Con los huevos hay que tener mucho cuidado. Mi bisabuela paterna, María Cubas, marquesa viuda de Aldama, siempre tenía en su casa de La Moraleja a un obispo alojado. Como Arzallus no había nacido todavía, o era muy niño, los obispos vivían más tranquilos y felices. Cuando el obispo abandonaba la casa para dejarle el sitio a otro colega, mi bisabuela le despedía con una comida especial con tres platos y postre. Y el primer plato, por costumbre, constaba siempre de unos huevos rellenos de «foie» que recibían el nombre de «huevos del obispo».
—Estaban buenísimos los huevos del obispo —comentaban los invitados y los gorrones, que eran bastantes.
—Sí, pero estaban más en su punto los del obispo de Astorga.
—Efectivamente, los del obispo de Astorga del mes pasado no se pueden mejorar.
—¿Qué obispo llega mañana?
—El de Zamora.
—Pues a ver cómo salen sus huevos.
Con los huevos siempre hay confusiones lamentables. El ejemplo mejor es el diálogo en la tienda de ultramarinos. Cosas que pasan en los lugares más honestos y bienintencionados. Una madre, hacendosa ella, volcada en las labores de su hogar, le pide a su hijo que le haga un recado:
—Manolito, baja a la tienda y dile al señor Arturo que te dé cuarenta duros de huevos.
Y el niño que baja a la tienda del señor Arturo, y sufre un laberinto semántico:
—Señor Arturo, de parte de mi madre, que si tiene usted huevos, me dé cuarenta duros.
Y el señor Arturo, amable hasta decir basta y siempre complaciente, le da doscientas pesetas a Manolito mientras le dice:
—Toma, guapo, pero dile a tu madre que ésa no es manera de pedir las cosas.
Cuando en Madrid circulaban los tranvías, sucedían extraños acontecimientos sociales. Los tranvías eran muy estrechos y en las horas punta las apreturas agobiaban en extremo. A un tranvía abarrotado subió una monjita con una bolsa.
—¡Cuidado con los huevos! —advertía y repetía una y otra vez.
Al fin un parroquiano la increpó con dulzura:
—Pero, hermana, ¿cómo se le ocurre entrar en un tranvía tan lleno con una bolsa de huevos?
A lo que la monjita respondió con ingenua simpatía:
—No son huevos, son alfileres.
En España, las confusiones que originan los huevos y su doble sentido están a la orden del día, de la vida e incluso de la muerte. Un conocido empresario, gran amante de ingerir huevos a pesar de la pachuchez de su hígado, falleció a consecuencia de un cólico hepático agudo. Su viuda le lloró sin consuelo durante una semana, al menos, aunque luego se repuso del golpe. Una amiga le preguntó por las causas del óbito de su tigre y mantuvo el tipo cuando la desconsolada viuda se las especificó:
—Se me quedó pajarito por los huevos.
Almorzaba un aristócrata un tanto despistado con un banquero para que éste le negara un crédito. Nada más digno que invitar a comer a un banquero para pedirle un crédito con la certeza absoluta de que el banquero se va a negar en redondo a la operación crediticia. El aristócrata se afanaba en enumerar sus propiedades mientras comía un plato de huevos escalfados. El malvado banquero, atento a cualquier regate inesperado, observaba al arruinado patricio detenidamente. Y reparó en una mosca que se posó en uno de los escalfados del aristócrata.
—Tiene usted una mosca en los huevos —le anunció.
Y el noble, instintivamente, con suma elegancia, se sacudió la bragueta.
Con el hueverío no hay arreglo posible. Lo mismo ocurre con el bolerío y el pelotamen. Lo esférico es siempre peligroso. En el Real Club de Tenis de San Sebastián se celebraba la Copa Mata, para parejas mixtas. Quien esto escribe había alcanzado las semifinales. Si la sinceridad es aún una de mis virtudes, he de reconocer que había llegado a la semifinal con méritos escasos. Se apuntaron sólo ocho parejas, y la que tenía que oponerse deportivamente a la formada por el firmante y su agraciada compañera, no se presentó. La encargada de distribuir las pistas se llamaba Juanita, y era una navarra magnífica y vociferante. Momentos antes de iniciarse la comprometida semifinal, Juanita, dirigiéndose al más apuesto de los semifinalistas, le gritó:
—¡Ussía! ¿Tiene usted pelotas?
El más apuesto de los semifinalistas, un tanto turbado por la pregunta, acertó a responder:
—De tenis, no. —Y perdió la semifinal.
Un comentarista deportivo muy fino narraba un partido de fútbol. Golpe franco contra el equipo local. Se forma la barrera. El delantero contrario dispara y uno de los defensores cae al suelo dolorido. El fino comentarista explicó así la situación:
—La pelota lanzada por Arriluce ha impactado con fuerza en las ídem de Zugazagoitia. —No se puede ser más claro.
Hasta en el ingenio epigramático se juega con la confusión.
Suevos, vándalos y alanos
en tropel nos invadieron,
pero la Historia nos dice
que nos tocaron los suevos.
Bueno, pues eso. Que hay que tener mucho cuidado al hablar.