CACHO 27
EL TURISMO ES HORTERA

Viajar no es tan agradable ni tan divertido como acostumbran algunos a decir. Llega uno al Taj Majal y comprueba in situ que el Taj Majal es una cursilería.

—Compruebe la calidad y blancura de los mármoles y la armonía del contorno —recomienda el guía.

—Yo lo que quiero es volver cuanto antes a mi casa —responde el decepcionado turista, que añora a su Albacete del alma.

El viaje de turismo suele constituir un martirio, siempre que aceptemos como válida la teoría de Reginald Baker III: «El turista, por inteligente que sea en su profesión, por el sólo hecho de ser turista, es un idiota». Un triunfador de la vida que llega a su casa con el plan de viaje a un país exótico es un triunfador a punto de cometer un grave error. Los turistas, como decía Jardiel, son una manada internacional. El turista, desde que embarca en el avión hasta que recoge las maletas (si no se han perdido), en el aeropuerto de origen, es un individuo maleducado, exigente y tonto que protesta por todo menos por lo que tiene derecho a protestar.

—Y aquí la plaza de San Pedro.

—Pues devuélvame el dinero porque no me parece para tanto.

Pero nadie se atreve a decir que la plaza de San Pedro no es para tirar cohetes, porque el turista siempre está acobardado.

La ignorancia del idioma del país que se visita mengua en demasía la dignidad del turista. El inolvidable Manolo Summers, que no era nada azarado, pisó involuntariamente a un ciudadano negro de más de dos metros en el ídem de Nueva York, y en lugar de expresarle un «I am sorry», le soltó un «I love you» que dejó al negro bastante desconcertado. El turista siempre se encuentra en desventaja con el entorno, y termina cada jornada de placer absolutamente agotado por la presión, las visitas a monumentos, las excursiones incluidas en el pago del lote, las compras innecesarias y la falta de consuelo lingüístico. Si será tonto, que todavía hay gente que sube a lo alto de la Torre Eiffel o del Empire State y lo cuenta.

El «mundo» no se adquiere viajando. Se nace con «mundo», pero no se hace. La cultura del turista es de almanaque, de autobús compartido, de avión chárter con retraso, de gula comisionista. Lo describía a la perfección el gran Georges Mikes: «A la izquierda del crucero derecho verán una escalera en espiral que ofrece particular interés. Es la tercera de entre las mayores escaleras de Italia. Si la suben, podrán contar 267 peldaños de mármol de Carrara, e incluso podrán no contarlos tomando el ascensor, gracias al cual contarán con cuatro mil liras menos».

El viaje sólo es admisible si se hace por necesidad mayor. Recoger unos zapatos previamente encargados en Hogdson & Hogdson (Londres SW 1) es una necesidad mayor. En tal caso, proceder al traslado es más que recomendable. Pero si el viaje a Londres se efectúa para asistir al ridículo espectáculo del cambio de la guardia de Buckingham Palace, el esfuerzo carece de estética. Se puede ir a Viena a un concierto de la Filarmónica, pero no a visitar los palacios de Shónbrunn o Belvedere. Esos palacios se admiran divinamente en los libros editados a tal efecto. Se puede ir a Roma a visitar a un seminarista con inesperadas dudas vocacionales, pero no para ver a Su Santidad o tirar moneditas en la Fontana de Trevi, que es la mayor horterada de turista después del ascenso a la Torre Eiffel o el paseo en góndola bajo el puente de los Suspiros de Venecia. Se puede ir a Barcelona a encargarse una chaqueta en Bel, pero no a contemplar, horrorizado, cualquier bobada de Gaudí. Se puede ir a una isla del Caribe huyendo de la Justicia, pero no a un hotel en playa blanca (que no es tan blanca) para bañarse en un mar azul (que no es tan azul) y arriesgarse a un ataque de tiburón (que sí es tiburón), sin contar con las picaduras de los mosquitos que, caray, sí son mosquitos. Se puede ir a Sevilla a comer con Antonio Burgos unos percebes de La Coruña, pero no a ver la Giralda. Sólo los viajes por fuerza mayor, por necesidad perentoria, son admisibles y tolerables.

Siempre, claro, según el tratadista.

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