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Correcher pescó una pulmonía y le enviaron a un hospital de Cuenca; allí hizo buenas migas con un tal Jesús Molinero, que posiblemente se llamara de otra manera, pero si era así no había quién se acordara de ello. Veníale el apellido del oficio. Con permiso de las autoridades fue el bueno de Sebastián a reponerse en la casa del aceñero, a instancias de éste. Servía allí una criadona, de nombre Alicia, a la que al valenciano dio, cuando tuvo fuerzas para ello, en piropear con palabras que no son de decir; juraba que no pasó de ahí. Pero la honra es todavía brava por el campo y, sea por lo que fuere, la maritornes se soliviantó, fue con el cuento a sus padres, que no vivían lejos, pastor él de poco aguante, y éstos se presentaron un mal día en el molino, clamando y reclamando por el comportamiento del huésped y exigiendo el cumplimiento de la palabra de matrimonio que, al decir de Alicia, Correcher le dio. El hombre se desgañifaba, revueltas sangre y ánimo —al parecer con razón— clamando que no había ido más allá de frases que ahora tenía por banales. El pastor y su consorte no cejaban y Alicia —grande, gorda y ya pasadilla— se hacía la lastimosa hipando, sorbiendo mocos, sonrojadísima. Correcher pudo avisar al Tellina y éste se presentó en el molino al mando de una compañía.

—¿Qué pasa? ¿Quienes son los espías?

—¿Qué espías?

—Señor comandante —dijo el pastor— y qué bien que viniera usted. Si la República es República (y yo soy republicano de toda la vida) usted obligará a éste a cumplir con su obligación.

—¿Qué? —pregunto el Tellina—. ¿Un soldado faltando a su palabra? ¡Eso podíamos hacer! Es caso de consejo de guerra y aun de pena de muerte.

—No tanto, señor comandante.

—Aquí no hay señores, sino compañeros. Y si digo consejo de guerra no me replique, a menos que quiera comprometerse. ¡Detengan a ése! —por Correcher—, y andando.

—Pero si lo que nosotros queremos es que se case con Alicia.

—Primero las ordenanzas, compañero.

Y se llevaron al bueno de Sebastián, no sin que le atosigaran con bromas pesadas durante todo el invierno.

Por aquel entonces, una noche, Agustín soñó que era un conejo. Estaba acurrucado en su madriguera. Un conejo color canela. (¿Qué hacía un conejo de ese color en el vivar de un gazapo de monte?). Encogido, acorralado, pegado en un recodo del caño, a oscuras, desesperado, sin salida, oliendo el hurón que se acercaba. Sentía sus brazos encajados en el pecho, las piernas en el vientre: agazapado Y el hurón allí, con su morro puntiagudo, sus ojos perspicaces, viéndole ya. El miedo en las entrañas frías. Se distendió sin pensarlo y salió huyendo, madriguera adelante. El hurón le seguía, pegado a sus cuartos traseros. A la salida, sin duda alguna, debía de haber un cepo. Lo sabía, estaba seguro, pero prefería morir de algo frío que bajo los dientes del hurón vivo. ¡La luz! ¡La luz! No vio más que los pies, calzados de altas botas, cerradas con hebillas de metal brillante, del cazador. Un feroz ruido de cerrojos. ¿Había escapado al cepo? ¿O había pasado a través del saco de arpillera puesto en la boca del vivar? ¡El monte! Corría desesperado por el monte, ¡si pudiera llegar a la linde del bosque! Corría entre hierbajos y matas, en un claro. Oyó las detonaciones de dos disparos y rodó, herido de muerte; sintió cómo las balas —no eran perdigones— le perforaron el vientre. El animalito se estremecía, la panza blanca teñida de sangre oscura, la mirada velada, incomprensible. El pobre animal movía convulsivamente las patas. El cazador le cogió las traseras, lo levantó en vilo y le pegó un golpe seco en la nuca. Agustín despertó: le dolía la cabeza, el colodrillo. ¿Quién era el cazador? ¿Quién era? Acabó por despertar, dio media vuelta. Correcher refunfuñó.

Estaba amaneciendo, una luz lechosa se arrastraba por el suelo, penetrando por los bajos de la entrada de la tienda de campaña que no ajustaba bien. De repente, la punta del cono se puso amarilla de sol.

Cuando llegaron las noticias de la sublevación de Casado, en Madrid, muchos desertaron.

—Es la puntilla.

—Nos han traicionado.

Agustín pensaba lo mismo; sí, aquello era una traición.

Pero, además, a él, personalmente, a Agustín Alfaro, le habían traicionado, ¿quién? No lo sabía, pero tenía la sensación de que alguien le había traicionado personalmente, hacía tiempo, desde que había nacido, desde que tenía uso de razón.