LECCIÓN 35
SER NORMAL NO ES NADA FÁCIL

Todo individuo, de la raza que sea, con la edad que tenga y al sexo que pertenezca, está inevitablemente inclinado hacia la horterez y la cursilería. Miente el que afirma que en las sociedades primitivas la cursilería no existe. Lo que no existe es la palabra y el concepto, que es muy diferente. Los bailes rituales son profundamente cursis, y si los indios yamomamis tuvieran la opción de elegir el escenario de sus fiestas, se desmoronaría la teoría de su inmunidad contra lo cursi. A un yamomami se le ofrecen los Salones Las Vegas, Bodas, Bautizos y Banquetes, y los Salones Las Vegas, Bodas, Bautizos y Banquetes se llenan de plumas, lanzas, pinturas y demás artilugios propios de la Amazonia. El áspero saludo entre dos jefes comanches es de una horterez supina y las muestras de alegría de una familia de esquimales cuando celebran en su iglú el nacimiento de un reno no se pueden tolerar. La artesanía popular es un compendio de cursilería limitado sólo por la difusión de cada cultura. Esos grandes platos de cerámica de Talavera con el escudo de las familias tiene sus versiones allá donde uno vaya. Y no hablemos del folclore, del ceremonial culinario y de las letras de las canciones. Todos los pueblos del mundo caen por inercia en el mismo error.

Dice Víctor Márquez Reviriego que un amigo suyo afirma que no se puede ser elegante si se baila una danza regional. Estoy completamente de acuerdo con él, si él, a su vez, acepta una excepción. El «gopak» ruso, el baile de los cosacos. El mundo y sus naciones están divididos en comarcas, regiones y pueblos. En todas partes cuecen habas y hay «lagarteranas» dispuestas a todo. Una sardana compartida por mil personas entusiastas es una ordinariez colectiva, como el «aurresku» del vasco, la «sevillana» a destiempo, la muñeira frenética después de la ingestión de pulpo, la «jota» patriótica o el zorondongo insular. En este sentido hay que reconocer el daño que hicieron los «Coros y Danzas» de la Sección Femenina. La fiesta popular no es «bien». La verdad es que toda fiesta, sea popular o no, es «mal». Excepto la de los cosacos, ya sean del Don o del Volga. El «gopak» ruso, además de bellísimo y trepidante, procura a sus practicantes un tono de agilidad que se distingue del resto de agilidades con un simple golpe de vista. Se aprecia, sobre todo, en los movimientos que se efectúan al salir del coche. Una persona que dance el «gopak» abandona el automóvil con una soltura que no es capaz de soñar la que desconozca este ritmo. Por eso sale la gente tan mal de los coches, que a veces hasta da vergüenza.

Así pues, y para ser una persona normal y decente, se precisan como mínimo los siguientes requisitos: no levantar el dedo meñique cuando se agarra la taza de café; no llevar zapatos de rejilla en los meses caniculares. Jamás reconocer, tanto en público como en privado, que se va o se viene del «váter», y menos de «hacer de vientre» o «hacer de cuerpo». En las cacerías, sean de perdices o monterías, hay que evitar la jerga cinegética y hablar como si se estuviera en la ciudad. Decir que «el macareno ha roto por el sopié» es una bobada. Y desde luego, jamás se puede ir vestido todo de verde para camuflarse entre las encinas. Los taxis y los catarros no se «pillan» se «cogen», y a la gente se le sorprende en un renuncio, pero no se la «pilla» jamás. Una persona que ante una bella mentira grita ofendida un «¡Te pillé!» está predestinada a gritar «¡Viva los novios!» en una boda, arrojar arroz al paso de la novia y aplaudir cuando los lechuguinos parten la tarta con un sable de fragua toledana. Estas mismas personas, en invierno, se abrigan con «gabanes» y se ponen las zapatillas a cuadros —las puloflas— cuando llegan a su casa después de trabajar. Estas mismas personas, llevadas de su elemental ordinariez, se enojan, en lugar de enfadarse, y se apenan, en vez de entristecerse. Estas mismas personas no regalan y sí obsequian, no se acuestan en la cama y sí en el lecho, orinan en perjuicio de hacer pis y se les ponen los vellos en punta ante cualquier impresión. Estas mismas personas van a las playas con bañadores y no trajes de baño, y refiriéndose a los niños lo hacen como chavales, cominos, críos, pitufos, chiquillos o renacuajos. Estas mismas personas, peligrosísimas para la convivencia social, tienen perros que muerden cuando no deben morder, gatos que huelen a gato y padecen de almorranas. No es delictivo padecer de almorranas, lo delictivo es reconocerlo. Estas mismas y tremendas personas tienen hijos «que no les comen» bien y «que les duermen» muy mal, se sofocan hasta el soponcio, mastican con la boca abierta, sorben ante una sopa, y parten los bollos con cuchillo y tenedor. Estas mismas y deplorables personas se quitan la americana en lugar de la chaqueta, celebran el día de la Madre, califican de «interesante» o «divertida» a una ensalada con kiwi y pimientos de piquillo y en las colas de las tiendas y mercados piden y dan «la vez». Estas mismas personas, en un lugar recoleto y bien terminado, no dudan en comentar que «parece una bombonera», que todo es alucinante —en colores o blanco y negro—, y en el coche —Mercedes blanco descapotable o Range Rover de urbanización—, han instalado un fax.

No es fácil ser normal. A todo esto hay que añadir el espíritu y la letra de los más de treinta capítulos de este segundo tomo del Tratado de las buenas maneras, y coincidirán conmigo que ir por la vida con la cabeza muy alta es prácticamente imposible. Es más, y para demostrar el grado de sinceridad del autor, me es gratificante reconocerles que en algunos aspectos —muy matizados, eso sí—, el propio autor ha derivado hacia la cursilería, como el día que se emocionó hondamente, hasta el punto de no controlar ni el mentón ni las lágrimas, durante la entonación de un «zorcico» evocador de la infancia donostiarra.

Es muy difícil sentirse lo suficientemente limpio como para tirar la primera piedra. Así lo explica la Biblia. Me niego a contravenir sus mensajes. Pero ello no impide que desde una postura imparcial y puramente botánica, el autor haya intentado advertir a sus semejantes que así no podemos seguir. Que o cambiamos o todo se va al garete. Aplicando los consejos que se contemplan en los dos tomos de esta magna obra, la humanidad —o sea España y los españoles— protagonizaría un cambio fundamental hacia lo positivo. Tenemos que dejar de ser tan cursis, tan horteras y tan ordinarios. Y no lo digo por mí, que estoy decidido a ello. O como se dice ahora, «superdecidido». Que Dios nos ilumine a todos y les conceda a ustedes fuerzas para mejorar.