Si nos atenemos al rigor conceptual, es nuestra obligación y deber admitir que un noble no puede ser jamás un snob, por la sencilla razón de que snob es la contracción de sine nobilitatem, es decir «sin nobleza». El noble, a lo sumo, si tiene cara de pez y pronuncia «peira» en lugar de pera, puede ser un «cnob», síntesis de cum nobilitatem, ingenioso hallazgo que el tratadista ofrece al idioma y a la sociedad desinteresadamente.
El snobismo —en español actualizado «esnobismo»— no es otra cosa que el quiero y no puedo en cuestiones de sangre, aunque otros tipos de esnobismo hayan proliferado recientemente, entre los que destaca el esnobismo del poder y del dinero, que es el más vulgar de todos ellos. Según el inolvidable duque de Bedford —y recuerdo su cita por tercera vez en estos tratados—, el esnobismo viene del marxismo, pero no de Marx, sino de «Marks & Spencer», que es una cadena inglesa de almacenes donde, por módico precio, cualquier ciudadano medio puede comprarse un jersey y un pantalón más o menos parecidos a los que Bedford se compraba en Saville Row o Jeremy Street. De ahí nace —siempre según el duque de Bedford— la ilusión de copiar a la aristocracia, que se agudiza con la afición por el golf, deporte que la plebe revolucionaria siempre identificó con la aristocracia a fusilar.
Pero el esnobismo puro y duro ha degenerado, como el poder de la nobleza. En la cercana antigüedad, los nobles despreciaban con elegante desdén a los burgueses adinerados. Se cruzaban por la calle con un banquero y le saludaban con exquisita cortesía, pero jamás le invitaban a comer. Ahora, al menos en España, sucede al revés. Que cualquier noble en trance de hipoteca se encuentra con un banquero y le entra la correntía, se caga por la pata de abajo, le invita a comer y el banquero no le acepta la invitación, y lo que es peor, no le salva al noble de la hipoteca.
La nobleza de hoy es la del dinero, y el contrasentido es total. Los «cnob» de antaño son los «snob» de hogaño. Y por lo general, el poder y el dinero, unidos en el resentimiento de varias generaciones, devuelven el desdén —aunque no elegante— a los duques, marqueses, condes, vizcondes y barones sin blanca, que son bastantes.
Acuda a un restaurante de lujo, coma opíparamente, riéguese de los mejores vinos, identifíquese como el conde de los Predios Jerónimos, pida la cuenta y solicite que se la envíen a su casa porque no lleva dinero ni tarjeta encima, y muy probablemente conocerá el juzgado de guardia. Haga lo mismo siendo el presidente de «IBIMOSA» (Instaladora de Bidés Móviles, Sociedad Anónima), y no sólo será atendido y complacido, sino que el maitre le acompañará con efusión y deferencia hasta la puerta del establecimiento al ritmo de la sonrisa y la ágil reverencia.
De lo que se deduce que este mundo de hoy carece de buen gusto. Y no lo digo porque yo sea el conde de los Predios Jerónimos, que es circunstancia que ha dejado de interesarme.