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Sigue la historia del Tellina

A los seis meses salió de la cárcel de San Miguel de los Reyes un hombre musculoso y agresivo al que toda la gente del bronce conocía por el Cudol. Debía siete u ocho muertes —que acerca del número hay discrepancias— y volvió al servicio de don Rodolfo. Se enteró de la iguala que estaba cobrando el Tellina y se puso furioso:

—Yo me encargo de que esto se acabe. ¡Parece mentira! Y no pasa de hoy, o no me llamo como me llamo.

Fuéronle con la bravata a don Rodolfo que dio la callada por respuesta lo que, naturalmente, se supuso asentimiento.

Fuéronle con el soplo al Tellina que se levantaba tarde —la gran vida—, en un piso del ensanche en el que no faltaba nada.

—¿Dónde le han puesto a trabajar?

—En el Lion d’Or.

Un buen café con aire de cervecería alemana, en la plaza de la Pelota. La timba está en el primer piso, súbese por el fondo, dividido del salón grande por una tarima en la que toca un quinteto muy afinado. A sus espaldas se reúnen honrados comerciantes que han formado una peña, «La Araña», bajo la advocación de un novillero que ya cobra fama, Manuel Vaqueret, Vaquerito.

Esa misma noche citó el Tellina a un amigo suyo, el Gancho, por su larga nariz y su afición a embaucar ingenuos; sube con él al «casino», se planta frente a la ruleta y, en un dos por tres, levanta un muerto. Páganselo y avisan al Cudol, que estaba tomando una cerveza en la terraza del Bar Inglés. Mientras, el hombre cobra una segunda apuesta que no había hecho. A la tercera el «croupier» se niega en redondo a pagar.

—Ahora, todo.

Saca la pistola mientras el Gancho, con su reconocida habilidad, recoge todo el dinero esparcido en la mesa, y frente al pagador —por mero lujo— dispara un par de tiros y sálense los dos tahúres sin molestias. Ya estaban en la calle cuando llegó el valentón hablador. Bastó con las miradas y el silencio de sus compañeros, a la madrugada y en el Círculo Liberal: a veces la muerte se retrata en la cara de cualquiera.

A las siete de la tarde del día siguiente fue el Tellina a tomar vermut al Bar Inglés, sabiendo que es el lugar donde suele hacerlo diariamente el Cudol. No tardó éste en llegar, acompañado con uno de sus confianzas, pidió, alzando la voz:

—Un vermut con tellines.

—No hay tellines —aduce el camarero.

—Pues lo siento, porque yo venía dispuesto a comer tellines.

—No le puedo ofrecer muchas, pero aquí le ofrezco una que se puede comer cuando quiera.

Salieron y al llegar a la esquina de Vicente Querol y Miñana dijo el Tellina:

—Pues ya puedes ir empezando a comer gusanos.

Lo dejó seco y aun hirió al otro que echó a correr por el callejón de la Redención.

Le detuvieron al día siguiente, pero nadie le pudo probar la fechoría: su pistola era, ya, de distinto calibre y no iba a denunciarle ninguno de su calaña. Lo sacaron a la calle y fue el amo de Valencia. El amo de cierto mundo, pero, como era el suyo, le bastaba.

Un año después proclamó su dictadura el general Primo de Rivera. El Tellina lo tomó muy a mal, y no porque se hablara de cerrar las casas de juego. No, sino porque el Tellina era republicano y liberal.

Tal vez haya que ser valenciano, y educado en el ambiente de la mercantil capital levantina para comprenderlo. Toda la familia del valiente era republicana y don Vicente Blasco Ibáñez, Dios; y Lerroux su representante en la tierra, y Azatti, Castrovido, Zozaya, sus profetas. No se sabe exactamente lo que es la República: la libertad, el laicismo, el hacer cada uno lo que le da la gana; es la esperanza, el maná que resolverá todos los males, una aurora, el sol asomándose con todos sus rayos. La monarquía es vieja y se aguanta porque no hay más remedio. Pero la dictadura, no. Y más con eso del somatén, amalgama ridícula de tenderos y guardias civiles retirados que juegan a servidores no asalariados del orden público. A un lado quedan los anarquistas —que son hombres de pelo en pecho, a los que hay que respetar—, a otro los socialistas, que son unos burócratas sin lo que hay que tener, unos hijos de primera comunión, bilbaínos en su mayoría, que no sienten su sangre, con tanta llovizna y tanta bruma. Lo que importa es la República y los republicanos, lo demás no cuenta, y que no los echen, como ahora, del Ayuntamiento, como perros.

Una noche de febrero de 1924 entraron tres somatenes en una taberna de la plaza de las Escuelas Pías, serían las dos de la mañana. El Tellina sabe que vienen por él, no ha recatado su manera de pensar en ningún sitio. De los que entran, con carabina terciada, nuestro hombre conoce de sobra al que manda, el padrastro de su mujer, el famoso barbero, que desde aquella escena no dio pie con bola y entró a servir, descaradamente, en la secreta. Han tenido sus más y sus menos. Pero hace tres años que no se hablan. El barbero cree que ahora es la suya: hace que no le ve, no le da la cara, los demás piden la documentación a cuantos están ahí. Registran, aceptan unos vasos de vino que les ofrece el dueño. Luego, tranquilamente el Botiquer viene hacia la mesa donde sigue fumando como si tal cosa el Tellina, con dos amigos. Los manda registrar: a uno le sacan una navaja; luego otra. El Botiquer le pega una bofetada a un jovenzuelo acompañante de nuestro hombre, que protesta:

—Hombre, esto no está bien.

Vuélvese airado el ex barbero:

—A ti también te lo hacemos.

Levanta el brazo y sólo lo baja muerto, que el Tellina sacó su Astra del nueve largo y acaba con los tres representantes de la autoridad en un santiamén.

A las cinco de la mañana llamó en la puerta de la casa de Alberto Chuliá.

—Me tengo que ir.

Lo escondió el inventor. Mientras, quien sabía, falsificaba unos documentos, con lo que pudo llegar a Barcelona; embarcó allí sin mayor dificultad, en el Marqués de Comillas. Quince días después paseaba su garbo por La Habana.

Casó allí con una criolla, bonita y con mucho temperamento. Aquella mujer ejerció un gran dominio sobre él, y el Tellina empezó a ganar dinero lo más honradamente del mundo. Abrió un bar, al que pronto añadió un restaurante. Allí hubiera acabado su vida con la mayor tranquilidad si no se proclama la República en España. Lo dejó todo al sentir reverdecer los laureles de su juventud.

Dolores —su primera mujer— había muerto tuberculosa, en una casita de El Vedat, consumida de un ardor que ya no podía compartir. Durante sus últimas horas veía al Tellineta por todas partes.

Cuando volvió, en 1931, lo encontró todo cambiado, sin darse cuenta de que los años pasados en Cuba le habían dado vuelta. En Valencia se acordaron de él como de cosa pasada. Le molestaba aquel repetido en cada encuentro: Te’n recordes?… Con la intención de regresar a La Habana fue a Barcelona, salióle allí la posibilidad de comprar, en traspaso, un negocio de vinos en Villanueva y Geltrú —no le faltaba dinero— y allí se quedó haciendo una vida ordenada, casado con la hija del dueño del restaurante de la estación.

En julio de 1936 cumplió como los buenos, aunque allí no hubo gran cosa que hacer; obligado por las circunstancias tuvo que ingresar en un partido. El de sus amores, el radical, se había pasado al moro y bajo la influencia del factor de la estación, escogió el POUM.

En Barcelona vivía en un piso incautado por su partido, al que prestaba servicios sin gran importancia, descansando en su fama, conocida de alguno de los dirigentes. Como la política le tenía sin cuidado, no tomó parte en la sublevación de mayo del 37 a la que reputó sin sentido. Lo cual no obstó para que una madrugada del mismo mes llamaran unos policías a la puerta de su casa y le detuvieran. Lo cachearon y subieron todos en un automóvil. No habían corrido cien metros cuando el Tellina los acribilló a tiros, que tenía otra pistola escondida en la entrepierna. Desapareció antes de que acudiera nadie, que a esas horas estaba desierto el paseo de Pedralbes.

A los tres días estaba en Madrid, con una identidad que no había estado a prueba de bomba, ya que gracias a una de ellas la había birlado de la cartera a un herido de uno de los primeros bombardeos de Barcelona. Decidido a pasar desapercibido había cogido por bueno el verse afectado a un batallón de fortificaciones del IV Cuerpo de Ejército. El único que le reconoció, a más de Correcher, que se le pegó como una lapa, fue el Padre Benito, comisario general del Cuerpo, pero el Tellina le hizo un gesto que bastó para que el anarquista pasara de largo. A los cuarenta y ocho años, el Tellina había perdido sus ilusiones y anhelaba volver a La Habana.