Janet la contrahecha

El reverendo Murdoch Soulis llevaba muchos años al frente de la parroquia de Balweary, una zona de páramos en el valle del Dule, y era un anciano severo, de expresión sombría, que atemorizaba a sus feligreses, y que en los últimos años de su vida ocupaba, sin parientes, criados ni otra compañía humana, una pequeña y solitaria rectoría debajo de Hanging Shaw. A pesar de la férrea compostura de sus facciones, había inseguridad, espanto y un no sé qué de frenético en su mirada; y cuando se extendía, en una exhortación privada, sobre el destino de los réprobos, parecía como si sus ojos atravesaran las tormentas de la vida presente hasta llegar a los terrores de la eternidad. A muchos jóvenes que acudían a él para preparar la comunión anual por Pascua les afectaban en gran manera sus palabras. El reverendo Soulis tenía por costumbre predicar un sermón sobre el versículo octavo del capítulo cinco en la primera epístola de Pedro, “El demonio como león rugiente”, el primer domingo después del diecisiete de agosto todos los años, y solía superarse a sí mismo con ese texto tanto por la naturaleza misma de lo que comentaba como por el terror que inspiraba su comportamiento en el púlpito. Los niños tenían paroxismos de miedo y los ancianos se volvían más sentenciosos que de costumbre, y no cesaban de hacer, durante todo el día, aquellas advertencias que Hamlet menospreciara. La misma rectoría, situada junto a las aguas del Dule entre algunos árboles frondosos, con el imponente Shaw por un lado y con numerosos oteros, que se alzaban fríos y desolados hacia el cielo por el otro, había empezado, ya en los primeros años del ministerio del reverendo Soulis, a ser evitada durante las horas del crepúsculo por todos aquellos que se consideraban personas prudentes; y los hombres de bien que se reunían en la taberna de la aldea movían la cabeza con aprensión ante la idea de pasar tarde por aquel lugar tan peligroso. Había un sitio preciso, para ser más concretos, que inspiraba particular espanto.

La rectoría se hallaba entre la carretera y las aguas del Dule, y alzaba un gablete por cada lado; la parte de atrás miraba hacia la aldea de Balweary, a más de medio kilómetro; y tenía delante un jardín casi vacío, con seto de espino, que ocupaba la tierra entre el río y la carretera. La casa era de dos pisos, con dos habitaciones amplias en cada uno. No se comunicaba directamente con el jardín, sino con un camino empedrado, o travesía, que llevaba por un lado hasta la carretera, y por el otro quedaba cerrado mediante los altos sauces y saúcos que bordeaban el río. Y era este trozo de camino empedrado el que tan ignominiosa reputación tenía entre los feligreses jóvenes de Balweary. El reverendo paseaba por allí con frecuencia después del anochecer, y el ímpetu de sus oraciones sin palabras le hacía estallar a veces en gemidos; y cuando él estaba ausente, y la puerta de la rectoría cerrada con llave, los escolares más audaces se atrevían, con el corazón saliéndoseles del pecho, a “seguir a la madre” atravesando aquel sitio legendario.

Esta atmósfera de terror que rodeaba a un hombre de Dios de reputación sin tacha y reconocida ortodoxia, era motivo de asombro y tema de indagaciones entre los pocos forasteros que llegaban por casualidad o por negocios hasta aquellos lugares tan poco conocidos y tan a trasmano. Pero lo cierto es que incluso muchos de los feligreses ignoraban los extraños acontecimientos que habían marcado el primer año del ministerio del reverendo Soulis; y entre quienes estaban mejor informados, los había naturalmente reservados o simplemente poco comunicativos cuando se trataba de aquel tema particular. Sólo de vez en cuando uno de los hombres de más edad se armaba de valor después del tercer vaso y contaba la causa del extraño aspecto del párroco y de su vida solitaria.

Cincuenta años antes, cuando el reverendo Soulis llegó a Balweary era todavía un hombre joven —un mozo, decía la gente— lleno de saberes aprendidos en los libros y muy elocuente al exponerlos, pero, como era lógico en una persona tan joven, sin experiencia vivida en cuestiones de religión. A los feligreses de menos años les impresionó mucho su talento y su facilidad de palabra; pero los hombres y mujeres de más edad, serios, conscientes, sintieron incluso la necesidad de rezar por el joven clérigo, que les parecía un hombre que se engañaba a sí mismo, y por la parroquia que, con toda probabilidad, iba a estar muy mal atendida.

Todo esto sucedía antes de la época de los moderados (que Dios se apiade de ellos), pero las cosas malas son como las buenas: ambas vienen poquito a poco, por sus pasos contados; e incluso entonces había ya quien opinaba que los profesores de la universidad estaban dejados de la mano de Dios, y que los muchachos que iban a estudiar con ellos hubieran hecho mejor viviendo en una turbera, como sus antepasados durante la persecución, con una Biblia debajo del brazo y el espíritu de oración en sus corazones. En cualquier caso, no cabía la menor duda de que el reverendo Soulis había pasado demasiado tiempo en la universidad. Se interesaba y se preocupaba de muchas cosas además de la única verdaderamente necesaria.

Poseía gran cantidad de libros: más de los que nunca se habían visto en aquella rectoría; y arduo trabajo tuvo el recadero que se ocupó de traerlos, porque el mismo demonio se hubiera quedado sin fuerzas acarreándolos desde Kilmackerlie. Se trataba de libros de teología, desde luego, o por lo menos así se los llamaba; pero las personas serias opinaban que no podía ser de mucha utilidad tener tantos cuando toda la palabra de Dios cabía en el extremo de una capa escocesa. Luego el reverendo se pasaba nada menos que la mitad del día y de la noche escribiendo, cosa muy poco decorosa; al principio se temía que fuese a leer sus sermones, pero más tarde se supo que estaba escribiendo un libro, lo que a todas luces no era apropiado para alguien de tan pocos años y escasa experiencia.

En cualquier caso, le convenía buscar una mujer casada, honesta y entrada en años, que cuidara la rectoría y le preparase sus frugales comidas, pero le sugirieron una que había llevado en otro tiempo una vida poco recomendable —Janet M’Clour la llamaban— y el párroco estaba tan abandonado a sí mismo que se dejó convencer. Hubo muchos que le aconsejaron en contra, porque las mejores personas de Balweary tenían más que sospechas acerca de Janet, que había tenido un hijo de un soldado de caballería mucho antes de todo esto, que llevaba quizá treinta años sin acercarse a comulgar y a quien los niños habían visto mascullando consigo misma en Key’s Loan después de anochecer, un momento y un lugar muy extraños para una mujer poco temerosa de Dios. De cualquier modo, fue el mismo hacendado quien habló de Janet por primera vez al párroco, y en aquellos días el reverendo Soulis habría hecho cualquier esfuerzo por complacer al hacendado. Cuando la gente le decía que Janet tenía parentesco con el demonio, su punto de vista era que se trataba de supersticiones; y cuando le sacaban a relucir la Biblia y la bruja de Endor, él les cerraba la boca diciendo que los días del maligno ya habían pasado y que afortunadamente se hallaba muy limitado en sus actuaciones.

Bien; cuando se supo en la aldea que Janet M’Clour iba a ser la criada de la rectoría, la gente se enfadó mucho, tanto con ella como con el reverendo; y a algunas de las amas de casa no se les ocurrió nada mejor que ir hasta su puerta y acusarla de todo lo que se sabía en contra suya, desde el hijo del soldado hasta las dos vacas de John Tamson. Janet no era muy habladora; la gente la dejaba de ordinario que se ocupara de sus asuntos y ella les dejaba que se ocuparan de los suyos, sin darles los buenos días ni las buenas noches; pero cuando se ponía a ello, Janet tenía una lengua capaz de sonrojar al molinero. De manera que se puso brava, y no quedó ningún viejo chisme en Balweary que no se lo atribuyera a alguien aquel día; y por cada cosa que decían las otras, ella les respondía con dos; hasta que, al final, las amas de casa la cogieron entre todas, le desgarraron la ropa, y la arrastraron desde la aldea hasta el río, para ver si era bruja o no, si salía a flote o se ahogaba. La mujer chilló tanto que se la oía desde Hanging Shaw, y peleó como diez; muchas amas de casa lucían aún al día siguiente, e incluso muchos días después, las marcas que les dejó; y en lo más acalorado de la riña, ¡he aquí que aparece (por culpa sin duda de sus pecados) nada menos que el nuevo ministro!

—En el nombre de Dios —les dijo (y tenía una voz muy potente)— os conmino a que la dejéis marchar.

Janet corrió hacia él —estaba completamente loca de terror—, se le agarró, y le suplicó, por el amor de Dios, que la salvara de las comadres; y ellas, por su parte, le contaron todo lo que sabían, y quizá algo más.

—¿Es eso cierto? —le preguntó el párroco a Janet.

—Ante Dios que me está viendo —dijo ella—, y que me creó, juro que no es verdad ni una palabra. Excepto el hijo que tuve, he sido una mujer decente toda mi vida.

—¿Querrás —dijo el reverendo Soulis—, en el nombre de Dios y delante de mí, su indigno ministro, renunciar al demonio y a sus obras?

Bien; parece que cuando le pidió esto, Janet hizo una mueca que heló la sangre en las venas a quienes la vieron, y también oyeron con qué fuerza le castañeteaban los dientes; pero no le quedaba más remedio que elegir entre aquello o el río; de manera que alzó la mano y renunció al demonio delante de todos.

—Y ahora —dijo el reverendo Soulis a las mujeres de la aldea—, todo el mundo a su casa, y rezad para que Dios os conceda su perdón.

A continuación dio el brazo a Janet, aunque apenas llevaba encima más que una camisa, y la acompañó hasta su puerta como si fuese toda una señora; y ella gritaba y reía de tal modo que era un escándalo oírla.

Hubo muchas personas serias que prolongaron aquella noche sus oraciones; pero cuando llegó la mañana, fue tal el miedo que se apoderó de Balweary que los niños se escondieron e incluso los hombres miraban desde dentro de las casas. Porque allí estaba Janet cruzando la aldea —ella o alguien que se le parecía, nadie sabría decirlo—, con el cuello torcido, la cabeza hacia un lado, igual que la de un ahorcado, y una mueca en la cara como la de un cadáver sin amortajar. Poco a poco se fueron acostumbrando, e incluso le hicieron preguntas para saber qué le pasaba; pero desde aquel día Janet no fue capaz de hablar como una cristiana; tan sólo babeaba y hacía un ruido con los dientes semejante al de unas tijeras de podar; y a partir de entonces el nombre de Dios no salió nunca de su boca. A veces trataba de decirlo, pero no le era posible. Quienes más sabían fueron los que menos hablaron, pero nunca dieron a aquel ser el nombre de Janet M’Clour; porque la vieja Janet, tal como ellos lo entendían, estaba para entonces en lo más profundo del infierno. Pero el párroco ni cambió de actitud ni se mostró más comedido; sólo predicó acerca de la crueldad de los vecinos, que le habían provocado un ataque dejándola medio paralítica, pegó a los niños que la insultaban y aquella misma noche la llevó a la rectoría, donde habitó solo con ella, debajo de Hanging Shaw.

El caso es que fue pasando el tiempo, y la gente más despreocupada empezó a darle menos importancia a aquel tenebroso asunto. El párroco estaba bien considerado; siempre se quedaba hasta tarde escribiendo; la gente veía la luz de su vela junto al río después de la medianoche; y parecía tan satisfecho de sí mismo y tan tranquilo como al principio, pero todo el mundo se daba cuenta de que se estaba consumiendo. En cuanto a Janet, iba y venía; si antes no hablaba mucho, estaba justificado que ahora hablase todavía menos; no se metía con nadie; pero era una criatura misteriosa, y nadie hubiera tenido tratos con ella ni por todas las tierras de Balweary.

Hacia finales de julio hizo un tiempo como no se recordaba en aquella parte del país; nada se movía, hacía mucho calor y a todo el mundo le faltaban las fuerzas; los rebaños no podían subir a Black Hill, y los niños estaban demasiado cansados para jugar; y sin embargo era también un tiempo borrascoso, con ráfagas de viento cálido que hacían un ruido sordo en los vallecitos, y breves chaparrones que no arreglaban nada. Estábamos convencidos de que descargaría una tormenta al día siguiente; pero amanecía y pasaba la mañana y seguíamos teniendo el mismo tiempo extraño, desagradable para las personas y para el ganado. Entre los que se sentían más molestos, ninguno sufría tanto como el reverendo Soulis; a las personas de más edad les contó que no podía dormir ni comer; y cuando no estaba escribiendo su condenado libro, vagabundeaba de aquí para allá por los alrededores como un poseso, cuando cualquier otra persona preferiría resguardarse del calor dentro de casa.

Enfrente de Hanging Shaw, al abrigo de Black Hill, hay un trozo de tierra con una cerca y un portón de hierro; y parece ser que en los viejos tiempos estaba allí el cementerio de Balweary, consagrado por los papistas antes de que la verdadera luz brillase en este reino. Era un lugar muy visitado, al menos por el párroco; allí se sentaba a pensar en sus sermones y, en realidad, es un sitio muy resguardado. El caso es que un día, cuando caminaba por el lado oeste de Black Hill, vio primero dos cuervos carroñeros, luego cuatro, y después siete, dando vueltas y más vueltas por encima del antiguo camposanto. Volaban bajo y pesadamente, y se graznaban unos a otros mientras giraban y giraban; y el reverendo Soulis comprendió en seguida que se habían encontrado con algo fuera de lo corriente. No era un hombre que se asustara con facilidad, y se fue directamente hacia la cerca; y he aquí que vio a un hombre, o algo con apariencia de hombre, sentado sobre una tumba. Era un individuo de aventajada estatura, tan negro como el infierno, y con unos ojos de lo más extraordinario[1]. El párroco había oído hablar de los negros en muchas ocasiones, pero había algo tan fuera de lo común en aquel sujeto que le atemorizó. A pesar del calor tuvo un escalofrío que se le metió hasta la médula de los huesos; pero a pesar de todo habló y dijo:

—Mi buen hombre, ¿es usted forastero?

El negro no respondió ni una sola palabra; se puso en pie y empezó a moverse de forma extraña en dirección a la parte más alejada de la cerca, pero sin dejar nunca de mirar al párroco; y el reverendo Soulis permaneció inmóvil, devolviéndole la mirada; hasta que, en un instante, vio que el negro había saltado la tapia y corría ya hacia el refugio de los árboles. El reverendo Soulis, sin saber apenas por qué, corrió tras él; pero estaba muy cansado por el paseo y por el malsano calor que hacía; y por mucho que trató de correr no pudo más que vislumbrarlo entre los abedules; pero cuando llegó al pie de la colina, le vio atravesar el curso del Dule dando un salto tras otro y luego perderse de vista muy cerca de su casa.

Al párroco no le pareció nada bien que aquel horrible vagabundo se tomara tantas libertades con la rectoría de Balweary, y corrió todavía más, mojándose los zapatos para vadear el arroyo, hasta llegar al camino empedrado; pero allí no había ningún negro. Se acercó a la carretera, pero tampoco había nadie; cruzó el jardín, y el negro brillaba por su ausencia. Al llegar al otro extremo, y un poco asustado como era más que natural, corrió la aldaba de la puerta y entró en la rectoría; y allí estaba Janet M’Clour delante de sus ojos, con el cuello torcido y no demasiado contenta de verle. Y el párroco siempre recordó desde entonces que al mirarla tuvo de nuevo el mismo escalofrío devastador.

—¿Has visto a un negro? —le preguntó.

—¡Un negro! —replicó ella—. ¡Cielo santo! ¡Qué cosas dice usted, reverendo. No hay ningún negro en todo Balweary!

Pero no lo dijo claramente, ya se dan ustedes cuenta, sino que lo masculló, como un caballo con el bocado puesto.

—Bueno —dijo él—, si no era un negro, será entonces con el maligno con quien he hablado.

Y se sentó como una persona aquejada de fiebre y a quien le castañetean sin interrupción los dientes.

—Debería darle vergüenza decir una cosa así, reverendo —respondió ella, y le sirvió un vasito de un aguardiente que siempre tenía a mano.

Después el párroco se fue al estudio donde guardaba sus libros, que era una habitación alargada, de techo bajo, lóbrega, terriblemente fría en invierno y que, como la rectoría que se alzaba muy cerca del agua, tampoco acababa de perder la humedad ni en los días más calurosos del verano. El reverendo Soulis se sentó muy abatido, y pensó en todo lo sucedido desde su llegada a Balweary, y en la casa de su familia, y en los días en que no era más que un niño y corría feliz por los valles y los oteros; y el recuerdo del negro le volvía siempre a la cabeza como el estribillo de una canción. Y cuanto más pensaba, más se acordaba del negro. Trató de rezar, pero no le salían las palabras; y dicen que intentó también escribir su libro, pero tampoco le fue posible. Hubo momentos en que pensó que el negro estaba allí, a su lado, y tuvo un sudor tan frío como el agua de un pozo; y hubo otras veces en que recobró la calma y dominó el miedo, fortalecido por la gracia del bautismo.

El resultado fue que se acercó a la ventana y se quedó contemplando fijamente el curso del río. Los árboles son extraordinariamente frondosos, y el agua queda muy honda y negra debajo de la rectoría; y allí estaba Janet lavando la ropa con la falda remangada. Se hallaba de espaldas al párroco, y él, por su parte, apenas sabía qué era lo que estaba mirando. Luego Janet se dio la vuelta, y mostró el rostro; el reverendo Soulis tuvo por tercera vez aquel día el mismo escalofrío, y por primera vez aceptó lo que la gente decía, que Janet llevaba mucho tiempo muerta, y que aquello era un espectro que habitaba en su carne, fría como el barro. El párroco se apartó un poco de la ventana y la observó con detenimiento. Janet golpeaba una y otra vez la ropa mientras canturreaba; y, Dios nos tenga dé su mano, su rostro daba miedo. A veces cantaba más alto, pero no hay hombre nacido de mujer que pudiera repetir las palabras de su canción; y en ocasiones miraba de soslayo hacia abajo, pero no había allí nada que mirar.

El párroco tuvo un sentimiento de rechazo que le atravesó la carne, llegándole hasta los huesos. Era una advertencia del cielo, pero el reverendo Soulis se sintió culpable, dijo después, por pensar tan mal de una pobre mujer, vieja y enferma, que no tenía más amigo que él; así que rezó unas oraciones por los dos, bebió un poco de agua fresca —porque se le hizo insoportable la idea de comer— y subió a acostarse en su austero lecho mientras aún oscurecía.

Fue aquélla una noche que nadie ha olvidado en Balweary: la noche del diecisiete de agosto de mil setecientos doce. Anteriormente había hecho calor, como ya he contado, pero aquella noche hizo más que nunca. El sol se ocultó entre nubes de aspecto muy extraño; y el cielo se volvió tan oscuro como un pozo; ni una estrella, ni un soplo de aire; no veías tu propia mano al ponértela delante de la cara, e incluso la gente de más edad se quitaba la ropa de la cama y aun así respiraban con dificultad. Con todas las cosas que le rondaban por la cabeza, era muy poco probable que el reverendo Soulis consiguiera dormir mucho. Dio vueltas y más vueltas; y la cama limpia y fresca parecía quemarle hasta los mismos huesos; a ratos dormía y a ratos se despertaba; unas veces oía dar las horas al reloj y otras oía a un perro que aullaba en el páramo como si se hubiera muerto alguien; hubo momentos en que creyó escuchar a espectros que le decían cosas al oído, y otros en que vio fuegos fatuos por la habitación. Decidió que tenía que estar enfermo; y así era, efectivamente, aunque él no se imaginara cuál era la enfermedad.

Al final se le aclaró la mente, se sentó en camisa a un lado de la cama, y empezó a pensar una vez más en el negro y en Janet. No podría bien explicar cómo —tal vez fuera el frío en los pies—, pero se le ocurrió, con repentina intensidad, que había alguna conexión entre ambos, y que uno o los dos eran espectros. Y justo en aquel momento, de la habitación de Janet, que estaba al lado de la suya, le llegó un ruido muy fuerte como de hombres que se pelearan, y luego un golpe terrible; a continuación una ráfaga de viento sacudió las cuatro esquinas de la casa, y después, una vez más, todo quedó tan en silencio como una tumba.

El reverendo Soulis no tenía miedo ni de los hombres ni del demonio. Encendió una vela con el yesquero, y en tres zancadas alcanzó la puerta de Janet. Como no estaba cerrada por dentro, el párroco la abrió de un empujón y entró sin vacilar. Era una habitación grande, tan grande como la del mismo reverendo Soulis, llena de muebles antiguos de gran tamaño y muy sólidos, ya que el párroco no tenía pertenencias de otro tipo. Había una cama con dosel y pesadas colgaduras antiguas; un armario de roble de muy buena calidad, lleno con los libros de teología del reverendo, que habían colocado allí para que no estorbase; y unas cuantas prendas personales de Janet tiradas por el suelo. Pero a Janet no se la veía por ninguna parte, ni había tampoco señales de lucha. Y el párroco miró por todos los lados (y hay muy pocos hombres que hubieran sido capaces de hacer lo mismo) y escuchó con atención. Pero no se oía nada, ni dentro de la rectoría ni en todo Balweary; y tampoco se veía nada, si se exceptúan las muchas sombras que giraban en torno a la luz de la vela. Y luego, de repente, el corazón le latió con violencia y después se le paró; y sintió que un viento frío le agitaba el cabello. ¡Y qué espectáculo tan triste vieron los ojos de aquel pobre hombre! Porque allí estaba Janet, colgada de un clavo junto al viejo armario de madera de roble: la cabeza inclinada como siempre sobre el hombro, los ojos cerrados, la lengua fuera de la boca y los pies a medio metro del suelo.

«¡Que Dios tenga misericordia de todos nosotros!» pensó el reverendo Soulis, «la pobre Janet está muerta».

Luego, al avanzar un paso hacia el cadáver, el corazón le dio un vuelco dentro del pecho, porque advirtió que gracias a alguna hechicería que está por encima de la comprensión humana, Janet colgaba de un solo clavo y de un único hilo de estambre para zurcir medias.

Es una cosa terrible estar solo de noche entre semejantes prodigios de los poderes de la oscuridad; pero el reverendo Soulis era un hombre que confiaba en el Señor. Se dio la vuelta, salió de la habitación y cerró la puerta tras de sí; paso a paso descendió al piso inferior con las piernas pesándole como plomo y dejó la vela en la mesa que había al pie de la escalera. No era capaz de rezar ni de pensar, estaba empapado en sudor frío, y no oía otra cosa que el desenfrenado latir de su propio corazón. Quizá estuviera allí de pie una hora, o tal vez dos, apenas lo recordaba después; hasta que, de repente, oyó un extraño rumor muy suave en el piso alto; unos pasos que iban y venían por la habitación donde estaba el cadáver; luego se abrió la puerta, aunque él recordaba muy bien haberla cerrado con llave; y a continuación escuchó unos pasos en el descansillo; y el párroco tuvo la impresión de que el cadáver estaba mirando por encima de la barandilla hacia donde él permanecía inmóvil.

Cogió de nuevo la vela (porque no podía quedarse sin luz), y, lo más silenciosamente que pudo, salió de la rectoría y se fue al extremo del camino empedrado que quedaba más lejos de la casa. La noche seguía tan oscura como el fondo de un pozo; la llama de la vela, cuando la dejó en el suelo, daba la misma luz y ardía tan recta como en una habitación; nada se movía, con la excepción del río, corriendo valle abajo, y, del otro lado, los pasos terribles que descendían pesadamente la escalera de la rectoría. El párroco sabía muy bien de quién se trataba, porque eran los pasos de Janet; y a cada paso que la acercaba un poquito más, el frío le atenazaba más profundamente las entrañas. El reverendo Soulis encomendó el alma a Aquel que le había creado y le seguía dando la vida.

«Dame esta noche la fuerza, oh Señor», le pidió, «para luchar contra los poderes del mal».

En aquel momento los pasos avanzaban ya por el corredor hacia la puerta; el párroco oía una mano que se deslizaba por la pared, como si aquel ser infernal buscase el camino a tientas.

Los sauces se agitaron y gimieron, un largo suspiro llegó por encima de las colinas y la llama de la vela se movió en todas direcciones; y allí estaba el cadáver de Janet la Contrahecha, con su vestido de gorgorán y su cofia negra, la cabeza siempre apoyada sobre el hombro y el rostro todavía contraído en una mueca (viva, habría dicho usted, pero en realidad muerta, como el reverendo Soulis sabía muy bien), de pie en el umbral de la rectoría.

Es una cosa extraña que el alma de un hombre esté tan ligada a su cuerpo perecedero; pero el párroco vio lo que vio, y el corazón no se le rompió dentro del pecho.

Janet no estuvo inmóvil mucho tiempo; empezó en seguida a avanzar de nuevo y se acercó lentamente hacia el sitio donde el reverendo Soulis se había refugiado bajo los sauces. La vida de su cuerpo y la fortaleza de su espíritu brillaban en los ojos del párroco. Pareció que Janet se disponía a hablar, pero le faltaron las palabras, e hizo un signo con la mano izquierda. Hubo un golpe de viento, como el bufido de un gato; la vela se apagó, los sauces se agitaron como personas y el reverendo Soulis comprendió que aquello era el final, a vida o muerte.

—¡Bruja, tarasca, demonio! —exclamó—, te ordeno, por el poder de Dios, que si estás muerta vuelvas a la tumba, y si estás condenada regreses al infierno.

Y en aquel momento la misma mano del Señor golpeó desde el cielo a aquel horror en el lugar en que se hallaba; el cadáver profanado de la vieja bruja, durante tanto tiempo fuera de la tumba, torpemente manejado por los demonios, se prendió fuego como un trozo de azufre y cayó al suelo convertido en cenizas; estallaron los truenos, sucediéndose sin interrupción, y en seguida empezó a caer la lluvia con gran estrépito; y el reverendo Soulis atravesó de un salto el seto del jardín y corrió, sin dejar de gritar un momento, hasta refugiarse en la aldea.

Aquella misma mañana, John Christie vio al Hombre Negro pasar Muckle Cairn cuando daban las seis; se sabe que antes de las ocho dejó atrás la taberna de Knockdown; y no mucho después Sandy M’Lellan le vio avanzando muy de prisa por los valles que quedaban más abajo de Kilmackerlie. Nadie duda de que fuera él quien habitó durante tanto tiempo en el cuerpo de Janet; pero finalmente se había marchado; y desde entonces no ha vuelto a molestarnos aquí en Balweary.

Pero resultó una prueba muy difícil para el párroco; fue mucho el tiempo que pasó delirando en la cama; y desde aquel momento hasta ahora ha sido el hombre que usted ha conocido hoy.