Lo más peligroso para la salud y la elegante flexibilidad de los movimientos es el deporte. Entiendo que así, de golpe, estas revelaciones pueden producir asombro. Es de esperar que produzcan asombro y no sofoco, pues en el segundo supuesto el lector debe abandonar inmediatamente la idea de continuar leyendo este libro. Sofocarse, «enojarse» y alicatar hasta el techo el cuarto de baño de los «chavales» con azulejos de Porcelanosa es lo mismo. No quiero decir con esto que «todos» los deportes son peligrosos y contraindicados con las buenas maneras. El croquet cuenta con todas mis simpatías. Se pasea, se agiliza el ritmo de las muñecas, se domina el tono del golpe en la bola, se agudiza la pericia, y se desarrollan dos músculos de la espalda, cuya denominación y función ignoro, como es de esperar. Nada peor que sentir el latigazo de un tirón muscular y que la persona de al lado comente: «A Rubén John se le ha desgarrado levemente el bíceps». Eso nunca. Ni se juega a nada con un individuo llamado Rubén John ni el bíceps se desgarra «levemente». La localización especializada del daño es muy propia de deportistas. Una persona con la pierna escayolada que dice «me he roto una pierna» es una persona bien. Si anuncia a la humanidad que «se ha fracturado el peroné» se trata de un deportista de muy difícil recuperación social. Porque «fracturarse el peroné» y acudir a «la consulta del estomatólogo» en lugar de «ir al dentista», es una misma cosa. Ya en la consulta del «estomatólogo», puede sentir «deseos de hacer de vientre», preguntar a la enfermera por la ubicación del «váter» o «servicio» y encontrarse «como en casa» porque éste presenta un alicatado hasta el techo con azulejos de Porcelanosa. «Precioso váter», le diría al dentista después de la operación. «Es que mi señora es muy detallista», respondería el sacamuelas.
El deporte es admisible y recomendable durante un limitado espacio de la juventud —excepto el croquet, que se puede practicar hasta los setenta y pico años—, y siempre que no se llegue a un exceso de competitividad. Se empieza ganando a un amigo y se termina con la madre en los graderíos de Melbourne, como los Sánchez Vicario y doña Marisa. Porque el deportista afanoso y competitivo que abandona sus entrenamientos —en Cataluña dicen «entrenos», nadie sabe por qué— cambia súbitamente de aspecto y envejece sobremanera. Con el croquet no existe ese problema. Se puede dejar de jugar al croquet durante veinte años, y retornar a la pradera con el mismo aspecto de cuando se abandonó. «Es sorprendente», comentarán muchos de ustedes en voz alta al leer esta divulgación. Y en efecto, lo es.
Andrés Casandrajosa, marqués de Bella Ruina, se vio obligado a abandonar la práctica del croquet cuando vendió su hermosa mansión solariega «Villa Decadencia», sita en los alrededores de Santoña. Veinte años después del triste acontecimiento, y con motivo de un festejo familiar, en casa de su primo Falele, Andrés Casandrajosa, también conocido como «Andy Bella Ruina», jugó una partida de croquet como si los años no hubieran pasado por él. «¡Bravo, Andy! ¡Fennnomennnal!», le comentó su prima Zuzú, sinceramente entusiasmada.
Deporte pues, lo justito y bien medido. El ejemplo de los Sánchez Vicario es lo suficientemente acertado como para no insistir más en el asunto.