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El asedio de Madrid no cambió la vida de Agustín, visitaba a sus clientes y aun servía pedidos, procurando cambalaches cuando la mercancía escaseaba. Consiguió una vez ir a Ibi, con un camión que llevó heridos a Alcoy, y lo trajo lleno de juguetes. A medida que la vida se hizo más difícil empleó parte de su tiempo en abastecer su casa de lo indispensable. Él, como todos, se acostumbró a los bombardeos y a la escasez.

Su tragedia era la de sus suegros, que nunca quisieron bajar a un refugio, ni siquiera apartarse de su casa por miedo de que un obús o una bomba destrozara el piso y echara a volar su fortuna. Don Marcelino seguía componiendo relojes pasando un miedo de los demonios. En el invierno del 37, Agustín convenció a Angelita para que se fuese a Ibi, a casa de don Francisco, el fabricante que representaba y con quien tenía excelente amistad. Intentó que la acompañaran los relojeros, pero no hubo manera de convencerles: ellos no salían de su casa. Angelita y la niña salieron una mañana fría, en un autobús, con otros evacuados. Agustín se quedaba para cuidar la casa y el negocio. La criada de turno se fue con la «señora». Agustín, solo en Madrid, se pasaba el tiempo en la librería, donde no se podía dar un paso. Los bombardeos habían destrozado muchas casas y, entre los escombros, se encontraban volúmenes, desparejados los más, pero que formaban montón. Eso sin contar algunas bibliotecas que Lucas compró sin fijarse mucho —más que a solas— de dónde provenían. El librero y don Cándido dieron en discutir largo y tendido acerca de la guerra, sus causas y remedios. Ambos latinistas traían a cuento toda su erudición en favor de teorías dispares. Allí de la guerra justa y su contraria, del derecho a la rebelión, de la justicia y la libertad; de día y de noche.

Fue la época más feliz de la vida de Agustín, Pilar le cuidaba como a un hijo, y él se dejaba querer queriendo. El recuerdo de Remedios le servía, difuso en la voz de su querida, como de un sostén ligero. La guerra le obligaba a una vida más cerrada y a un interés mayor por los sucesos diarios, hasta que el 30 de noviembre de 1938, un obús mató a Pilar, mientras hacía la cola del carbón: una guija de nada que le penetró por el occipucio.

Por primera vez salió don Cándido a la calle. Fue un entierro terrible; hacía mucho frío, y el cañoneo a la espalda. Lucas consiguió una caja decente y un carromato. Había grandes nubes cárdenas y caían algunas gotas. El librero y el cura tuvieron una trifulca porque Lucas se dio cuenta de que don Cándido rezaba. Agustín, las manos en los bolsillos del gabán, envuelto a más no poder por una bufanda que Pilar le había hecho, de punto de media, plantado ante el nicho, no pensaba en nada: le dolía la cabeza, como si le hubiesen decapitado. Los viejos, después de consultarse con la mirada, no se despidieron; le dejaron allí y Agustín tuvo que volver a pie.

Se encontró solo. Por primera vez en su vida, completamente solo. Con poco que hacer y sin nadie a quién hablar. Hubo su madre, Remedios, Angelita, Pilar; amigos de verdad nunca tuvo, siempre acogido a regazos femeninos. Ahora se daba cuenta de ello. Intentó pasear con algún conocido, adherirse a la tertulia de un café, pero se aburría horrendamente: ¿Qué estoy haciendo aquí? La casa estaba fría, el lecho matrimonial demasiado amplio, se sentía recortado por todas partes, como si, de pronto, le hubiese salido una corteza a flor de piel que le separara de todo. Su madre en Segovia, Remedios, Dios sabe dónde; Angelita, en Ibi; Pilar, muerta; él, vacío. Vacío y adolorido, flotando al azar de la ciudad asediada, sin interés por cosa alguna, ni siquiera por las noticias o el abastecimiento. Se descuidó: cuando hacía demasiado frío, no se lavaba; pasó tres días sin afeitarse, cosa inaudita, que siempre fue atildado. Le faltaba saber qué quería. Dábale vueltas a sus recuerdos, no deseando nada. Remedios le crecía adentro, como una hiedra. Volvió a la calle del Peñón. Paca y Petra estaban demasiado ocupadas con los problemas cotidianos para hacerle caso. Sus hombres estaban en la guerra.

—¿Y usted por qué no?

—Me declararon inútil.

El Canillas venía a menudo, del propio frente de Madrid. El señor Rafael, el Gorra, peleaba en Extremadura, donde acababan de ascenderle a teniente.

—Parece un alma en pena —le dijo Petra, a Agustín—. ¡Haga algo, hombre!

—¿Qué?

—De enfermero o lo que sea.

Pero no quería hacer nada. Una tarde, con el bombardeo formando cielo (éste cayó por Bravo Murillo, éste por Chamberí, éste no andará lejos de la Puerta del Sol…), vinieron con la noticia de que habían matado al Canillas. Petra no dijo una palabra, se dejó caer sentada en una silla. Paca soltó una blasfemia, Agustín creyó su deber intentar consolar a Petra; la mujer levantó la cabeza, le echó una mirada feroz y pronunció en voz baja: Váyase y no vuelva; usted trae la negra.

Agustín dio media vuelta y se marchó. Anduvo largo: lo sabía, sí, él traía la negra. ¿Y qué podía hacer? ¿Quién tenía la culpa? Su padre, sí, su padre. Matarlo. Matarlo ahora mismo, ahí, contra el bordillo de la acera.

No volvió por la librería, entre otras cosas porque movilizaron su quinta y aunque, en su tiempo, era cierto que le habían declarado inútil, le mandaron ahora a un batallón de fortificaciones, en la provincia de Cuenca. A su gran sorpresa se encontró a su padre, encargado del abastecimiento del IX Cuerpo de Ejército.

—¿Tú por aquí?

—Ya lo ve.

—Voy a pedir que te afecten a mi oficina.

—No quiero.

—¿Por qué?

—Porque no quiero.

—Estarás bien, no te faltará de comer.

—No quiero.

—Pero ¿por qué?

—Porque no quiero volverle a ver la cara.

—Está bien.

El batallón estaba formado de seres inservibles para las armas y de gente de mal vivir, enviados allí en castigo de sus intemperancias. El trabajo era mucho y se hacía lentamente. Cavaban trincheras por el monte y dormían hacinados en barracones y tiendas de campaña. Se hablaba poco y mal de todo.

Agustín hubiese podido librarse de ser llamado a filas recurriendo a Zaragozá, que al enterarse se le ofreció, amigo como seguía siendo de hacer favores que lograba, gratis, capitalizando agradecimientos banqueteriles. Conseguía pequeñas prebendas y repetidos favores de algunos intelectuales bien colocados en muchos ministerios. Agustín no quiso. La muerte de Pilar le dejó convencido de que había nacido con mala suerte. Esta seguridad —que a su vez le aclaraba los avatares de su vida— debíasela a Ramón, el mozo, que le hizo su horóscopo y leyó concienzudamente en las líneas de su mano: las estrellas le eran contrarias, ¿qué hacer contra ello? Nada predisponía a Agustín a dejarse llevar por las corrientes esotéricas, pero sus desgracias le dolieron menos cuando se acogió a los hados. No dejaba de reírse de ellos Jaime Borrás, el Tellina, cuando llevado de la mano por la oscuridad de las largas noches de invierno fue contándole —a trozos— los tristes acontecimientos que le tenían sumido en la indiferencia. Se contentaba con el rancho, que era malo; por el contrario el Tellina y Sebastián Correcher, que parecía servirle, se agenciaban suculentos extraordinarios —sardinas, jamón, chorizo y pan—. Como dormían juntos, la promiscuidad ayudando, a los pocos días partieron sus bienes con él incluyendo un par de mantas que —unidas a las suyas— les cubrían por la noche, apretados los tres sobre las de Correcher, tendidas en el suelo. El Tellina había encontrado inmediatamente el modo de no hacer nada, inventándose un puesto de vigilante; tenía cierto brillo en los ojos que se imponía a cualquier interlocutor, no dando ganas de contradecirle. Por el contrario, Agustín no le huyó al trabajo. El cansancio le parecía un remedio. El andar y más andar, creyendo que no es posible un paso más, sintiendo que no se puede con otro, y darlo; el estar seguro de que era el último y, sin embargo, no serlo, le sacaba de sí fijando todos sus sentidos en su cuerpo maltrecho. Tener la espalda rajada de arriba a abajo, los brazos deshechos, los hombros molidos, y andar. Desear caer fulminado por un rayo, estar pensando en tirar la pala y el pico por la suave vertiente de un barranco —insuficientemente profundo para desplomarse por él— y acabar de una vez; no tener fuerza para echar a correr, desear a cada momento tumbarse y descansar, y hacerlo porque ni los cabos ni los tenientes tenían, en esa formación anarquista, arrestos para imponérseles. Dormir como un tronco y seguir en la brecha al día siguiente. Abrir trincheras, darle a la pala —dolor agudo en la espalda, quemaduras en los hombros y en las manos; rotos los riñones: pegar un golpe con el pie al borde superior del apero, hundirlo en la tierra guijosa, dura, que se resiste—. Trincheras ¿para qué?, ¿contra quién?, ¿contra qué? Contra él mismo. Menos mal que era invierno, que le dicen que en verano fue peor. Cuando llueve se resguardan donde pueden, a esperar que amaine. Sí, la guerra. ¿Qué tiene que ver él con la guerra? ¿No tenía bastante con lo suyo? ¿Qué le va ni le viene? ¿Seguir como antes? Tampoco. Ni como antes, ni como ahora. Que le dejaran solo con Remedios. ¡Remedios! Nunca tan lejos ni tan cerca. ¡Qué cansancio! No se siente, o sí: las manos que le queman; pero, a pesar de ello, se duerme y no sueña, que así es la laxitud, la fatiga; se siente rendido, sin fuerzas, entregado a lo exterior, y es su consuelo. Se le enconaron las ampollas y el Tellina consiguió que le nombraran cartero de la compañía.