LECCIÓN 28
LAS FIESTAS DE DISFRACES

A las fiestas de disfraces no se puede ir disfrazado con entusiasmo. Cuando en mi juventud era requerido a alguna de ellas, mi disfraz era el de «judoka del Pireo», que paso seguidamente a describir. Me vestía de persona normal, llevaba la chaqueta en un brazo, me cubría con un gorrillo de soldado griego y me ajustaba la parte superior con un quimono, o como se llame, de judoka. Llegaba a la fiesta y a los cinco minutos me quitaba el gorrillo griego, me desprendía del quimono, o como se llame, me ponía la chaqueta y quedaba vestido como siempre, ante la envidia cochina de todos los bobos que iban disfrazados de beduinos, jefe siux, Napoleón Bonaparte o Luis XIV.

Si ya el hecho de disfrazarse apunta la innecesariedad de la persona que lo ejecuta, hacerlo —en el caso de un varón— de mujer colma todas las decepciones. Un tío que se disfraza de mujer, además de alimentar la sospecha, tiene muy mal gusto. Es el espejo de la falta de originalidad y de la ordinariez. Dicen los expertos —ignoro sus nombres— que las personas se disfrazan de lo que hubieran querido ser. Les voy a relatar una anécdota rigurosamente cierta y verídica.

A mi amigo Albi González Spencer, duque de Júcar, le había regalado su padre un Seiscientos, con motivo de su decimoctavo cumpleaños. Corría el año 1966, invierno crudo, y ambos habíamos sido invitados a una fiesta de disfraces en una hermosa casa del Madrid de los Austrias. «Como tengo coche, te recojo a las ocho y media en el portal de tu casa», se ofreció con su proverbial cortesía. «De acuerdo», le respondí aterrorizado.

A las ocho y media en punto —la puntualidad debe ser considerada una norma inalterable—, yo le esperaba vestido de «judoka del Pireo» en el portal de mi casa. A las ocho y treinta y dos minutos, adiviné en el horizonte de la calle de Velázquez la alegre marcha de un Seiscientos de color verde que se acercaba con decisión a mi querido hogar. En efecto, era Albi González Spencer, duque de Júcar, que al volante de su Seiscientos y disfrazado de general de la Wehrmacht acudía a recogerme. La situación era más que embarazosa. Circular por Madrid en un Seiscientos que conduce con toda seriedad un general de la Wehrmacht no era un plato agradable. Pero la amistad es la amistad y los compromisos se cumplen, más aún, cuando el general había tenido la amabilidad de llegarse hasta mi casa para transportarme.

El general eligió el camino de la Gran Vía, y por ella zigzagueamos en pos de un tráfico aliviado. Pero a la altura del cine Avenida, el flamante seiscientos se resintió en su andadura y tanto el general como yo nos convencimos de que se había pinchado una rueda. Inmediatamente, y para evitar sonrojos, me quité el quimono, me puse la chaqueta, dejé en el asiento el gorro de soldado griego, y me bajé del coche por la puerta derecha para comprobar si nuestros temores tenían fundamento. Y lo tenían. La rueda posterior izquierda estaba en situación comatosa. Se lo comuniqué al general, y éste, diligente y activo, puso pie a tierra y se afanó en buscar el gato para proceder al cambio de rueda. En ese instante, la gente salía de los cines, y concretamente del Avenida, donde se proyectaba una película de la segunda guerra mundial poco proclive a disculpar los horrores del Tercer Reich. Pónganse en su situación. Se pasa uno dos horas conviviendo con los siniestros nazis, se sale del cine con la impresión arañando el ánimo, y se encuentra uno, inesperadamente, con un general alemán cambiando la rueda de un coche. Estalló la ira. Yo mismo contribuí al estallido. Habíamos quedado que a pesar de negar por tres veces a Cristo, san Pedro accedió sin dificultad al rango de la santidad. Que yo, hijo amantísimo de mi señora madre, había renegado de ella durante la entonación, por parte de mi hacedora, de una Salve colegial en presencia de mis compañeros. ¿Tenía obligación de defender al general alemán? Mi respuesta fue rápida. No. Y no sólo eso, sino que para demostrar mis simpatías por los Aliados, el primer grito de «¡Asesino!» nació en mi garganta. Se salvó de milagro. Peligros y consecuencias de disfrazarse en serio.

En el año 1944, el genial escritor Edgar Neville, conde de Berlanga del Duero, ofreció una fiesta de disfraces a sus innumerables amigos. Asistió el «todo Madrid», como se decía en aquella época. Entre los invitados, una guapísima y atractiva señora, Casilda Guzmán El Bueno, recientemente casada con mi tío Francisco de Llodio. El disfraz de ella era el de sirena, con cola y todo, brillante y ajustadísimo. Una sirena digna de los mejores océanos. Pero se sintió indispuesta repentinamente, y el hecho llegó a conocimiento del anfitrión.

«¿Qué ha pasado?», se interesó Edgar. «Que Casilda Guzmán El Bueno se ha desmayado», le informaron. Entonces Edgar, ante el desmayo de la sirena, ordenó con energía: «Pues que llamen inmediatamente a las Pescaderías Coruñesas».

Los disfraces no dan más que disgustos, son incomodísimos y nadie es tan tonto como para creerse que está ante Napoleón. Definitivamente, nunca hay que disfrazarse si no hay un motivo lo suficientemente fundamental para que se le encuentre una justificación.