CACHO 6
DIGNIDAD ANTE LOS CUERNOS

Las buenas maneras salen a relucir en los momentos o situaciones difíciles. Es muy fácil ser educado en los instantes cómodos. El español, tan orgulloso él como buen latino con pizquita de moro —también los hay moros con pizquita de latino—, nunca ha llevado con cordial desenfado los cuernos conyugales. Se siguen dando casos de crímenes horrendos perpetrados por maridos engañados y de los que son víctimas la esposa infiel y el volcánico amante. Cataluña es quizá la región más civilizada al respecto, por ser la única zona donde el hombre y la mujer entienden a la perfección que eso de los cuernos no es tan grave ni tan deshonroso. Hay un cuento muy divertido que resume ese estado de civilización. Yace la señora de Perrichot Gutulet con su amante cuando suena el teléfono. La señora de Perrichot Gutulet descuelga y conversa amablemente con su esposo, que le dice que no se preocupe, que va a llegar tarde porque está jugando a las cartas con su amigo Ignaci Pirolas de Mascaró. Después de enviarle un par de besos y colgar, el amante de la señora de Perrichot Gutulet le pregunta por la llamada.

—Era mi marido, que va a llegar tarde porque está jugando contigo una partida de cartas.

A eso se le llama buena educación.

El conde de Cabralinda, conocido como Pipo Cabralinda, era un hombre de antiguos honores. Se suicidó diez minutos después de sorprender a su mujer en brazos de otro varón y en su propia cama. Vueltas que da la vida. Pipo Cabralinda partió muy de mañana hacia Burgos, donde tenía unas viñas que ansiaba abandonar a cambio de unos cuantos millones. Su coche, un Studebaker descapotable, le esperaba en el garaje. Tras la efusiva despedida, la grácil condesa se incorporó del lecho para bañarse. Cuando el agua llenaba la bañera le llamó por teléfono su amiga Chochi para preguntarle si quería colaborar con ella en la próxima edición del Baratillo, en el puesto «La Tómbola Guay». Ella, que era buenísima, accedió inmediatamente, a pesar de lo cansado que era El Baratillo, y muy especialmente «La Tómbola Guay». Pero mientras hablaban por teléfono, la bañera rebosó de agua y el cuarto de baño se inundó. Llegaron los bomberos y la cosa no pasó de ahí. Hubiera sido terrible una filtración porque justamente debajo del cuarto de baño, en el salón, había un retrato suyo de Betsy Westendorf, a la que conoció precisamente una tarde en El Baratillo. Se salvó el cuarto de baño y se salvó el arte. Pero no la tentación. El jefe de los bomberos había entrado de golpe en sus pensamientos y se entregó apasionadamente a su virilidad. Entretanto, el Studebaker de su marido no compartió la idea de su propietario de llegar hasta Burgos y se paró a la altura de Alcobendas. Vueltas que da la vida.

La grúa llegó en cinco minutos y Pipo Cabralinda alzó con brío su brazo derecho —gesto que le venía de familia— para parar un taxi. Cuando llegó a su casa, todavía estaba el coche de los bomberos.

—¿Qué ha pasado? —preguntó desde la alarma.

—Un cuarto de baño que se ha inundado, pero todo está en orden.

—¿Y a qué esperan ustedes?

—A que baje el jefe, que no sabemos dónde se ha metido.

—No se preocupen, que yo le diré que le están esperando ustedes, y muchísimas gracias por todo.

Figúrense lo que se encontró Pipo Cabralinda. A su esposa desnuda y al jefe de los bomberos con uniforme en pleno y salvaje fornicio. Nada dijo. Rehusó a emitir el más leve sonido, incluso gutural. Bajó por las escaleras y con gran estado de ánimo informó a los bomberos restantes que su jefe estaba ya avisado. Diez minutos después apareció muerto en un descampado con una nota escrita apresuradamente que decía: «Tus amigas del Baratillo hablan fatal de ti y dicen que eres una hortera». Terrible venganza la del finado conde, no lejana a las buenas maneras, pero algo enturbiada por el sentido de la honra mancillada, que ya no se lleva.

Admirable, en cambio, Chacho Piedragorda. Extraordinario cornudo. Siempre enemigo del escándalo y la trifulca. Su joven y maciza esposa había alumbrado a su primer hijo. Acudí a la clínica para celebrar con ellos el gozo de la descendencia.

¡Qué maravilla, Chacho! Me han dicho que habéis tenido un niño guapísimo.

Le abracé con intensidad no correspondida.

Estás equivocado en la triple maravilla, tío —me dijo mirándome sin pestañear—. Primero, porque el niño, que efectivamente es muy mono[2], lo ha tenido mi mujer. Segundo, porque conociendo a mi mujer es muy dudoso que el niño sea mío. Y tercero, porque lo único que he hecho en este parto y este hospital, es pagar la factura.

Mi admiración por Chacho no tiene límites.

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