LECCIÓN 26
CONFESARSE MAL

Los católicos practicantes pueden reconciliarse con Dios de dos maneras: bien y mal. Según la Iglesia, se confiesan bien los que reconocen todos sus pecados, y lo hacen mal quienes, a propósito, omiten alguno. Este simple y elemental principio de lo que significa la confesión no concuerda, en cambio, con el espíritu de este Tratado de las buenas maneras. En este tratado se contempla, sin ánimo de provocar cismas pos-conciliares, que una persona más o menos educada y elegante debe callar ante el confesor todo lo relativo al sexto mandamiento. Por dos motivos no carentes de fundamento. Porque a los sacerdotes les divierte demasiado la debilidad ante el sexo y porque estas debilidades, por escrupulosamente íntimas, no se pueden airear.

Pepito Lagoseco, empedernido solterón de la sociedad de Madrid, es un cincuentón ejemplar. Vive pendiente de su anciana madre, la duquesa de Mazorca Hermosa, y cumple con todos los mandamientos. En su parroquia se le conoce por el «pío y bondadoso don José», lo que da a entender la calidad del pájaro. Pues bien, Pepito Lagoseco, que es bien de orígenes, bien de familia, bien de modales, bien de gustos y bien de actitudes, confesándose es «mal». Y es «mal» precisamente porque se confiesa bien.

¿Cómo se ha podido saber que Pepito Lagoseco confiesa sus faltas y pecados enmarcados en el sexto mandamiento? ¿Por indiscreción de su confesor? ¿Por reconocimiento propio? Nada de eso. Se sabe por una curiosa coincidencia.

Durante el pasado mes de mayo, su amigo Jimmy Peragrande coincidió con él en la parroquia pocos minutos antes de celebrarse un funeral que se presentaba muy divertido y animado porque el muerto era bastante conocido. Jimmy tomó posición junto a un confesonario en el que, casualmente, Pepito Lagoseco se reconciliaba. Se escuchaban tan sólo murmullos y susurros de aroma de café con leche, que es a lo que huelen los curas mediadas las mañanas. De pronto, sin previo aviso, el sacerdote, algo sordo, se enfadó con el elegante penitente y, sin medir el volumen de la voz, gritó: «¡A su edad, don José, esas guarradas ya no se hacen!» Pepito, perplejo, avergonzado y muy colorado de tez, recibió la bendición y se marchó a rezar la penitencia.

Como Jimmy sabe que Pepito Lagoseco no sale con mujer alguna, y que se pasa las horas del día solo, más que solo y absolutamente solo, ya podemos figurarnos todos de qué pecado se confesó.

Y a esa edad, efectivamente, es una guarrada. Eso le pasa por confesarse.

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