LECCIÓN 1
A MODO DE INTRODUCCIÓN

La peor plaga que padece hoy día la Humanidad —es decir, España— es la de la grosería. Los buenos modales, las mejores maneras y la beligerancia con la ordinariez y la cursilería se han desvanecido casi por completo en los hábitos cotidianos. Desde que hemos dejado de tener dinero los de siempre, nadie sabe ya a qué atenerse. La vida es mucho más cómoda y placentera si la convivencia se fundamenta en la cortesía. Una cortesía que debe ser al tiempo respetuosa con la frontera que la separa de lo cursi y excesivo. La elegancia y la educación, como la Naturaleza, jamás pueden ser exageradas. Un páramo castellano, seco, austero y desesperanzado es un canto al buen gusto. Las cataratas del Niágara, las más impresionantes del Iguazú y la Cola de Caballo del monasterio de Piedra son una horterada.

El duque de Bedford, en su Tratado de los snobs, afirma que el esnobismo viene del marxismo, si bien no del marxismo de Carlos Marx, sino del de Mark and Spencer, conocida cadena británica de almacenes en la que, por módicas cantidades, cualquier ciudadano puede vestirse casi como un noble. No le falta razón a Bedford. Lo malo es que no sirve aparentar, por acierto en la elección del indumento, una elegancia ficticia. Todo se desmorona, a pesar de los mayores esfuerzos, con la reveladora e infalible prueba de «la taza de café».

La aparente elegancia de cualquier individuo se deteriora definitivamente cuando al tomar café se estira el dedo meñique de la mano que agarra la taza. Si el Código Penal castigara la cursilería, las prisiones españolas estarían repletas de ciudadanos y ciudadanas vestidos de caza que en lugar de disparar con el gatillo disparan con el meñique al beber su café. Pero las cosas son como son y tampoco hay que dar pistas y esperanzas a los jueces autodenominados «progresistas».

Las buenas maneras son imprescindibles si no agobian por exhaustivas o impertinentemente imperantes. El barón de Lapipe no es un ejemplo a seguir. Cuenta Guareschi que el barón de Lapipe, por causa de un naufragio, se encontró en una isla perdida sólo acompañado por su mayordomo Domitilo. Después de seis días de hambre acuciante, el barón de Lapipe consideró oportuno y legítimo comerse al mayordomo. Lo que más molestó al barón de esta desagradable aventura es que Domitilo, siempre tan correcto y respetuoso, no le dijera ¡que aproveche! cuando el barón procedió a darle el inaugural mordisco. «Cuestión de principios», comentó Lapipe al ser rescatado por un barco mercante noruego.

Cuestión de principios y de ordinariez. Porque decir ¡que aproveche! —le guste o no al barón de Lapipe— no resulta nada fino. Los barones, por serlo, no garantizan las buenas maneras.