qué hacemos ahora? Me gustaría ir con Baldur al interrogatorio de ese tal Steve Jubb.