CACHO 2
LA INFLUENCIA DE LA VIEJA CURSILERÍA EN LOS CURSIS DE HOY

En 1868 don Santiago de Liniers y don Francisco Silvela, el magnifico y romántico político de la Restauración, escriben el primer tratado sobre la cursilería. No quiero decir con esto que fueran los inventores, porque los primeros cursis de la humanidad son Adán y Eva. El acercamiento entre hombre y mujer, que muchos entienden por amor, es cursi desde el origen. Nada más cursi que la triquiñuela de la manzana. La historia se salva porque la fruta fue una manzana, y no una cereza, y menos un kiwi. Si lo que Eva ofrece al cretino de Adán es un kiwi, es muy probable que Dios no les hubiera permitido tener a Caín y Abel. Lo único bueno que demostraron Adán y Eva es su rechazo por los álbumes de firmas. Adán y Eva, que más sí que no, eran los propietarios del Paraíso, no obligaban a las visitas a que les firmaran en su álbum. En este aspecto, Adán y Eva, los primeros cursis, merecen todos nuestros respetos.

No así con los recuerdos de pelo. En cierta ocasión que Adán hubo de ausentarse durante semanas para cazar algún mamut, le pidió a Eva un mechón de su pelo para llevarlo consigo. Ocurrió dos meses antes que el desdichado episodio de la manzana. Y Eva, que era rubia y estaba de espaldas —así la hemos visto siempre en los grabados religiosos—, se cortó como pudo un mechón de su cabello —«Une meche de cheveux» (Adamo)—, y se lo entregó a su amado. Lo de la manzana fue la confirmación, pero en ese punto y hora de la historia de la humanidad nació la cursilería.

El mérito de Liniers y Silvela radica en su sentido de la síntesis. Resumir la cursilería en un pequeño tratado es digno de los elogios más desmedidos. Y ambos coinciden en establecer, como una prueba irrefutable de cursilería plena, el tejemaneje de los recuerdos de pelo, que en el siglo XIX alcanzó su época dorada. Yo mismo, aquí donde me ven, guardo celosamente un recuerdo de pelo de mi primera novia donostiarra. La vida es así. Noche de agosto en San Sebastián, fiesta en «Villa Zurgena», sita en los altos de Igueldo, la bahía iluminada, el «Ne me quittes pas» de Jacques Brel, cuchicheíllos en la oreja amada y petición de mechón.

Cleopatra y Marco Antonio fueron dos cursis insuperables, y Wifredo el Velloso también. Wifredo el Velloso regalaba a sus preferidas objetos de nácar, según cuentan los historiadores. Lo que no se sabe es quién fue el primer cursi que se atrevió a regalar a su amor unos pétalos de flores para que los guardara en su libro predilecto. El tope de pétalos admisible que establecen Liniers y Silvela es el de dos pétalos por querida con tiestos y cuatro pétalos por novia o amante con jardín. Está claro que alguno de ellos tenía querida con tiesto o novia con jardín, porque no hay medida aceptable en ningún caso. La tesis de Liniers y Silvela es muy generosa, y justificaría en la actualidad la posesión de pétalos secos en un libro de Joyce en la proporción de cuatro por amante con chalé adosado y diez por novia o querida con parcela individual en urbanización de lujo. Nada de eso. Sólo un pétalo; la posesión de un solitario pétalo seco en libro de Joyce determina una cursilería que da asco.

Los recuerdos de pelo, los álbumes de firma y los pétalos secos no tienen perdón. Sólo su destrucción con propósito de no caer de nuevo en el pecado, admiten una justificación amable. En caso contrario, sus poseedores no podrán aspirar a cargo público alguno. Ese, y no otro, es el motivo de mi marginación al efecto. El mechón de pelo de mi primera novia donostiarra ha impedido mi carrera en la política.

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