«Los chavales se pasan el día pegados al televisor» no es oración aceptable. En primer lugar, porque los «chavales» lo que realmente son es niños, y en segundo, porque el televisor es la televisión. Nadie, medianamente normal, dice «voy a escuchar el transistor», sino más bien, «voy a escuchar la radio». Por eso, quien reconoce «tener a los chavales todo el día pegados al televisor», merece como mínimo, ya que la pena de muerte es anticonstitucional, que le corten la luz.
Referirse a los niños como «los chavales» no tiene posibilidad de amnistía. Es frase muy de Aravaca y Pozuelo de Alarcón —los chavales están encantados con el doberman—, y también puede escucharse en determinadas zonas de Somosaguas, El Soto de la Moraleja, Ciudalcampo y Parque-lagos, si bien en esta última urbanización a los niños más pequeños se les apoda cariñosamente «cominos» o «renacuajos», lo que tampoco tiene pase. «Tienes unos cominos preciosos», fue la última frase de una vecina de Parquelagos inmediatamente antes de quitarse la existencia sumergiéndose en un ídem, para no soportar de por vida la ordinariez de su dicho.
Llamar a los niños «chavales» carece de justificación alguna. Los niños son siempre niños, y quien pretenda demostrar lo contrario deambula ayuno de realidades. El célebre ginecólogo alavés Aitor Mari Gorroñoaga, famoso por su conocido método Masajes Gorroñoaga a las embarazadas terminales, perdió su clientela no por incompetencia, sino por ausencia profunda de sensibilidad. Consumado el parto, el doctor Gorroñoaga comunicaba el resultado al expectante padre de esta desafortunada guisa: «Enhorabuena, muchacho; ha tenido usted una chavala de exposición». Así se pierde una clientela decente. A los padres que desean una hija no les hace ninguna gracia considerarse autores, sin previo aviso y de sopetón, de una «chavala», por muy de exposición que sea.
La paternidad es muy dura, y más si los hijos se convierten en «chavales pegados al televisor». Unos chavales permanentemente pegados al televisor no pueden tener otra cosa que unos padres que «van al váter». La huella de vergüenza y rubor del niño que es tratado como «chaval» por sus padres no se quita en toda la vida. El niño siempre triunfa, y el «chaval» degenera en adulto torvo, áspero y acomplejado, muy frecuentemente entregado a la bebida.
Los chavales son niños y los televisores, televisiones. Es tan obvio lo que apunto, que extenderme más comienza a avergonzarme. Si Dios hubiera dicho: «Dejad que los chavales se acerquen a mí», este servidor de ustedes sería mahometano. Y no sin orgullo.