LECCIÓN 16
«MI SEÑORA HA ROTO AGUAS»

En los hospitales donde nacen los niños —y donde a veces los matan— surgen efímeras amistades desde la confraternización que se respira en toda sala de espera de un centro sanitario. El grado de confianza que se adquiere es absoluto y la familiaridad con la que se tratan personas que nunca se han visto, y probablemente —y a Dios gracias— jamás se van a volver a ver, es de una indecencia que asusta. El parto simultáneo une mucho. Los dos padres, las dos madres de ellas, las dos madres de ellos, los padres de todos y hasta los hermanitos mayores de las dos criaturas que luchan por nacer en esos momentos intiman hasta unos niveles altamente repugnantes. Cada vez que se abre la puerta de acceso a los quirófanos, todos acuden al unísono en pos de novedades. En ese punto y momento, una enfermera reclama la presencia de uno de los padres en trance y le comunica algo en voz queda. Este, inmediatamente se vuelve, busca con la mirada al colega de parto, y con la voz quebrada por la emoción le anuncia solemnemente: «Mi señora ha roto aguas». «¡Enhorabuena!», exclaman los miembros de la otra familia mientras la madre de la que ha roto aguas suelta unas lagrimitas de impaciencia. «Le deseo que su señora rompa aguas lo más pronto posible», le dice el marido de la rompedora al esposo de la seca mientras le pasa un brazo por encima del hombro.

Pero he aquí que la parturienta acuífera pierde su ventaja adquirida, y la seca en un santiamén rompe aguas y expulsa a la criatura en un tiempo récord de coordinación y eficacia. Otra enfermera sale y comunica el acontecimiento. «Ha sido un niño». «¡Un nene!», berrean los de la familia B, que no esperaban tan rápido desenlace. «La mía va a ser una nenita», comenta el de la familia A, experto en ecografías. «Ha sido una niña», anuncia otra enfermera. Y entonces, todos se ponen a llorar, se abrazan, se besan, se dan mutuamente la enhorabuena, se estrechan la mano y quedan para celebrar juntos la primera comunión —la «comunión»— de los mamoncetes siete años después.

Las personas normales no hablan con desconocidos y menos aún en salas de espera hospitalarias. Las personas normales no exteriorizan sus sentimientos, porque la educación no es otra cosa que el dominio de los impulsos en beneficio de la estética. Las personas normales no dicen «nene» o «nena», porque antes de pronunciar semejante ordinariez prefieren que el bebé no nazca. Y las personas normales no piensan en «la comunión» hasta el día de la primera comunión, por razones de práctica y equilibrio.

Lo malo es que esos niños recién nacidos, que no tienen culpa de nada, cuando crecen se convierten en espejos de sus padres y sus abuelos, y son tan ordinarios como los que le precedieron en su matojo genealógico. Y antes de tener un hijo esas cosas hay que pensarlas.