El pésame se debe dar sin dar el pésame. Se saluda a los deudos sin decir palabra y todo queda entendido. El que da literalmente el pésame, «recibe mi más sentido pésame», además de no sentir nada es un oficioso. Estas personas que en los duelos, velatorios, entierros o funerales dan el pésame dando el pésame demuestran unos orígenes poco recomendables. Más que gente «bien» venida a menos son gente «mal» ida a peor. La manifestación de la pena sólo es aceptable mediante el silencio, o a lo más, con una frase tan sencilla como ésta: «Lo he sentido mucho».
El que da el pésame suele llevar calcetines cortos. Un hombre con calcetines cortos es un espectáculo bochornoso. Si además de cortos, los calcetines son claros, el bochorno se transforma en humillante suplicio. Los calcetines cortos, amén de horrorosos, no tienen justificación. La visión de ese trozo de pierna blanca, mitad lenguado, mitad crema desnatada, es repugnante. Pero no sólo llevan calcetines cortos y claros los profesionales de los pésames. Los profesionales de los pésames hacen una cosa todavía peor. Se «cepillan» los dientes.
La persona que en lugar de lavarse los dientes se los «cepilla» no puede pretender horizontes. Todo aquel que se «cepilla» los dientes es capaz de llamar a su cónyuge «cariño». Aquí se cierra el círculo vicioso de la horterez supina. Quien se «cepilla» los dientes se pone inmediatamente después unos calcetines cortos color gris perla o «beige» desvanecido, se despide de su mujer con un «hasta luego, cariño», y se marcha a dar su pésame de cada día.
Ante la presencia del drama, el profesional de la condolencia se muestra bullicioso. El inmóvil cuerpo del afectado apenas le turba. Su ansiedad se centra en los vivos que lloran desconsolados. A estos profesionales no les gustan los deudos con entereza. Les irrita y decepciona la pena callada, el dolor del silencio o la naturalidad ante lo inevitable. Disfrutan, en cambio, con el jipido ahogado, el pañuelo humedecido de lágrimas y el desmayo de la viuda. Siempre están prestos a coger a la viuda desmayable antes que se rompa la nuca con la base del cirio anterior derecho, que es el lugar predilecto de las viudas desmayables.
Es ahí, en ese preciso instante, cuando el profesional del pésame, tras acomodar a la viuda desmayada en una silla a prueba de patatuses, suelta su oración preferida, mirando, esta vez sí, al agudo perfil del muerto. «Ha sido un escopetazo».
Entonces vuelve a dar el pésame a todos, y se va.