LECCIÓN 18
LOS MOTOROLOS DEL AVE

El AVE Madrid-Sevilla y viceversa ha sido conquistado por la peligrosísima y hortera tribu de los indios motorolos, según el conocido científico y aventurero Antonio Burgos, habitual usuario de la cosa. El motorolo (homo sapiens inalambricus) ocupa normalmente el setenta por ciento del territorio del AVE en los espacios reservados a las clases «club» y «preferente». Gracias a ellos, el restante treinta por ciento de los viajeros se entera de cómo les van los negocios, qué citas tienen concertadas y cómo se suceden sus problemas sentimentales. Porque la característica más acusada del motorolo es que le importa un pimiento, aunque sea de Piquillo, que el conjunto de la humanidad se entere de sus gozos y desdichas. Es más, le gusta.

En mi última visita al AVE me embarqué en la estación de Atocha para que éste, a trescientos kilómetros de velocidad y entre motorolos al tutiplén, me transportara hasta Sevilla. En el vagón, diecisiete viajeros, nueve de ellos motorolos. A mi lado, una joven y hermosa mujer de la tribu con la tristeza reflejada en la expresión. A pocos kilómetros de Madrid, su teléfono inalámbrico avisó una llamada. Era su novio —o su «tronco» (repugnante término)—, sin lugar a dudas. Nada le importaba mi presencia, y la conversación adquiría tonos y tintes dramáticos. La despedida fue brusca. Mi vecina de asiento contemplaba el paisaje sin poner acento en la mirada. De improviso, sacó su portátil del bolso y pulsó las teclas con decisión. La conversación duró —Toledo en el horizonte de estribor, océano de campos—, hasta Ciudad Real. La situación había mejorado y no todo estaba perdido. Entonces se repitió la llamada. Era él. «Te repito que eso es mentira», gritaba ella a mi lado, con todo el pasaje del vagón volcado a su favor. De nuevo los nubarrones, la mirada rota, los labios firmes y apretados, y el mentón tembloroso. Estuve a punto de ofrecerle mi consuelo, pero no me atreví. Los indios motorolos tienen reacciones muy raritas.

De Puertollano a Córdoba, la grandeza del paisaje bronco de la serranía. En esta ocasión llamó ella. «De acuerdo, tú me perdonas y yo te perdono. Te quiero». Respiré hondo, satisfecho y feliz. Se habían perdonado mutuamente cuando el AVE transcurría entre barrancos bravos, cumbres de venados y caminos de Curro Jiménez. Entre sus muslos, como una tentación de voz amada, descansaba el teléfono portátil. Llamó ella, Córdoba a la vista, ya superadas las dehesas de encinas orgullosas. «Te quiero muchísimo, Arturo». Y Córdoba que entraba hacia nosotros. Pero el tal Arturo no estaba tolerante ni comprensivo, porque ella, después del esfuerzo y tras berrear un «¡No te aguanto más!», dio por finalizada la sesión cordobesa.

Ya las tierras abiertas de transición a la Baja Andalucía, con el sol clavado en los motorolos que viajaban a babor. Otra llamada. Era él. De nuevo la luz y la esperanza. «Sí, mi amor, de acuerdo totalmente, vale, venga, guay, pero me ha dolido un mogollón que hayas dudado de mí». Y es que, vale, venga, guay, no se puede dudar de una mujer que lo más que puede hacer es acostarse con su motorola.

De golpe, milagro blanco, las afueras de Sevilla. El amor había triunfado. Otro motorolo, ya incorporado y mientras recogía sus pertenencias, hablaba a voz en grito con su secretaria: «Pero ¿cómo es eso de que nos han devuelto la letra? Llame a Fresneda inmediatamente y que lo aclare, y cuando lo tenga usted aclarado, me llama al hotel y me lo dice. Y respecto a la factura que no hemos pagado del modisto de mi mujer, no se preocupe. Dele largas. Nos hacemos los longuis y a tomar por saco». Porque al motorolo no sólo no le importa que nos enteremos los demás de sus asuntos, sino que además suele ser un perfecto sinvergüenza modelo V Centenario del Descubrimiento.

El inalámbrico sólo es aceptable en el coche y sin que se note demasiado. En otras situaciones, no es admisible.