Reírse del prójimo no es un ejercicio saludable ni educado. Menospreciar a los demás mediante la risa es costumbre o debilidad que no cuenta con las iniciales simpatías de este tratado. Sólo está permitido reírse del prójimo en un caso concreto. Cuando el prójimo, llevado de su distracción o torpeza, resbala, tropieza y cae en la calle. En estos casos la risa no es controlable, y, si bien la hilaridad no avala el elogio de la ciudadanía, nada se puede hacer para reprimir la carcajada. Lo decía, con la inocente maldad de los niños, un colegial pecoso al volver al dulce hogar tras la dura jornada escolar. «Papá, hoy se ha caído en la puerta del colegio la madre de los Méndez Alcoceba y lo hemos pasado bastante cachondo». Y es que los niños son así.
La caída de una persona en la calle es siempre divertida. En algunos casos, incluso regocijante. El desmoronamiento de la vertical humana tras tropezón con baldosín saliente es uno de los espectáculos más completos y reconfortantes que pueden contemplarse. Más aún si el caído, o caída, portan paquete conteniendo productos frágiles recién adquiridos en comercio cercano al lugar del suceso. En situación como ésta, la risa del espectador se acrecienta ante el caos reinante.
Especial interés, por su espectacularidad, tienen las caídas de las monjas. Una monja tropezando —es decir, una monja tropezada— ocupa más espacio que el resto de los ejemplares sociales. Más espacio de aire y más superficie de suelo. «Monja caída, acera escondida», dice el refranero popular, que, como buen refranero popular, no se casa con nadie.
Si no hay dolo o fractura —eso ya no tiene ninguna gracia—, la mejor manera de sobrellevar una caída imprevista es la de reírse de uno/a mismo/a con fluidez pareja a la de los espectadores. Ello demuestra un sentido del humor y un dominio de las situaciones adversas sólo al alcance de los más grandes. La risa, además, sirve de camuflaje y disfraza al rubor.
Mi maestro Santiago Anión solía decir que «caerse en la calle es de pobres». Algo de razón tenía, si bien no toda. Yo he visto, con estos ojos que Dios me ha dado, muchas caídas de personas adineradas. Sin ir más lejos, y en las escaleras de uno de los cines Roxy, contemplé el descenso de culo de una marquesa sinceramente inolvidable.
Una persona educada no ríe del ridículo ajeno. Pero si lo hace ante una caída callejera, se hace la vista gorda, y se le perdona. Faltaría más.