Hasta la fecha, excepto en las tribus por misionar que viven en las riberas del Amazonas y algún que otro colectivo de la zona central africana, se tiene por buena costumbre dar de mamar en privado. La madre lactante, cuando la leche sube y el bebé la demanda, busca un lugar recoleto y tranquilo, libre de miradas curiosas, para ofrecer al pequeño mamón el milagroso producto de la maternidad. La lactancia no es espectáculo agradecido. Las domingas de las féminas, tan apetecibles en períodos de secano, multiplican su tamaño hasta propórciones escandalosas cuando ejercen el tierno y maravilloso quehacer de cocinas ambulantes. Con independencia de la virtud y belleza de la mamancia, contemplar los chupetones de los mamoncetes en las rebosantes tetas de las madres lactantes produce un cierto rubor. Lo malo es que ahora no es fácil escaparse.
Hace poco, en una terraza de la Castellana, me reencontré casualmente con una vieja amiga de mi juventud que acunaba a su hijo de tres meses. Me senté a su lado, le pregunté por su marido y esas cosas que siempre se preguntan y me interesé vivamente por la pequeña circunstancia que dormía plácidamente en su maternal regazo. En un momento dado, cuando iba a incorporarme, la pequeña circunstancia que dormía plácidamente se despertó y comenzó a berrear. La situación, si bien no agradable, tampoco era comprometida. El niño lloraba y yo le hacía carantoñas en su finísima piel de melocotón temprano. Mi vieja amiga, quizá emocionada por la ternura que yo demostraba a su menuda larva, sonreía como sólo sonríe una joven madre orgullosa. Fue entonces cuando inesperadamente, con un golpe muelle y repentino, se sacó una teta.
¿A quién miro —me preguntaba yo—, a la madre, al hijo, a la teta o a la circulación? Los viandantes que pasaban por nuestra mesa bajaban la cabeza pudorosamente para evitarse el espectáculo. El bebé, ajeno a todo, y a todos, producía un ruido de succión que mi timidez convertía en estrépito. Entretanto, mi vieja amiga me recordaba tiempos pasados, amigos comunes y sucesos compartidos. El bebé, más tranquilo, dejó de chupar. Se calló un segundo y comenzó a berrear nuevamente. Fue entonces cuando, inesperadamente, con dos golpes muelles y repentinos, se metió una teta y se sacó la otra. En ese punto y hora, me excusé, me levanté, tropecé, caí sobre el niño y la teta, balbuceé unas palabras y me fui.
¿Por qué esa manía de dar de mamar en público? Las defensoras de ello aseguran que es un acto natural del que no hay que ocultarse. ¿No son precisamente los actos naturales los que más exigen el sosiego del escondite? Dar de mamar en público subraya un determinante mal gusto. Y el mal gusto está siempre reñido con las deseables buenas maneras.