El otoño es la mejor época para las barbacoas en las «urbas». El calor aprieta menos, los modelos de chandales se han renovado y el veranillo de San Miguel colabora con su buena temperatura. El verano y la barbacoa no se llevan bien, porque calor sobre calor determina un ambiente tórrido muy perjudicial para la salud de todos, y muy especialmente la de los «chavales», los «pitufos», los «cominos», los «críos» y los «potolos». Y si las barbacoas, en lugar de llevarse a cabo en los chalés adosados o sin adosar de las «urbas», se organizan en el monte, el incendio está asegurado. Por eso y más, el experto ha decidido que el otoño es la estación pintiparada para las barbacoas, como el invierno para el esquí y el «aprés esquí», la primavera para el «jogging» y el verano para el «rafting» y el «canoeing». Admito discrepancias siempre que éstas se produzcan acompañadas de argumentos sólidos.
Pero este otoño, el de 1995, presenta una singularidad. La conferencia de Pekín ha puesto en pie de guerra a las mujeres, y las féminas, ni cortas ni perezosas, han decidido que sean los hombres los encargados de comprar en el «súper» o en el «híper» los básicos productos barbacoínos. La masiva e inesperada presencia de maridos con chandal en las colas de la carnicería ha creado un nuevo fenómeno social que se conoce como el «carnicero motorolo», aunque también puede definirse, sin huir de la corrección, como «carnicero inalámbrico» o «carnicero con portátil». Y todo debido a la secular ignorancia del varón español en lo concerniente a la calidad y variedades que ofrece la carne a barbacoar.
Así, el comprador de carne para barbacoar se presenta en la carnicería del «híper» con su chandal y su teléfono portátil, y después de guardar cola, llega hasta el carnicero motorolo y se entabla el siguiente diálogo:
—Buenos días. Quisiera dos kilos de chuletitas, tres de lomo, y cinco latas de salchichas alemanas.
—¿Meetwurst, Braswurtz, Frankfurt o Grossenberg? —pregunta el carnicero motorolo.
—Pues la verdad es que no lo sé.
—Pues llame a su señora y pásemela.
Ahí, en ese momento exacto, en ese punto y hora de la tragedia, el marido llama a su mujer por el portátil. Tras un primer intento fallido —«el teléfono que usted ha marcado se encuentra fuera de cobertura»—, la comunicación híper-hogar se establece.
—Corina, estoy en la carnicería, y me pregunta el carnicero qué tipo de salchichas alemanas quieres, si las Meetwurst, las Braswurtz, las «Franfur» o las no sé qué.
—Quiero las gordas blancas.
—… que dice mi mujer que quiere las gordas blancas.
—Pregúntele a su señora si las desea naturales o picantes.
—Corina, me pregunta el carnicero si naturales o picantes.
—¡Pásame al carnicero, imbécil!
—Te lo paso, pero no tienes por qué insultarle.
—No le insulto a él, te insulto a ti, que eres un imbécil y un inútil.
—Mi señora dice que quiere hablar con usted.
—Buenos días, señora. Sí, sí, claro… las «Franfur» se abren mucho; de acuerdo, le pongo tres de «Franfur» y tres de «Grossenberg», que vienen últimamente muy frescas. De nada, señora. Le paso a su marido.
A todo esto, el siguiente cliente, más avispado, está llamando ya a su mujer.
Oye, Mati: de las salchichas, las mejores y las más frescas son las Grossenberg, porque las de «Franfur» se abren mucho.
—Pues yo quiero las de «Franfur», aunque se abran. Pásame con el carnicero.
—Es que está hablando todavía con la mujer de Moranchel, el de los adosados «Jardín Imperial».
—¿Y qué se ha llevado Moranchel?
—La mitad de Grossenberg y la mitad de «Franfur».
—Pues ni mitad ni cuernos. En casa los chavales se pirran por las «Franfur».
—Ya está el carnicero libre.
—Pues ponme con él, tonto, que eres completamente tonto. —Y el carnicero se pone.
El heroico varón hispano jamás ha distinguido entre chuleta, solomillo, falda, babilla, morcillo, lomo, paletilla y lo demás. El varón hispano siempre ha sido objeto del timo y de la burla por parte de los carniceros. Ahora, entre las barbacoas y los portátiles, el problema ha adquirido dimensiones desproporcionadas. La humillación constante ante el carnicero motorolo ha empezado a hacer estragos, y en las «urbas» los matrimonios se resienten en sus armonías. Pekín está haciendo mucho daño, y los portátiles, más aún. Antes todo quedaba en casa, pero ahora las broncas son públicas. Se lo comentaba una cajera a otra:
—A ese pobre hombre, que quería un entrecot, le ha obligado su mujer a comprar un solomillo. Me lo ha contado el carnicero.
Y el pobre hombre, que lleva expresión de derrota amarga, sale como un sonámbulo del híper camino del aparcamiento con un carrito al que le falta una rueda.
O reacciona el mundo horteril, o esto se viene abajo definitivamente.