LECCIÓN 2
LOS ZAPATOS DE REJILLA

Una parte del mundo se divide a su vez en dos porciones antagónicas y enfrentadas. La que usa zapatos de rejilla en los meses de verano y la que, por el contrario, es capaz de morir dignamente antes de cometer tamaña felonía. Para no crear expectativas inquietantes, confieso que me declaro simpatizante activo del segundo grupo. Ningún sufrimiento en los pies, por agudo que sea, legitima el uso de los horrorosos y ordinarios zapatos de rejilla. Sir Reginald Basset-Basset lo dejó bien claro en su célebre tratado sobre Los individuos inaceptables. «Todo ser humano —afirma sir Reginald—, que por su abusiva transpiración o goteo en su pedio precise el alivio de unos mocasines con rejilla, debe tener prohibido el acceso a la universidad».

¿Hay dolor, sudor o incluso quemazón que justifique la adquisición y posterior uso de zapatos de rejilla? Rotundamente no. Los zapatos no tienen la obligación de ser cómodos. Hay prendas necesariamente cómodas, como las batas, y otras, como los zapatos, que no tienen otro fin que el de la plástica peatonal. Que los pies estén cómodos o no es cuestión de suerte y costumbre. Los zapatos abotinados ingleses, espejo de clasicismo, jamás han sido tolerantes con los pies que albergan. Pero son insuperablemente estéticos.

Usar zapatos de rejilla equivale a confesar, indirectamente, la miseria íntima de los propios pies. Un individuo que en los meses de canícula pasea por la calle con dos ventiladores bajo las axilas sólo puede ser dos cosas: a) un loco que se cree un bimotor despegando, o b) un guarro indecoroso. Sin llegar a este punto de degradación, el usuario de zapatos con aire acondicionado juega de tal modo con el peligro que puede llegar a comprar dos ventiladores a pilas. Se empieza por la rejilla del zapato y se termina por el turbohélice axilar.

Los pies, como sus propietarios los hombres, han nacido para sufrir. La cojera que produce un zapato inglés de inferior número, levanta oleadas de admiración por la calle. Los pies se educan con el castigo, y así, al cabo del tiempo, ni duelen, ni huelen, ni sudan, ni se sienten. Simplemente están ahí, a disposición del dueño para lo que éste estime.

Los zapatos feos existen porque el mal gusto impera. Pero, aun admitiendo esta desgracia, ha llegado el momento de prohibir los zapatos de rejilla. Lo malo es que habría que llevarlo a cabo mediante decreto. Y lo peor es que quienes redactan los decretos, cuando el verano irrumpe, lo primero que hacen es acomodar sus pies en zapatos de rejilla.

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