CACHO 30
LA CROQUETA

La croqueta es el símbolo de los colones, de los que «se acoplan», como ahora se dice. Hay profesionales de la croqueta en igual número que funcionarios del Estado. La distinción y el buen gusto están reñidos con la croqueta del cóctel sociocultural. Croqueta de exposición de pintura, croqueta de homenaje, croqueta de premio o croqueta de conferencia. La croqueta es el consuelo, e incluso la necesidad, de muchas gentes que se dedican exclusivamente a su caza y captura. España es hoy un país de croquetas, y así nos va.

En Brasil, con su imaginación y esnobismo, a los profesionales del acople, a los que se cuelan en las fiestas particulares, los denominan «penetras». El «penetra» brasileño no tiene nada que ver con el colón español. Mientras el colón español sólo aspira a la croqueta o la gamba rebozada, el «penetra» carioca se mete en las casas más distinguidas y en las reuniones más exclusivas en pos del caviar o el champagne francés. Un buen «penetra» realza la fiesta con su frescura, mientras que el acoplado por la croqueta empobrece el ambiente definitivamente.

Colarse es aceptable, y hasta magnífico, si se hace con elegancia y riesgo. Cuando yo era joven —es decir, entre los dieciocho y los veinte años—, el embajador de Italia en España tenía una hija que estaba buenísima. La niña se llamaba Domitila Cavaletti de Oliverio Sabino, o algo así. Su padre, el embajador, era muy bajito y gruñón, lo primero porque así nació, y lo segundo porque sospechaba que todos los apuestos varones que se acercaban a su hija llevaban las mejores intenciones, que para el padre eran las peores. No le faltaba razón y astucia al breve diplomático. En mi caso, acertaba plenamente. Y un día dio una gran fiesta en la embajada.

Lo mejor de Madrid, incluido yo, estábamos invitados. La cita era a las ocho de la tarde, y para no llegar con la flojedad de la abstención alcohólica, un grupo de amigos decidimos encontrarnos una hora antes en un conocido bar de la calle de Serrano. En la barra de aquel bar, con elegante tristeza, se apoyaba un distinguido ciudadano de color negro con gran capacidad para metabolizar los martinis. La admiración del grupo hacia el solitario watusi fue en aumento, y le invitamos a compartir nuestra conversación. El watusi nos contó su vida. Era un compatriota, pues había nacido en la Guinea todavía española, había estudiado el bachillerato en Madrid y se disponía a iniciar su carrera de Derecho. La amistad con el guineano se hizo más intensa y decidimos colarle en la fiesta de la embajada italiana. «Va mucha gente y no se darán cuenta», le decíamos para animarle y animarnos mutuamente. Era el más educado y distinguido del grupo, y con él, calle de Juan Bravo arriba, nos dirigimos a la embajada.

Al llegar, todos mis acompañantes se apresuraron a saludar a Domitila, y yo me quedé con el compatriota de más color en un rincón del gran salón de la entrada. Y ahí estábamos, bebiendo a costa del Estado italiano, cuando el gruñón del embajador llegó hasta nosotros con evidentes muestras de malhumor y, señalándome con el dedo más fino de su mano derecha, me indicó la puerta de la embajada mientras me decía: «Usted, fuera de aquí por colar a personas que no están invitadas». Gran revuelo. Miradas de estupor. La aristocracia dividida. Unos, a favor del guineano, otros en racista contra. El grupo de amigos se solidarizó íntegro y digno con nuestra situación y abandonó el lugar junto a los dos expulsados. Nos instalamos en un bar sito frente a la embajada, y una hora después, la propia anfitriona, Domitila —¡Ay, Domitila!—, entró en el local. «He venido para demostraros que no soy tan racista como papá». ¡Bravo, heroica, Domitila! Y el embajador se quedó con los tibios, mientras la hija celebraba su fiesta con los expulsados de la misma. Bellísimo ejemplo que aún me emociona.

Aquel guineano era el anticroqueta. Sabía que su presencia no requerida se detectaba con más facilidad que otras. Se arriesgó a ello en aras de los martinis pagados por El Quirinal, y cuando fue descubierto, abandonó el recinto con la dignidad de un príncipe de la selva. No se abalanzó a las bandejas ni se metió croquetas en los bolsillos. Fue un «penetra» exótico y educado. Demostró que la categoría social no está enfrentada a la gorronería, el gorroneo o la gorronada.

Por eso, hoy que los ordinarios profesionales de la croqueta y la gamba con gabardina se han adueñado de los cóctels de Madrid, evoco la figura de aquel estupendo guineano, que hizo gala de las mejores maneras ante un embajador grosero. Acoplarse es recomendable siempre que no haya captación de croqueta. Su ejemplo, no se sigue.