Empezó la desbandada. Agustín decidió irse a Ibi para reunirse con Angelita. El Tellina y Correcher pensaban llegar a Alicante; corría la voz de que habría barcos para cuantos los quisieran. Cubiertos con capotes caqui, bien embozados, Agustín con un chaquetón de cuero forrado de piel de borrego sin desbastar, que cambió por su reloj, macutos al hombro, echaron a campo traviesa hacia Montilla del Palancar.
Antes de seguir adelante, Agustín quiso despedirse del Carcamalero y de su hija. Los tres se encaminaron hacia la aldea, lo que no les desviaba gran cosa. Hacía un tiempo espléndido, anunciador de la primavera ya próxima.
—Ya os lo decía yo —pronunció sentencioso el viejo—. Estas cosas nunca duran. Yo conocí a los carlistas. Tan pronto venían como se iban.
—¿Y qué tienen que ver los carlistas…? —repuso Correcher.
—Déjalo —intervino tajante el Tellina—. No perdamos tiempo. Hasta más ver.
—¿Y Dolores? —preguntó Agustín.
—No lo sé. Os vio llegar y salió corriendo. De que os ibais ya nos lo olíamos. Pasaron varios endenantes.
—Y usted, ¿qué piensa hacer?
—¿Yo? Pues, qué he de hacer. Seguir aquí hasta que Dios quiera.
—Pero los fachas…
—¡Bah! Siempre ha de mandar alguno. Con los pobres no se mete naidie, como no quieran salirse de lo que son.
—Nos hubieras dicho esto hace unos días —comentó el Tellina.
El viejo se alzó de hombros, sin contestar.
—Bueno, vámonos.
—Dígale a Dolores que vine a despedirme de ella, y que siento no haberla visto —dijo Agustín estrechando la mano del Carcamalero.
—Salud.
—Que os vaya bien.
A media ladera, cortado el aliento de correr, les salió al paso Dolores, llevaba su coneja entre los brazos. Sin palabras se la tendió a Agustín.
—No, Dolores, guárdala.
—¿Cómo que no? —protestó Correcher—. Nos vendrá como pedrada en ojo de boticario.
Y alargó los brazos hacia el animalillo.
—He dicho que no —casi gritó Agustín.
Sus dos compañeros se le quedaron mirando con extrañeza.
—Es lo único que tiene la chica —explicó avergonzado.
—¿Y si tiene gusto en dárnoslo? ¿Verdad que nos lo regalas, chica?
—Es para Agustín.
—Ya está bien de hacer el idiota —tajó el Tellina—. Si no lo quiere, que se chinche. Vámonos.
Siguió adelante arrastrando al grandullón.
—Es para ti. Te lo doy —murmullo Dolores, tendiendo el conejo.
—Lo van a matar.
—Ya lo sé. Lo mismo da.
—Lo van a matar.
Dolores le miró fijo, dura:
—Si no lo tomas, lo suelto por el monte.
Agustín veía a Correcher —el cazador— levantar al animal por las patas traseras y desnucarlo de un golpe, con su manaza.
—Haz lo que quieras.
Salió corriendo a reunirse con sus compañeros. No era así como hubiese querido despedirse de Dolores.
Correcher no le dijo nada, por lo visto el Tellina le había aleccionado, pero no se salvó de su mirada.
Anduvieron todo el día sin llegar, como se lo habían propuesto, a la carretera de Valencia. Hablaron lo indispensable. Avisaron una gayola en las lindes de un viñedo y decidieron descansar unas horas. Encendieron unos sarmientos, se repartieron un pan y una lata de sardinas.
Sebastián Correcher era un hombre alto que había sido fornido. Rubio y deslabazado, conoció al Tellina en sus tiempos de gloria; entonces era carpintero y trabajaba en El Grao. Su especialidad eran la reparación de bocoyes y los cuernos; que no había tenido suerte ni con la primera que le tocó en suerte, que se le fue con un pescador del Cabañal, ni con la segunda, a la que casi mató de una paliza. Le condenaron a tres años y medio; la guerra civil le cogió cumpliéndolos en el penal de Cartagena, tenía cuarenta bien cumplidos y se ofreció para lo que fuera. Le abonaba su historial republicano, su buena conducta y su afición a la música, que durante mucho tiempo fue trompeta en la banda de Pueblo Nuevo del Mar. Su mejor recuerdo es del día famoso de la feria de julio en que les otorgaron el segundo premio de la «sección especial». ¡Qué triunfo! ¡Qué paella! ¡Qué borrachera! ¡Qué orgullo de cómo habían «sacado» el preludio de Lohengrin!
Era un hombre servicial y hablador que se alegraba de poder hacer favores. No sentía rencor alguno hacia la vida: las cosas vinieron así y las aceptaba. Sebastián era humilde y no tuvo suerte. ¡Si en vez de casarse con Vicenteta —la primera— lo hubiese hecho con Paquita Llorens! Pero ¿quién adivina el porvenir? Ni su madre —cigarrera de pelo en pecho— advirtió el peligro. Su padre había muerto a principios de siglo en una reyerta entre blasquistas y sorianistas —esos traidores—. Por eso en la raya de Valencia, acurrucados cerca del fuego, púsose a hablar, llevado por la circunstancia actual de la República, de aquellos tiempos heroicos:
—Era un dios, ¿me oís?, un dios, y además lo parecía: alto, fuerte, casi hercúleo, el pelo ensortijado, la cara de dios griego, un poco grueso tal vez, con unas manos pequeñas, preciosas, que parecían de mármol. ¡Y una voz! ¡Qué voz! Todos los registros de la de un buen tenor que, a veces, llegaba a tonos abaritonados. ¡Y qué manera de hablar! ¿Qué necesidad tenía de meterse a escribir? Ninguna. Escribió con lo que le sobraba, con los restos. Vosotros no habéis conocido a Blasco, el verdadero Blasco, era un dios…
El Tellina era demasiado joven, y ya se habían acabado las trifulcas con Rodrigo Soriano cuando tuvo uso de razón, que le hubiesen tenido sin cuidado. Agustín tenía una idea completamente distinta de Blasco Ibáñez, al que sólo conocía por retratos de su última época y las referencias despectivas de Pío Baroja, en la librería de Lucas. Además, sólo había estado una vez en Valencia y no le había acabado de gustar, prefería su Castilla; y si transigía con Barcelona era por lo grande y lo industrial, a pesar de los catalanes.
—Hablaba de todo: de poesía, de libros que nadie había leído (por lo menos los que le escuchábamos), de historia, de geografía ¡y le entendíamos! Yo he visto a una multitud enorme no sólo escucharle con la boca abierta horas y horas, sino repetir, palabra por palabra, lo que iba diciendo.
Sebastián parecía transportado a aquella época, en que, con su padre, iba a Libreros a escuchar al profeta.
—Es muy fácil decirlo, y no parece nada, pero ver, como yo lo vi, cientos y cientos de caras levantadas hacia él y repitiendo lo que escuchaban como si fuese una oración. ¡Vosotros qué sabéis! Antes de aparecer Blasco, ¿qué era Valencia? Sí, bueno, una ciudad con ciertos pujos republicanos. Pero la provincia, ¿qué era el reino de Valencia? La tradición y nada más, ¡carlista y nada más que carlista!
Y aun en la ciudad tenían mucha, pero que mucha fuerza. En todos los pueblos que hoy suenan a republicanos…
¿Hoy? —piensa Agustín—. ¿Hoy?
—Cualquiera. ¡Burriana, Chiva, Liria, Alcira, Almuzafes, El Puig, los que queráis!, allí no se podía entrar: allí todos eran carlistas. Con eso acabó Blasco y sólo Blasco. Pero es que para comprenderlo había que verle: era un dios. Yo le he oído hablar a la luz de las antorchas, en una plaza de Valencia (todavía lo estoy viendo), en el balcón de un centro republicano, no me acuerdo cuál, yo era muy chico entonces. Los salones estaban a reventar, a reventar la plaza y las calles de al lado. Llegó la guardia civil de a caballo dispuesta a despejar aquello, ¡y se tuvo que regresar sin poder hacer nada! Aún estoy viendo a don Vicente, con su barba de profeta joven, arengarlos en el balcón entre las luces de las antorchas. Se agigantaba, todos aquellos hombres hubiesen dado hasta la última gota de sangre por él. ¡Si Blasco hubiese vivido no estaríamos como estamos! No bastan las ideas, lo que hace falta son hombres, hombres como él y como los que le seguían y no éstos de ahora… Yo era muy niño entonces, mi madre me llevaba en brazos (aún percibo el tufo del tabaco del que no había manera de librarse); dentro de mi ropa iban escondidas cuatro o cinco pistolas, que luego pasaban de mano en mano.
El Tellina se había echado y, como siempre, no se sabía si dormía o no, que en eso les había dado muchos chascos. Sebastián le hablaba a Agustín:
—¿Quién acabó con las procesiones en Valencia? Blasco. ¿Quién con el Rosario de la Aurora? Blasco y nadie más que Blasco y los suyos. Y nada de tiros: a fuerza de gayatos. Un tío mío, que era gran esgrimista, daba clases de «gayatería» en «La Democracia»; que importaba mucho entonces saber manejar bien el garrote. Hablando, Blasco llevaba la gente a donde le diera la gana: y nunca se rebajó a insultar a nadie. Para eso, Soriano. Una vez, cuando dijeron que iba a embarcar en Valencia una peregrinación para ir a Roma, Blasco dijo que no y, a pesar de la concentración de no sé cuánta guardia civil, no embarcó. Tiraron a más de ochocientos cincuenta peregrinos al mar, allí en el puerto; yo ya rondaba por allí y nadie me lo contó, que lo vi, y aun ayudé en lo que pude. ¡Aquéllos eran hombres! Los guardias no sabían qué hacer, si sacar aquellos desgalichados del agua o defenderse de los republicanos. Aquello fue muy sonado.
—Aquéllos eran hombres… Lo que importa de un hombre es lo que vale. Como decía Carlos Segrelles: hay quien lo pesa en plata, pero, para nosotros, el valor es otra cosa: cuentan los bragados, lo demás no tiene importancia. Un miedoso, un cobarde, no vale nada y acabar con él es como quitar un cero a la izquierda.
Carlos Segrelles fue un periodista con cierto talento, empeñado en venderse, cargado de hijos y que tuvo sus puntos y corona de poeta. Vivió del favor de don Rodolfo, el de las timbas, que le tenía bien sujeto por mor de unas letras protestadísimas. El andar con tanto matón le hizo creerse valiente; llevaba una pistola en el bolsillo trasero del pantalón y se entretenía cargándola y descargándola. Acabó siendo el correveidile del patrón y redactando los sucesos en La Voz Valenciana hasta el día en que se pegó un tiro —el único que disparó en su vida, a pesar de que sus sueños estaban repletos de balaceras— cuando se enteró de que su hija mayor se había fugado con un chulo de la pandilla.
El recuerdo del periodista llevó a Correcher a hablar de ciertas redacciones: la del Pueblo tenía un duro diario para comer los que hacían el diario y la familia de Blasco. ¡Qué tiempos! Todavía no hace mucho —me lo contó un primo mío que es linotipista, bueno, que era, porque lo mataron en Teruel—, un día que entró Mario Blasco en la redacción (Mario era uno de los hijos de don Vicente, enclenque y poca cosa), al verlo Azatti dijo a los que estaban a su lado: «Yo tengo la culpa de que éste sea así». Miraron todos un poco asombrados a don Félix. «¿Pues qué?». «Como doña María, la madre de Mario, me lo daba a cuidar, yo me tomaba los biberones…».
El Tellina no se movía, debía estar dormido de veras. Sebastián seguía con su cuento, como si le interesara a Agustín. La verdad es que Correcher se consolaba recordando la casa del Pueblo, la Democracia, la Escuela de Artes y Oficios, toda aquella cantera de centros culturales que había visto nacer, y la editorial Prometeo aquellos tomos de a cuatro reales que había leído en casa de su padre, ateo, «de los de Blasco», y escultor de imágenes religiosas.
—En aquella redacción escribió Blasco sus mejores novelas. ¿No sabes cómo? Entraba uno de la imprenta y le decía: «Ché, don Vicent, que faltan diez cuartillas para el folletón». Él se apartaba de sus compañeros, y allí mismo, en la esquina de una mesa, sin retocar una palabra, escribía lo que hacía falta. Y eran La barraca, Cañas y barro, Arroz y tartana. Era una fuerza de la naturaleza. Sus novelas no pueden darte una idea de cómo era, parecía un dios, con unas barbas suaves, negras, brillantes, como las de un jefe árabe. Pero no comían bastante y Azatti, de cuando en cuando, organizaba un mitin en un pueblo cercano: —Ché, vendrá sin haber cenado, y luego ya será tarde.
—«No te preocupes, chiquet, don Vicent es don Vicent», le decían invariablemente. Toda la redacción acompañaba entonces a Blasco y comían por una semana.
Tal vez le empuja a hablar el hambre que tiene, piensa Agustín. Pero no, es su viejo entusiasmo, herido por las tristes circunstancias:
—Ahora es muy fácil hablar de hacer escuelas, cuando las construye el Gobierno, ¿pero entonces? Y en cada barrio, en cada pueblo se fueron creando Casas de la Democracia, con su escuela laica, con su escuela nocturna para adultos, con su sala de conferencias, con su escuela de Artes y Oficios. ¿Y quién hizo todo eso? ¡Blasco y nadie más que Blasco! Luego se hizo célebre por el mundo entero y, claro está, cambió…
Bajó la voz, apesadumbrado por el recuerdo de la última visita del Gran Hombre a su ciudad natal, y del desencanto de sus adoradores al verle tan cauto, tan escurridizo. Reacciona, sin embargo, por sentimiento de justicia y para justificarse a sí mismo.
—Pero lo que él hizo en Valencia, eso fue grande y no lo borra nadie; ¿me oyes?, nadie.
Ahora se calla y empuja el rescoldo con el pie. Brillan las brasas y la ceniza se esparce. Piensa que mañana, o dentro de unos días, entrarán los otros en Valencia; baja la cabeza y se muerde el labio inferior hasta hacerse daño. ¡Si pudieran volver aquellos tiempos! Agustín sale afuera. Hay luna, velada por una leve bruma; el campo aparece inmenso en sus altibajos, los pies de vid ordenados geométricamente en la suave ladera y, más allá, campos indescifrables. Hace frío, pero no lo siente, le arropa todavía la tibieza del fuego. Le parece que el paisaje ahí extendido es como su vida, incomprensible, con la sola luz del recuerdo de Remedios. ¿Por qué Remedios? ¿No está más cercana Pilar, muerta como el silencio de la noche? No, es Remedios, Remedios que lo baña todo con la luz de la luna, una luz opaca e inmarcesible. Piensa que podría desaparecer, irse, cambiar de nombre —y de vida—, ser otro perdiendo de vista a su mujer y a su padre. Pero ¿a dónde ir? Si supiese dónde está Remedios…