LECCIÓN 23
EN LA PLAYA

En la playa se pueden hacer muy pocas cosas. Lo mejor de la playa es la sombra, pero esta afirmación tiene muchos detractores. Aceptando, muy a regañadientes, que tomar el sol se pueda considerar un hábito dentro de la normalidad, hay que ser inflexibles con los que aprovechan la playa para hacer deporte. Si yo fuera ministro del Interior ordenaría la inmediata detención de los pelmazos que se creen que una playa es un estadio olímpico. Los deportes playeros intolerables son, de más a menos, los siguientes:

1.° El tenis con palas.

2.° El tenis con raquetas de plástico.

3.° El footing o jogging por la orilla.

4.° El llamado planting, o deslizamiento sobre una plancha por encima de las olas.

5.° El windsurfing o navegación individual a vela sobre un artefacto que inevitablemente se escora y atiza con su palo la cabeza de los incautos bañistas.

6.° El fútbol playero, de ordinariez suma.

7.° El badminton, o en su defecto, el balón volea.

En lo que respecta a las diferentes modalidades de tenis, la más extendida es la de palas. Las palas de tenis son parecidas a las de frontón, si bien algo más anchas y de menor grosor. La idiotez del juego consiste en lanzar una pelota al contrario y que éste la devuelva sin que la pelotita de marras bote en el suelo. Así se pueden pasar horas y horas molestando a la concurrencia y propinando unos bolazos a las personas que toman el sol —por ese lado, lo merecen—, de padre y muy señor mío.

El llamado footing o jogging playero, que no es otra cosa que correr por la orilla del mar, es altamente molesto para el prójimo. Se practica mucho por el clero en vacaciones. El atleta no repara en que el chapoteo que origina su ímpetu salpica a los restantes paseantes, a los que rocían los muslos de agua y arena. El corredor de playa, preferentemente masculino, suele ser de piernas cortas y musculosas y pelo en pecho. También es frecuente la especie con pelos sobre los hombros, y menos habitual, aunque existente, la de corredor con perro detrás. Esta última reúne los mayores inconvenientes. Además de salpicar con su chapoteo al prójimo, va acompañado de un perro, normalmente mordedor, que ataca a los niños. Se han dado casos verdaderamente espeluznantes también con víctimas adultas.

En la playa de Oyambre, cercana a Comillas, allá en la zona más despoblada a la izquierda, según se mira al norte, tomaba el sol completamente desnudo un confiado ciudadano danés. Por la orilla corría fatigosamente un individuo con perro detrás. El perro, aburrido de tanto ejercicio y apercibido de la presencia yacente del coqueto ciudadano danés, acudió a olisquearle. El nórdico, dormido, no reparó en la contingencia, y el perro se afanó en demostrar una decidida curiosidad hacia la fuchinguilla del escandinavo. Por alguna razón aún no determinada, el nudista despertó sobresaltado y se encontró en posición de decúbito prono —o porno—, totalmente en bolas y con la chistorra en trance de ser devorada. Aterrorizado por el presente, y sobre todo, por su futuro, el danés ululó de angustia, se incorporó y se dirigió a gran velocidad, perseguido por el perro, hacia la orilla. Se ahogó pocos minutos después. El corredor y propietario del can, al serle notificada la terrible noticia, comentó fríamente mientras se secaba el sudor con una toalla malva y carmesí: «Si hubiera permanecido quieto y con un “bañador” (ver Tratado de las buenas maneras I), no habría sucedido nada».

Sólo hay un ejercicio playero peor aún que cualquier deporte. Se trata de construir castillos de arena. Un padre que se dedica a construir castillos en la arena para que sus hijos disfruten de la bobada, muy probablemente y durante el invierno, asistirá a las reuniones de antiguos alumnos de su colegio. En las playas, si no hay sombra, se puede estar al sol, y por consiguiente —aunque se escape a mi entendimiento—, bañarse. Pero nunca hacer deporte, y menos, construir castillos de arena. Además de inútil, es sumamente arriesgado. En las playas del Norte se producen todos los veranos situaciones irremediables, que rompen familias. Un constructor de castillos no ceja en su empeño hasta dar por terminada su obra, sin darse cuenta de que la marea sube. Muchos padres han desaparecido llevados por la corriente cuando intentaban serrar las últimas almenas del torreón principal. Por un lado, muy triste y lamentable. Por el otro, bastante consolador. En invierno, menos asistentes a las reuniones de antiguos alumnos. Y algo es algo.