CACHO 1
EL LENGUAJE DE LOS MONTEROS

El montero es una persona que se expresa educadamente en la ciudad y que en el campo no para de soltar tacos. Esta inteligente definición del montero se la debemos —como tantas otras cosas— a un joven y agudo escritor y sociólogo cuya identidad me reservo en aras de su seguridad personal. En efecto, el montero es un señor que si te lo encuentras en la calle vestido de gris te saluda con un afectuoso «¡Hola! ¿Qué tal?», y que en el campo, desayunando unas migas en los momentos previos a la montería, te recibe con un «¡Leche, joder, cómo me alegro de verte, cojones, pedazo de cabrón, que no se te ve nunca, coño, me cago en la mar, de verdad que me alegro de verte, gilipollas!»

En una montería, nadie se comporta con plena naturalidad, y menos ahora, que son tiempos propicios para los horteras émulos del duque de Almazán. El mismo atuendo del montero, absurdo por lo demás, es un meditado homenaje a las fiestas de carnaval. Un jabalí —dígase cochino, guarro, marrano, puerco, macareno, marranchón o lo que sea, excepto jabalí— puede presumir de lo que se le antoje, pero nunca de tener buena vista. Los botos, los zahones, el jersey verde, la camisa parda, el capote marrón y el sombrero de camuflaje están muy bien, pero al jabalí —repítase cochino, guarro, marrano, puerco, macareno, marranchón o lo que sea, excepto jabalí— en nada le afecta. Un cerdo de esos, acosado por los perros o sorprendido en su último paseo matinal, irrumpe de igual forma en el puesto ocupado por un montero disfrazado de tal que en otro posesionado por Rappel. En ambos casos puede fallecer, ya sea de un disparo o de un susto. De un disparo de Rappel o de un susto por el sombrero con plumas de arrendajo del montero, dicho sea de paso.

El montero, además de soltar tacos y palabrotas sin ton ni son, habla en otro idioma cuando a la sierra llega. Le sucede un bastante lo que a los marinos, que a las cuerdas las llaman cabos, a la derecha estribor, a la izquierda babor, y al balconcillo delantero, proa. El cazador poco ducho en las costumbres monteras no debe fiarse jamás del montero avezado cuando este último le indica la exacta ubicación de su puesto. «En el sopié de aquella serraneja, justo detrás de los lentisqueros, al lado de la matorralera de jarales, está tu puesto; ¿has entendido?» En ese horrible caso, hay que responder afirmativamente, aunque se ignore lo que es un sopié, una serraneja, un lentisquero y una matorralera de jarales. Lo correcto, en este —insisto— horrible caso, es manifestar al experto el agradecimiento debido con una ristra de venablos. «¡Ah, claro, leche, muchas gracias, cojones!» Y ponerse a rezar.

El buen montero no se afeita nunca antes de la montería. Tampoco debe demostrar repulsión por beber en un vaso sucio. El montero es muy macho y tiene siempre a su alcance varios vasos sucios para beber lo que le sienta fatal. Y al término de la jornada, su deber es protestar. El buen montero no puede manifestar su alegría y contento por principios. El mal humor está muy bien considerado en ese círculo cinegético.

La princesa Anna de Grussenberg acudió invitada a una montería de Sierra Morena. Iba vestida de color carmesí. No dijo ningún taco y bebió en un vaso limpio. Solicitó que un postor la acompañara hasta su puesto, y como hacía frío, encendió una hoguera. Mató siete reses, mientras que los monteros expertos que soltaban tacos y bebían en vasos sucios se quedaron en blanco. La afrenta era tremenda, y la princesa supo arreglarlo. Al despedirse del propietario de la finca, con voz angelical, le dijo lo que sigue: «Me he divierto mocho y he pasado una día que ha sido el hostio».

Entonces, fue considerada montera.

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