LECCIÓN 4
NATURALIDAD ANTE EL MARISCO

El marisco debe ser tomado con toda naturalidad. El placer de su sabor no tiene por qué ser objeto de exteriorización sonora. Quien está acostumbrado a comer marisco fresco jamás retransmite —porque los hay que parecen retransmitir sus bondades— sus excelencias. Se sobreentiende que el marisco bueno es caro, y es caro porque está compactamente sabroso. Alabar el marisco mientras es ingerido es de nuevo rico o de pobre. Ambos supuestos no son recomendables.

El cuerpo humano, habituado al marisco, lo digiere perfectamente. Un individuo, en cambio, poco habituado a digerir su fósforo, enrojece inevitablemente en la sobremesa. Por el tono de las chapetas que se forman en sus mofletes se puede averiguar, por los expertos, hasta el tipo de marisco que el inexperto ha ingerido. Chapetas rojas y amoratadas son propias de marisco barato, como el mejillón y el carabinero; chapetas de tono carmesí tirando a bermellón, de bogavante, langosta, cigala, langostino y camarón mediano; chapetas violáceas, de percebe, camarón pequeño, quisquilla cantábrica, bocas de la isla y almeja terciada; chapetas negruzcas, de centollos, nécoras, santiaguiños y chirlas. Tan cierto es lo que afirmo que un buen observador puede, sin apenas dificultad, descubrir el menú de los clientes de las marisquerías hasta tres horas después de la ingestión. Al cliente pobre y poco familiarizado con el marisco no es preciso ni observarle el tono de las chapetas. Se nota que ha comido marisco porque se le pone una sonrisa tonta, de satisfacción no reprimida, que le dura unas cuarenta y ocho horas, aunque se conocen casos que superaron la semana y media de rictus alelado. Se da el caso curioso, que avalan las estadísticas, que el 14 por ciento de los pobres ibéricos fallecen por comer marisco en malas condiciones en bodas, bautizos y demás celebraciones familiares. Ningún rico, hasta la fecha, se ha intoxicado todavía con un percebe.

Para triunfar en sociedad hay que saber dominar el impulso hacia el marisco. El marisco es bueno, pero no gira el mundo en su torno. Quien ante una bandeja de cigalas cocidas comenta «después de esto ya puedo morirme», debe ser ajusticiado inmediatamente por hortera. Por muy sabroso y en su punto que se presente un marisco, la exageración es condenable.

El hombre de mundo come marisco como quien saborea un espárrago. Con respeto, en silencio y sin pegar gritos después de tragarlo. En las marisquerías, más que en los salones, se aprende a distinguir entre la gente recomendable y la que no lo es. Esta última, precisamente, por lo mucho que se le nota cuando come mariscos.

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