Para triunfar hay que ser «progre». El término amputado «progre» equivale a «retro», porque así lo ha demostrado la Historia, la sociedad, la economía y la política. Ser un «progre» es lo más fácil del mundo y su modo de acceder a tan fundamental definición carece de importancia. Dentro de los «progres», destacan los que se amparan en su dictatorial síntesis llevados de su fracaso vital. El más ridículo es el «progre bien», que suele ser un personaje que no hace nada bien, que ha tenido todas las oportunidades para hacer algo bien, que se camulla la mar de bien en sus despreciables ancestros conservadores, que desprecia sus opiniones, que desprestigia sus esperanzas, que termina sentado en un retrete pagado por sus desprestigios, y que definitivamente, para demostrar que es un auténtico revolucionario, adquiere un disco de Sabina y defiende que Echanove es mucho mejor actor que Silvester Stallone, lo cual, aun pudiendo ser cierto, no se sostiene. El «progre» español es maduro, inseguro, tendente a la barba, derivado al pantalón vaquero de marca, reflexivo en el mensaje coñazo, y absolutamente incapaz de agenciarse un duro por sus propios méritos. La sociedad española, alta, media o baja, está saturada de «progres» que se unen definitivamente en el sabor de su fracaso.
—Como dice Whitman —proclama un «progre».
—El corzo no traslada la síntesis —añade otro.
—Pero Rilke se fue entre seis paréntesis —recalca el tercero.
—Y Keats se hizo nostalgia —dice el más divertido.
—Hay que defender la insumisión —certifica el más joven.
—Pero Rilke se fue entre seis paréntesis —insiste el tercero, al que todos estiman como el más «avanzado».
Y se lo creen.
Ser «progre» es tirado cuando se pertenece a una clase social y económica acostumbrada a la holgura. Ser «retro» es lo mismo, porque un «progre» no puede dejar de ser «retro» y viceversa. Pero culturalmente queda muy bien. Los condes marxistas tienen mucho éxito y los hijos de señores ricos recordando a Lenin desquician al propio Lenin. Estos personajes, cuando crecen y alcanzan el principio de la madurez a los sesenta años, derivan hacia la poesía existencialista. La verdad es que son bastante tontos, además de unos frescos.
—Papá, ¿me prestas diez mil pesetas?
—Sí, hijo, tómalas.
—Papá, ¿estás de acuerdo con el Servicio militar?
—Sí, hijo, sí.
—Yo no, papá; odio el uso de las armas.
—De acuerdo, hijo.
—Eres un fascista, papá.
—Lo que tú digas, hijo.
—Volveré a la hora, papá.
—Buenas noches, hijo.
—¡Viva la Revolución, papi!
—¡Viva, hijo!, y no te retrases.
Y no se retrasa.