LECCIÓN 2
ES «SUPERNORMAL»

Para la gente joven de ahora, todo es «súper». Una persona muy divertida es «superdivertida», un asunto interesante es «superinteresante», un tipo más o menos tonto es «supergilipollas» y una gran ciudad es «superbonita». «Me encanta Londres porque es “superbonita”», le comentó la hija de un narcotraficante muy respetable al hijo de un estafador inmobiliario muy celebrado en la «jet-set». «A mí, en cambio, me gusta más París, porque es “supermonumental”», respondió el nene. «¿Os lo habéis pasado bien?», pregunta cualquier padre a una cualquiera de sus larvas recién llegada de un viaje organizado por el colegio. «Sí, papá, nos lo hemos pasado “supermogollón”», y todo queda dicho para mayor gloria de la expresión y la literatura.

Pero hay un término, muy al uso, que es una pura y lacerante contradicción. Una persona «normal», como se entiende en la jerga de hoy, es una persona simpática, equilibrada, sensata y responsable. «¿Qué tal es Fulanito?». «“Supernormal”», responde de inmediato el cuestionado. Y yo me pregunto: ¿Cómo va a ser normal una persona «supernormal»? Si es normal, no puede ser «súper», y si en efecto es «súper», esa persona no es nada normal. Lo que excede de la normalidad es ya anormalidad. No es que sea una cuestión de principios, sino un argumento sencillamente lógico.

Paseaba una mañana de invierno por la calle de Velázquez. De un portal salía una joven madre acompañada de su hija. El frío era mayúsculo y la hija se lo anunció a su madre de esta guisa: «Mami, más que “superfresqui” hace “superbiruji”». Me quedé mirando a la guarra de la niña con expresión prehomicida, pero supe controlarme. Una niña que dice «superfresqui» y «superbiruji» con total impunidad es muy probable que años después, en la boda de su mejor amiga, le arroje a la salida de la iglesia o del juzgado puñaditos de arroz. Y la persona que arroja a su mejor amiga puñaditos de arroz es exactamente igual de impresentable que la que aplaude cuando los novios parten la tarta. Y una persona que aplaude cuando los novios parten la tarta es capaz de confesar sin rubor alguno que «suda mucho por las axilas». Y en este punto es cuando aparece el marqués de Moigny.

El marqués de Moigny fue el único aristócrata francés que recibió el perdón de la horda revolucionaria en el mismo patíbulo. Sucedió en París. La guillotina ya se había cepillado a su padre, el duque de Saint Truffé y a su hermano mayor, el conde de la Rue Gambetta-au Bord de la Mer. El vengativo e insaciable público que presenciaba con placer el descabezamiento de los nobles monárquicos advirtió en el marqués un detalle de marcado origen plebeyo. Su blanca camisa, debajo de los brazos, estaba literalmente empapada. «¡Es de los nuestros!», berreó una gorda que se hallaba en primera fila del espectáculo. «¡Le chorrea el sobaco!», gritó una segunda en demanda de perdón. El verdugo comprobó la veracidad de la cosa y enterado, Robespierre de los acontecimientos firmó su indulto. «Un tío que suda de esta manera no puede ser noble», comentó mientras rubricaba la amnistía.

Se salvó gracias a sus «supersobacos».