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El oficial de policía Magnus Jonson caminaba cansinamente por una calle residencial de Roxbury en dirección a su coche. Tenía que redactar un montón de documentos en la comisaría antes de volver a casa. Estaba cansado, muy cansado. No dormía bien desde hacía una semana. Quizá por eso le había afectado tanto el olor.

Era un olor familiar: carne cruda con fecha de caducidad de una semana antes y con cierto toque metálico. Lo había experimentado en muchas ocasiones durante los años que llevaba en la Unidad de Homicidios de la Policía de Boston.

María Campanelli, mujer blanca, veintisiete años.

Llevaba muerta treinta y seis horas, apuñalada por su novio tras una discusión y abandonada en su apartamento mientras se descomponía. Ahora lo buscaban a él y Magnus confiaba en que lo encontrarían. Pero para estar convencidos debían asegurarse de haber cumplido con toda la burocracia. Un montón de gente a la que interrogar; un montón de formularios que rellenar. El cuerpo de policía había sufrido hacía pocos años un escándalo por una serie de equivocaciones en la presentación de pruebas, errores en la clasificación de documentos y pruebas instrumentales perdidas. Desde entonces, los abogados de la defensa se lanzaban contra cualquier error.

A Magnus se le daba bien el trabajo administrativo, lo cual era una de las razones por las que recientemente lo habían ascendido a oficial. Puede que Colby tuviera razón. Quizá debería ir a la Facultad de Derecho.

Colby.

Durante los doce meses que llevaban viviendo juntos, había aumentado la presión: ¿por qué no dejaba la policía y estudiaba derecho?, ¿por qué no se casaban? Y luego, seis días atrás, cuando volvían cogidos del brazo de su restaurante italiano favorito del North End, un todoterreno pasó por su lado con la ventanilla de atrás bajada. Magnus empujó a Colby sobre la acera justo cuando oyó resonar una ráfaga de disparos lanzados desde un fusil semiautomático. Puede que los que dispararon creyeran que habían alcanzado su objetivo o puede que hubiera demasiada gente alrededor, pero el caso es que el todoterreno salió huyendo sin terminar su trabajo.

Ese era el motivo por el que ella le había echado de su apartamento. Ese era el motivo por el que había pasado varias noches en vela en el dormitorio de invitados de la casa de su hermano en Medford. Ese era el motivo por el que le había afectado aquel olor: por primera vez en mucho tiempo la muerte se había convertido en algo personal.

Podría haber sido él quien estuviera despatarrado por el suelo de aquel apartamento. O Colby.

Aquel estaba siendo el día más caluroso del año, lo cual, claro está, hacía que el olor fuera aún peor y Magnus estaba sudando dentro de la chaqueta de su traje. Sintió que le tocaban en el codo.

Era un tipo de unos cincuenta años, latino, calvo, bajito, gordo y sin afeitar. Llevaba una camisa azul grande que le colgaba por fuera de los vaqueros.

—¿Agente?

Magnus se detuvo.

—¿Sí?

—Creo que yo vi algo. La noche en que apuñalaron a la chica. —La voz de aquel hombre era brusca y apremiante.

Magnus estuvo tentado de decirle a aquel tipo que se largara. Tenían a un testigo que había visto llegar al novio, otro que lo había visto salir seis horas después, tres que habían oído una fuerte discusión y uno que había oído un grito. Pero los testigos nunca sobraban. Otra declaración que tendría que redactar cuando llegara a la comisaría.

Magnus dejó escapar un suspiro mientras sacaba su cuaderno de notas. Aún quedaban varias horas hasta que pudiera irse a casa a hacer ejercicio y darse la ducha que necesitaba para poder sacar de su cuerpo aquel olor. Si es que no estaba muy cansado para hacer ejercicio.

El hombre miraba nervioso a uno y otro lado de la calle.

—Aquí no. No quiero que nadie nos vea hablar.

Magnus estuvo a punto de protestar. El novio de la víctima era un cocinero del Boston Medical Center, nadie a quien hubiera que tener miedo. Pero a continuación se encogió de hombros y siguió al hombre mientras este avanzaba rápido por una pequeña calle lateral, entre una desvencijada casa de tablones y un pequeño edificio de apartamentos de fachada de ladrillo rojo. Poco más que un callejón, con una especie de solar en construcción al fondo con una alambrada alta. En la esquina de la calle había un chico con muchos tatuajes y una camiseta amarilla. Fumaba un cigarro de espaldas a Magnus.

Cuando entraron en el callejón, el hombre calvo pareció aumentar la velocidad. Magnus empezó a dar zancadas más largas. Estaba a punto de gritarle a aquel tipo que fuera más despacio cuando se detuvo.

Magnus había estado dormido. Acababa de despertar.

Entre el bosque de tatuajes de los brazos del chico había visto un pequeño punto sobre uno de los codos, y un dibujo de cinco puntos uno sobre el otro. Un cinco quince, el tatuaje de la banda de los Cobra-15. No actuaban en Roxbury. Aquel chico se encontraba muy lejos de su territorio, a cinco kilómetros por lo menos, puede que más. Pero los Cobra-15 eran clientes de la operación de Soto, sus agentes locales de distribución. Los tipos del todoterreno de North End trabajaban para Soto. Magnus estaba convencido de ello.

El instinto de Magnus le hizo pararse y darse la vuelta, pero se obligó a no cambiar de paso y así no alertar al chico. Piensa. Piensa rápido.

Podía oír pasos detrás de él. ¿Pistola o cuchillo? El sonido de una pistola sería arriesgado estando tan cerca del escenario del crimen. Aún quedaban uno o dos policías pululando por allí. Pero el chico sabía que Magnus iba armado y nadie trae un cuchillo a una pelea con pistolas. Lo cual significaba que llevaba pistola. Lo cual quería decir que probablemente el chico la estaba sacando en ese momento de la cintura de sus pantalones.

Magnus dio un salto hacia la izquierda, cogió un cubo de la basura y lo lanzó al suelo. Al caer, dio una vuelta sobre sí mismo, sacó su pistola y apuntó al chico, que estaba sacando la suya. Magnus enroscó el dedo sobre el gatillo y, en ese momento, puso en práctica su entrenamiento. Vaciló. La norma era clara: no disparar si hay alguna posibilidad de alcanzar a un civil.

En la boca del callejón había una joven con bolsas llenas de comida en ambos brazos, mirando fijamente a Magnus con la boca abierta. Era grande, muy grande, y se encontraba justo detrás del chico de la camiseta amarilla, en la línea de fuego de Magnus.

Aquella vacilación hizo que el chico tuviera tiempo de levantar su arma. Magnus miraba por el cañón. Punto muerto.

—¡Policía! ¡Tira el arma! —gritó Magnus, aun sabiendo que el chico no lo haría.

¿Qué pasaría a continuación? Si el chico disparaba primero, a lo mejor no alcanzaba a Magnus y este podría después lanzar su propio disparo. Aunque medía un metro noventa y pesaba más de noventa kilos, Magnus estaba tumbado en el suelo boca abajo parcialmente cubierto por el cubo de basura, un objetivo más bien pequeño para un muchacho aterrado.

Puede que el muchacho desistiera. Deseó que aquella mujer se moviera. Seguía clavada en el mismo sitio, con la boca abierta, tratando de gritar.

Entonces Magnus vio que la mirada del chico se dirigía hacia arriba por detrás de Magnus. El tipo calvo.

El chico no habría apartado los ojos de la pistola de Magnus si el calvo se hubiera quedado quieto. Solo se arriesgaría a ello si el calvo entraba en la escena, si se convertía en su salvador, si llevaba su propia pistola y se acercaba a Magnus por detrás. Esperar un par de segundos hasta que disparara a Magnus por la espalda, ese era el plan del muchacho.

Magnus apretó el gatillo solo una vez, no las dos veces que le habían enseñado. Quería que el número de balas que pudieran volar hacia la mujer gorda fuera el menor posible. Alcanzó al chico en el pecho. Se sacudió y disparó su pistola. No le dio a Magnus.

Estiró el brazo hasta el cubo de basura y lo lanzó hacia atrás. Se giró y vio cómo el contenedor vacío golpeaba al tipo calvo en las espinillas, que trataba de coger la pistola que guardaba bajo la barriga, pero se dobló al tropezar con el cubo.

Magnus disparó dos veces alcanzando al hombre en ambas ocasiones, una en el hombro y otra en la coronilla. Un desastre.

Magnus se puso de pie. Oyó un ruido. La mujer gorda había dejado caer sus bolsas de comida y se había puesto a gritar, con fuerza, con mucha fuerza. Ahora veía que no le pasaba nada a sus pulmones. Empezó a sonar una sirena de la policía en algún lugar cercano. Se oyeron gritos y gente correr.

El tipo calvo estaba quieto, pero el chico se tendió boca arriba mientras respiraba agitadamente y su camiseta amarilla se manchaba de rojo. Tenía los dedos enroscados alrededor de la pistola y trataba de reunir fuerzas para apuntarla hacia Magnus. Este le dio una fuerte patada en la muñeca y alejó la pistola. Estaba de pie jadeando junto al chico que había tratado de matarle. Diecisiete o dieciocho años, hispano, pelo negro muy corto, un incisivo roto, una cicatriz en el cuello. Fuertes músculos bajo espirales de tinta en brazos y pecho, elaborados tatuajes de pandillero. Un chico duro. Un muchacho de su edad en los Cobra-15 podía contar ya con varias muertes a sus espaldas.

Pero no la de Magnus. Al menos, no ese día. Pero ¿y mañana?

Magnus pudo sentir el olor de la pólvora, el sudor y el miedo y, una vez más, el sabor metálico de la sangre. Demasiada sangre por un día.

—Te voy a apartar de la calle, El subcomisario Williams, jefe de la Unidad de Homicidios, hablaba en serio. Siempre lo hacía, Esa era una de las cosas que Magnus apreciaba de él. También le gustaba saber que había venido desde su despacho de Schroeder Plaza, en el centro de Boston, para asegurarse de que uno de sus hombres estaba a salvo. Se encontraban en la habitación de un hotel de carretera de la I-91, en algún lugar entre Springfield, Massachusetts y Hartford, Connecticut, acompañados por agentes del FBI con acento del medio oeste. A Magnus no le habían permitido volver a la comisaría desde el tiroteo.

—No creo que eso sea necesario —contestó Magnus.

—Pues yo sí.

—¿Estamos hablando del programa de protección de testigos?

—Es posible. Esta es la segunda vez que alguien intenta matarte en una semana.

—Estaba cansado. Bajé la guardia. No volverá a ocurrir.

Williams arqueó las cejas. Su rostro negro estaba surcado de arrugas. Era bajito, compacto, decidido, buen jefe y honesto. Por ese motivo había acudido Magnus a él seis meses antes, cuando oyó que su compañero, el oficial Lenahan, hablaba por el móvil con otro policía sobre manipular las pruebas en la investigación de un homicidio.

Estaban llevando a cabo una operación de vigilancia sin importancia. Magnus había salido a estirar las piernas y estaba volviendo al coche cuando se detuvo bajo la escasa luz del atardecer justo detrás de la ventanilla de su acompañante. El cristal tenía abierta una rendija. Magnus pudo oír claramente cómo Lenahan persuadía, convencía y amenazaba al oficial O’Driscoll para que hiciera lo que tenía que hacer y borrara la huella de una pistola.

Magnus y Lenahan no llevaban mucho tiempo siendo compañeros. Con cincuenta y tres años, Lenahan le llevaba veinte años a Magnus. Tenía mucha experiencia, y era listo y popular y parecía conocer a todo el mundo en el Departamento de Policía de Boston, sobre todo a los que tenían apellido irlandés. Pero era perezoso. Hacía uso de sus tres décadas de experiencia y conocimiento de los métodos policiales para trabajar lo menos posible.

Magnus veía las cosas de otro modo. En cuanto cerraba un caso estaba deseando pasar a otro. Su determinación a la hora de cazar al criminal era de sobra conocida en la comisaría. Lenahan pensaba que había tipos buenos y tipos malos, que siempre había sido así y que lo seguiría siendo. No había mucho más que él, Magnus o toda la policía de Boston pudieran hacer al respecto. Magnus pensaba que todas las víctimas y todas las familias de las víctimas merecían justicia, y haría todo lo posible por poder ofrecérsela. Así pues, casi se podía decir que Jonson y Lenahan formaban la pareja ideal.

Pero hasta aquel momento, Magnus no podía imaginar que Lenahan fuera un sinvergüenza.

Hay dos cosas que un policía odia por encima de todo. Una es un policía corrupto. Otra es un policía que se chiva de otro. Para Magnus la elección era fácil: si a la gente como Lenahan se le permitía salirse con la suya a la hora de destruir las pruebas de un homicidio, todo aquello a lo que había consagrado su carrera carecía de sentido.

Magnus sabía que la mayor parte de sus compañeros estarían de acuerdo con él. Pero algunos harían la vista gorda y se convencerían de que Magnus había entendido mal, que el bueno de Sean Lenahan no era de los malos. Y otros pensarían que si el bueno de Sean se hacía con unos pequeños ahorros para su jubilación aceptando dinero de uno de los malos que acababa de matar a otro, mejor para él. Se lo merecía después de haber prestado servicio a los ciudadanos de Boston de una forma tan leal durante treinta años.

Por eso es por lo que Magnus acudió directamente a Williams y solo a él. Williams comprendió la situación. Un par de semanas después llegó el ascenso de Magnus y lo separaron de Lenahan. Trajeron a un equipo secreto del FBI de otro estado. Llevaron a cabo una investigación a fondo y encontraron una conexión entre Lenahan y otros dos oficiales, O’Driscoll y Montoya. Los federales descubrieron a la banda que les estaba pagando; eran dominicanos, liderados por un hombre llamado Pedro Soto, que operaba desde Lawrence, una ciudad cercana a Boston y venida a menos dedicada a la fabricación de textiles. Soto proporcionaba cocaína y heroína al por mayor a bandas callejeras de toda Nueva Inglaterra. Los tres detectives corruptos fueron arrestados y procesados. A Magnus lo presentaron como testigo estrella cuando finalmente el caso se llevó a juicio.

Pero el FBI no había conseguido aún suficientes pruebas para acusar a Soto. Aún seguía en la calle.

—Bajaste la guardia una vez y puede pasarte otra más —dijo Williams—. Si no hacemos nada, acabarás muerto en dos semanas. Quieren tu cabeza y la van a conseguir.

—Pero no entiendo por qué quieren matarme —contestó Magnus—. Está claro que mi testimonio deja al descubierto a Lenahan, pero no puedo acusar a Soto ni a los dominicanos. Y usted ha dicho que Lenahan no está colaborando.

—El FBI cree saber lo que piensa Lenahan. Lo último que desea es terminar en una cárcel de máxima seguridad con un puñado de asesinos convictos. Ningún policía querría eso. Es mejor estar muerto. Pero sin tu testimonio, saldré libre. Creemos que le ha dado un ultimátum a los dominicanos: o se deshacen de ti o tira de la manta. Y si no lo hace él, lo hará Montoya. Si tú mueres, Lenahan y los otros dos quedan libres y el negocio de Soto seguirá adelante como si no hubiera pasado nada. Pero si vives para testificar, Lenahan llegará a un trato con el FBI y Soto y sus muchachos tendrán que cerrar el negocio y volver a la República Dominicana. Si es que no los cazamos antes. —Williams miró a Magnus a los ojos—. Y por eso tenemos que pensar qué hacemos contigo.

Magnus entendió lo que Williams le decía. Pero entrar en el programa de protección de testigos significaría comenzar una nueva vida, con una nueva identidad al otro lado del país. No quería eso.

—¿Tiene alguna idea? —le preguntó a Williams.

—La verdad es que sí. —Williams sonrió—. Tienes la nacionalidad islandesa, ¿no?

—Sí. Y también la estadounidense. Tengo las dos.

—¿Hablas islandés?

—Un poco. Lo hablaba de pequeño. Me mudé aquí con mi padre a los doce años. Pero no lo hablo desde que murió.

—¿Cuándo fue eso?

—Cuando yo tenía veinte años.

Williams hizo una pequeña pausa para expresar sus condolencias.

—Bueno, entonces supongo que lo hablas mejor que la mayoría de nosotros.

Magnus sonrió.

—Supongo que sí. ¿Por qué?

—Un viejo amigo de la policía de Nueva York me llamó hace un par de meses. Me contó que se había enterado de que en mi unidad había alguien que hablaba islandés. Acababa de tener la visita del inspector jefe de la Policía Nacional de Islandia. Quería que el Departamento de Policía de Nueva York le dejara a algún oficial para que le asesorara. No necesita necesariamente a un alto rango, solo a alguien con experiencia en los muchos y variados delitos que nuestro hermoso país nos ofrece. Al parecer, no hay muchos homicidios en Islandia o, al menos, no los había hasta hace poco. Obviamente, si por casualidad ese oficial hablara islandés, sería mucho mejor.

—No recuerdo que nadie me haya hablado de esto —dijo Magnus.

Williams sonrió.

—Claro.

—¿Por qué?

—Por la misma razón por la que te lo digo ahora. Eres uno de mis mejores oficiales y no quiero perderte. Pero ahora prefiero que sigas vivo en un iglú antes que verte muerto en una acera de Boston.

Hacía tiempo que Magnus había dejado de decirle a la gente que en Islandia no había iglús. Y que no había esquimales y rara vez algún oso polar. No había estado en Islandia desde poco después de la muerte de su padre. Tenía dudas en cuanto a su vuelta, serias dudas, pero por ahora parecía la opción menos mala.

—He llamado al inspector jefe islandés hace una hora. Sigue buscando un asesor. Parecía muy emocionado con la idea de contar con un oficial que hable su idioma. Y bien, ¿qué opinas?

Lo cierto es que no había otra opción.

—Lo haré —respondió Magnus—. Con una condición.

Williams torció el gesto.

—¿Cuál?

—Me llevo a mi novia conmigo.

Magnus había visto a Colby enfadada en otras ocasiones, pero no tanto.

—¿Qué crees que estás haciendo? ¿Traes a tus matones para que me secuestren? ¿Estás de broma? ¿Se trata de una especie de gesto romántico por el que crees que voy a volver contigo? Porque si es así, te digo que ahora mismo no te está funcionando. ¡Así que dile a estos tíos que me lleven de vuelta a la oficina!

Estaban sentados en el asiento trasero de una furgoneta del FBI en el aparcamiento de un restaurante Friendly’s[2]. Dos agentes se habían desplazado a las oficinas de la empresa de material médico en la que Colby ocupaba el puesto de asesora interna para llevársela. Ahora se encontraban a quince metros del coche con los otros dos agentes que habían llevado a Magnus.

—Han intentado matarme de nuevo —le explicó Magnus—. Esta vez casi lo consiguen.

Aún no podía creer lo estúpido que había sido, cómo había permitido que lo sacaran de la calle principal para meterlo en un callejón. Desde el tiroteo, lo habían interrogado en profundidad dos oficiales del Equipo de Investigación de Disparos de Armas de Fuego. Les habían dicho que solo dispondrían de una oportunidad para hablar con él, así que habían sido muy exhaustivos, centrándote especialmente en su decisión de apretar el galillo cuando en La Línea de luego se encontraba una civil inocente.

Magnus no se arrepentía de aquella decisión. Había comparado la cercanía de su muerte segura con la pequeña posibilidad de que la mujer saliera herida. Pero tenía una respuesta mejor para los investigadores. Si aquellos matones le hubieran disparado, probablemente habrían ido a continuación contra la mujer porque era testigo. A los agentes del equipo de investigación les gustó aquello. Tuvieron cuidado de no preguntarle si había pensado aquello antes o después de apretar el gatillo. Iban a ceñirse a las normas, pero estaban de su parte.

Aquella era la segunda vez que había matado a alguien de un disparo estando de servicio. Después de la primera, cuando era un agente novato de uniforme que apenas llevaba dos meses en el puesto, había pasado varias semanas de noches sin dormir sintiéndose culpable.

Esta vez simplemente se sentía contento de estar vivo.

—Qué pena que no lo consiguieran —murmuró Colby. Dos diminutos puntos rojos de rabia aparecieron en sus mejillas. Los extremos de sus ojos marrones brillaban enfurecidos. Apretaba la boca. Después, se mordió el labio y se colocó los mechones de su cabello moreno y rizado detrás de las orejas, en un gesto familiar—. Lo siento. No quería decir eso. Pero no tiene nada que ver conmigo, eso es todo.

—Ahora sí que tiene que ver contigo, Colby.

—¿A qué te refieres?

—Mi jefe quiere que me vaya. Que salga de Boston. No cree que los dominicanos vayan a parar hasta que me maten.

—Parece una buena idea.

Magnus respiró hondo.

—Quiero que vengas conmigo.

La expresión en el rostro de Colby era una mezcla de sorpresa y desprecio.

—¿Lo dices en serio?

—Es por tu seguridad. Si yo me voy, puede que vayan a por ti.

—¿Y qué pasa con mi trabajo? ¿Qué pasa con mi trabajo, joder?

—Tendrás que dejarlo. Solo será por unos meses. Hasta que llegue el juicio.

—¿Ves como antes tenía razón? ¿No es esto más que una extraña forma de hacer que vuelva contigo?

—No —contestó Magnus—. Es porque me preocupa que te quedes.

Colby volvió a morderse el labio. Una Lágrima cayó por su mejilla. Magnus alargó la mano para acariciarle el brazo.

—¿Adónde vamos a ir?

—Lo siento. No puedo decírtelo hasta estar seguro de que dices que sí.

—¿Me va a gustar? —preguntó mirándolo.

Él negó con la cabeza.

—Probablemente no. —Habían hablado de Islandia en muchas ocasiones a lo largo de su relación y Colby había mostrado constantemente su recelo con respecto a aquel país, a sus volcanes y a su mal tiempo.

—Es Islandia, ¿verdad?

Magnus se limitó a encogerse de hombros.

—Espera un momento. Deja que lo piense. —Colby giró la cabeza y miró hacia el aparcamiento. Los cuatro componentes de una familia se acercaban a su coche con tarrinas de helado en las manos y sonrisas de ilusión en el rostro.

Magnus esperó.

Colby se giró y lo miró directamente a los ojos.

—¿Quieres casarte?

Magnus le devolvió la mirada. No podía creer que hablara en serio. Pero así era.

—¿Y bien?

—No lo sé —vaciló Magnus—. Podemos hablar de ello.

—¡No! No quiero hablar de ello. Llevamos meses hablándolo. Quiero que lo decidamos ahora mismo. Tú quieres que yo decida dejarlo todo para irme contigo. Bien. Lo haré. Si nos casamos.

—Pero esta es la peor forma de tomar una decisión así.

—¿Qué quieres decir? ¿Me quieres?

—Claro que te quiero —contestó Magnus.

—Entonces, casémonos. Podemos irnos a Islandia y vivir felices para siempre jamás.

—No estás pensando con claridad —protestó Magnus—. Estás enfadada.

—Por supuesto que estoy enfadada. Me has pedido que me comprometa a irme contigo y lo haré si tú te comprometes conmigo. Vamos, Magnus, es hora de decidirse.

Magnus respiró hondo. Vio cómo la familia subía al coche mientras sus ejes se hundían. Pasaron junto al otro vehículo del FBI, el que había traído a Colby.

—Quiero que vengas conmigo por tu propia seguridad —dijo.

—Entonces, ¿eso es un no? —Lo miró fijamente. Colby era una mujer decidida y esa era una de las cosas que a Magnus le encantaban de ella, pero nunca había visto en ella tanta decisión—. ¿No?

Magnus asintió.

—No.

Colby frunció los labios y puso la mano en la manilla de la puerta.

—Muy bien. Hemos terminado. Vuelvo al trabajo.

Magnus la agarró del brazo.

—¡Colby, por favor!

—¡Aparta esas manos! —le gritó Colby, abriendo la puerta con fuerza. Se acercó rápidamente a los cuatro agentes que estaban junto al Otro coche y les murmuró algo. En un minuto el coche se había ido.

Dos de los agentes volvieron a la furgoneta y subieron.

—Supongo que no se va con usted —dijo el conductor.

—Supongo que no —respondió Magnus.