Su vida, en el campamento, no añadía novedad. En los ocho meses que pasó Agustín allí sólo hubo dos sucesos que merecieran el calificativo de tal. Una mañana, al frente de una recua, bien vestido, bien afeitado y peinado se presentó un joven con uniforme de comisario. Se cuadró ante el Padre Benito y declinó su identidad: Javier Barroso, comisario que venía a servir a sus órdenes. Algo refunfuñó el viejo anarquista que aun siendo del mismo cuerpo no acababa de ver su utilidad. Señalaron alojamiento al recién llegado y éste empezó a descargar su impedimenta, que era muy voluminosa.
—¿Qué traes ahí?
—Libros, folletos, carteles…
—Tú, ¿qué eres?
—¿Yo? Comunista.
—Mira, joven —le dijo el Padre Benito— aquí vivimos en paz y armonía y hacemos lo que podemos gracias a que llegamos a un acuerdo con todos… Aquí hay de todo, como en botica: anarquistas, republicanos, socialistas y otros que no saben lo que son; respetamos las ideas y si tú eres comunista, santo y bueno, pero lo que no toleramos, ni toleraremos es que se haga propaganda de ninguna especie. Éste es el acuerdo. ¿Entendido?
—Pero, es que…
—No hay pero, ni perro que valga. Y ya lo sabes, si te quieres quedar, te quedas, y si no por donde viniste te vas. Aquí paz y después gloria…
—Pero…
—Mira, hijo. Si te cojo haciendo propaganda, te fusilo.
Javier Barroso, que tenía veinte años, se cuadró, saludó, dio media vuelta y se fue a su chabola. Acababa de aprobar el sexto año de bachillerato cuando el alzamiento, era hijo de familia acomodada, madrileño y de la FUE. Estuvo en el Guadarrama y en Teruel, donde una bala en el codo derecho le inmovilizó el brazo. Ahora le mandaban de comisario y estaba decidido a llevar a cabo su misión, contra todos los pesares. Habló con los demás y encontró a dos camaradas o ex camaradas, para ser más exactos. Éstos intentaron quitarle de la cabeza su afán proselitista, en vano.
—Tú, ¿qué eres? —le preguntó a Agustín.
—¿Yo? Republicano.
—¿De qué partido?
—De ninguno.
—Muy bien. ¿Quieres ayudarme?
—¿A qué?
—A meter algunas ideas en la cabeza de éstos.
—¿Qué ideas?
—La necesidad de resistir.
—Yo creo que todos están convencidos.
—De la unidad…
—Eso ya es otra cosa. Aquí cada quien tira por su lado.
—Ahí está el mal. De esa manera nunca ganaremos la guerra. Y hay que ganarla.
El Tellina, que escuchaba, le espetó:
—¿Por qué no estás en el frente?
A Barroso le hubiese sido fácil y provechoso alardear de su herida, pero no quiso, por honestidad:
—Porque me han enviado aquí.
—Aquí lo que hace falta es gente que sepa cavar. ¿Sirves para eso?
—Hay cosas tan importantes, o más.
—¿Cuáles?
—Estar convencidos de que…
El Tellina se levantó y se fue.
—Ayúdame —le dijo Javier a Agustín.
En un dos por tres organizó el comisario su mural, pegando carteles, periódicos y dibujos y se puso a distribuir folletos, con la mejor sonrisa. A la caída de la tarde, reunió a cuantos pudo en el centro del campamento, que había llegado a tener cierta forma de plazoleta, se subió en un cajón y empezó a arengarlos. A los cinco minutos se presentó el Padre Benito, con dos hombres.
—Óyeme, joven. Ya te prevení, así que hazme el favor de bajar de ahí.
—Pero, es que…
—Mira, joven «pero», aquí no hay peros, ni peras. O bajas, o te bajan.
—Pero, usted mismo es comisario…
El Padre Benito ordenó a sus hombres que llevaran el emperrado al almacén, que servía de calabozo. Lo encerró después de decirle: Ya te lo advertí. Mañana te fusilo, por insubordinación.
Por la noche, con permiso de su superior, Agustín le llevó algo de comer al chaval.
—Pero, oye, ¿el viejo habla en serio?
—No lo sé. No creo.
—Pero ¡es una vergüenza! Yo cumplía con mi deber.
—Sí, pero por lo visto, aquí lo entienden de otra manera.
—Hay que avisar al comisario general.
—¿Quién?
—¿No puedes ir tú?
—¿Yo? ¿Con permiso de quién? Yo soy el cartero. Lo único que puedo hacer es hablar con el Padre Benito.
Lo hizo. El anarquista le aseguró que sólo había querido dar un ejemplo: lo tendría encerrado un par de días y luego que hiciera el joven lo que más le acomodara; ahora, eso sí: si reincidía iba a ser otro cuento. De todos modos ahora reuniría a toda la compañía y expondría el caso, a ver qué resolvían entre todos, que ése era el modo de llevar los asuntos en el IV Cuerpo de Ejército.
—Bueno, compañeros, ya estáis enterados de lo sucedido con ese comisario que nos mandaron. Aquí, como estamos todos convencidos, no se admite propaganda de ninguna clase. ¿Estamos de acuerdo?
Los síes no se hicieron de rogar.
—Ya habéis visto que lo he metido en el calabozo, ahora, ¿qué hacemos con él?
La respuesta fue tan unánime como la anterior:
—Fusilarlo.
El Padre Benito, se estiró el lóbulo de la oreja izquierda, que era su manera de demostrar preocupación.
—Bueno, compañeros, bueno. Pues… mañana al amanecer. Pero…
—¡Ah! —dijo uno—. ¿Tú también vas a empezar con peros?
Correcher y Agustín fueron a hablar con el Padre Benito.
—Oye tú —le dijo el valenciano—, me parece que es demasiado…
—Yo se lo advertí.
—Ya lo sé, pero…
—Con peros no vamos a ganar la guerra.
—Fusilando camaradas, tampoco.
—Ése no es camarada. Si mandaran ellos, de nosotros no iban a quedar ni los rabos.
—Pero primero hay que ganar la guerra —dijo Agustín.
—¡Mira la mosca muerta!
—Bueno, me parece que es de sentido común.
—Además —dijo Correcher—, ¡menudo lío se armaría! Son capaces de venir.
—Sabríamos recibirlos. ¿Quién manda aquí?
—¡Yo! ¿Qué le ordené? Que no hiciera propaganda. ¿Me desobedeció o no?
—Si eso no lo discutimos.
—¿Entonces? ¿Cuál es la pena para un soldado que desobedece en el frente?
—Hay desobediencia y desobediencia…
—Aquí no hay más insubordinación y rebeldía.
—No fastidies.
—No fastidio, fusilo. No me vengáis con monsergas y, ¡a dormir!
El Padre Benito fue a visitar a su prisionero.
—En buena te has metido, ¿por qué no me hiciste caso? ¿Soy tu superior o no? Ahora, tú mismo dime, a insubordinación frente al enemigo ¿qué pena le corresponde?
—A mí me mandaron aquí a levantar la moral de la tropa. Éstas fueron las órdenes que me dieron en el Comisariado General.
—Me cisco en el Comisariado General.
—Entonces a quién habría que fusilar es a usted.
El Padre Benito estaba de vuelta de muchas cosas y el muchacho le era simpático:
—Te vas a largar ahora mismo, y no vuelvas a poner los pies aquí. Y dile al compañero comisario general que no queremos comunistas en esta compañía. ¿Está claro?
—Como el día. Pero si me mandan volver, aquí me tendrá.
—No te lo aconsejo. Y ahora lárgate. Por ahí llegas en media hora al Portazgo, en dos horas estás en la carretera.
Nadie se asombró mucho al ver la puerta abierta al despuntar la aurora, una aurora sucia y gris.
Fue el comandante del Grupo del Ejército el que mandó llamar al Padre Benito. Éste reunió a seis hombres, los armó con naranjeros y bombas de mano y fue a Minglanilla. El Tellina, con quien habló a solas, se negó a acompañarle: Yo ya no estoy para estas cosas.
El viejo no insistió.
El Padre Benito llegó al Comisariado General a media mañana. Le conocían muy bien y algunos se apartaron de los alrededores del caserón con tal de no saludarle. A lo más, algunos vagos: ¡Hola! ¡Salud!
Hacía frío, a pesar del sol; la tierra estaba dura, todo parecía viejo. En el portón intentaron detener a su acompañamiento, le dijeron que entrara solo:
—Éstos vienen conmigo, si no pasan me vuelvo.
Los seis hombres llevaban, ostensiblemente, bombas Laffitte en las manos. Así llegaron, encuadrando al ordenanza que los debía anunciar, al despacho del comisario general. Era una habitación amplia y destartalada, con vigas oscuras; en un rincón, una deslucida mesa de pino, unas cuantas sillas medio cojas.
—Te he mandado llamar para que me des una explicación detallada de tu inconcebible conducta. Pero, primero, que salgan estos hombres.
—Vienen conmigo.
—Que salgan y que te esperen afuera, en la plaza.
—No salen.
—¿Quién manda aquí?
—Tú serás jefe de unidad, pero yo también. Luego soy tanto como tú. Y si he venido es para que veas que no es desprecio, y que no tengo miedo. Nosotros hacemos la guerra como creemos que debemos hacerla. Nos dijeron que a cavar trincheras, pues se cavaron las trincheras. Pero sin propagandas, ¿eh?
—Ahora mismo te llevas al comisario Barroso y le das toda clase de satisfacciones ante la tropa.
—Porque tú lo dices… Y, bueno, ya me has visto, que es lo que querías, ya vine y ya me voy. A tus órdenes. Compañeros, andando que es gerundio.
Y como habían entrado, se fueron.
—¡Quietos! —ordenó el comisario general a los suyos—. ¡Quietos! O habrá una sarracina. Dejad que se vayan e id en seguida por ellos, en la carretera.
El Padre Benito y los suyos traían una carcacha; a un kilómetro de la salida del pueblo, en el primer recodo, mandó poner pies en tierra y dispuso sus hombres a ambos lados de la carretera. Tan pronto como aparecieron los dos automóviles del comisariado, abrieron fuego. Los apresores no insistieron, dando media vuelta.
En el campamento, aquello se celebró como una gran victoria. Agustín le preguntó al Tellina:
—Así, ¿cómo quieres que ganemos la guerra?
El Tellina se alzó de hombros. Agustín, que había visto y vivido la guerra de Madrid, comprendía que aquello acabaría mal.