El gato no es «bien». Una casa «bien», por tanto, no debe tener gatos. Es más, cuanto más fina y sofisticada sea la raza del pequeño felino, mayor es la posible ordinariez de sus dueños. Esta teoría es difícil de mantener y harto complicada de explicar, dado que se sustenta única y exclusivamente en el breve afecto que su autor siente por los gatos. Los gatos siempre me han resultado antipáticos, y si bien gusto de los perros que no son agresivos, de los mininos desconfío. En este punto coincido hasta con los perros agresivos: que tienen manía a los gatos.
Una casa con gato huele a gato, y el olor a gato no es precisamente agradable. Un animal tan almohadillado y, por ende, tan silencioso es de difícil convivencia. La sinceridad en la fauna se determina por el ruido que sirve de atención y aviso. La jirafa es muda, pero galopa. Se puede decir que es casi imposible no percibir la presencia súbita de una jirafa. El gato, al contrario, callado y sinuoso, entra en contacto con los pies de uno en el momento más inesperado. Ello lleva al susto, el movimiento brusco y la caída de la taza de café. En tal caso, el gato, que se sabe responsable del hecho, curva su espinazo, enrojece sus ojos, afila las uñas y amenaza. Es un mal bicho el gato.
El gato, además, como ya apunté en una lección anterior, es un huésped que deriva irremediablemente a la confusión. Un marcial coronel, respetado y temido por todo su regimiento, perdió su autoridad al confesar en el bar de oficiales la razón de su tristeza. Su tristeza no era otra que la mala salud de su vieja gata, por la que sentía un hondo cariño. Si hubiera dicho: «Estoy preocupado porque mi gata está enferma», nadie en el regimiento le habría confundido. Pero aquel coronel, tan experto en diseminar compañías y batallones en pos del enemigo, al referirse a su gata se ponía cursi. Por eso cuando dijo: «Estoy preocupado porque mi minina está pachucha», perdió la autoridad. Y es que el gato también es traidor cuando está ausente.
Ya que no eliminar, vayan moderando poco a poco la presencia de los gatos en sus hogares. La mejor manera para llevar a buen fin este plan no es otra que la de no reemplazar los ejemplares extintos. Si el fallecimiento de cada gato viejo se subsana con la aparición de un gato joven —el coronel hubiera dicho un «gato bebé»—, la presente reflexión carece de sentido. Admitida la eficacia de mi escrito, vuelvo a mi subjetividad. Y declaro —no sé si solemnemente, pero declaro— que tener gatos en casa es una ordinariez. Se acabó.