Las personas que acostumbran dormir con un orinal a mano tienen el ineludible deber de hacerlo público. De esta manera la sociedad puede atenuar la pena y dar una última oportunidad al ordinario. Porque el orinal es el artefacto más repugnante que imaginarse pueda, y su uso roza la frontera del delito. «Es que yo orino mucho por la noche», diría el usuario en concepto de disculpa. «Pues más a nuestro favor», le respondería el tribunal popular. Queda usted condenado por usar orinal y por orinar mucho en lugar de hacer pis, que es lo que hace la gente decente. Orinar, lo que se dice orinar, le está sólo permitido a los enfermos que deben someterse a un «análisis de orina», siempre que inmediatamente después de haber entregado el frasquito dejen de orinar y vuelvan a hacer pis.
El duque de Rienchley falleció por no usar orinal. Tras una aparatosa y brutal caída de caballo fue sometido a una intervención quirúrgica a vida o muerte. Su fortaleza le permitió sobrevivir a la operación, si bien jamás recuperó el conocimiento. Ello prueba que hasta en la más aguda situación de coma profundo, el buen gusto manda sobre el individuo. El duque, durante la primera noche postoperatoria, recibió en el subconsciente la necesidad de hacer pis. La solícita enfermera, experta en situaciones parecidas, pretendió ayudarle acercándole una cuña. «¡No, no! —gritó el yacente desde su inconsciencia—; yo ir solito cuarto de baño».
Fueron momentos de gran intensidad. El noble enfermo se incorporó de la cama, se puso en pie, tropezó con la solícita enfermera, cayó de bruces y murió. Pocas muertes tan dignas como la de este hombre sencillo y ejemplar. Murió por no superar la frontera que él mismo se había establecido desde que tuvo cierto uso de razón. Nunca harás pis en un orinal, ni aun cuando te encuentres en las peores circunstancias.
Desgraciadamente, y según he podido saber de fuentes generalmente bien informadas, su proceso de beatificación se ha paralizado.