Pilar tenía siete u ocho años más que Agustín, lo cual no tenía importancia —como no fuese para ella—. Era mujer un poco hombruna, como lo aparentan a veces las campesinas de buen peso en la ciudad o las vascas, cuando lo son de talla y fuera de su centro. Medía cerca de un metro setenta y su esqueleto estaba bien cubierto por todos lados. La cabeza pequeña, la frente ancha, los labios gordezuelos, la nariz graciosa y ojos brillantes, pelo abundante y recogido con cierta desmaña; ésta era, en general, la tónica de su manera de ser. Descuidada en el vestir y limpia como un oro, producto híbrido; niña, había asistido, en Barcelona, a la Escuela Moderna, fundada por Francisco Ferrer, en la que siempre descolló por su talla, desacostumbrada entre los mediterráneos. A su buen sentido campesino, a su buena fe vasco–navarra, se había superpuesto el ateísmo virulento de una educación libertaria y la falta —desde los ochos años— de su madre. Cuando, el año 12, Lucas se trasladó a Madrid, acababan de enterrarla en las faldas de Montjuïch. A la casa de la calle de San Bernardo trasladaron los muebles de la alcoba de la difunta, donde se solía sentar un rato, por las tardes, el bueno del librero. Si el rito se convirtió en siesta es otro cantar, el del decurso de los años y las digestiones pesadas. Los recuerdos más lejanos e imborrables de Pilar están ligados a la Semana Trágica, a unos tiros, a unos incendios, a unas carreras por la calle, a conciliábulos misteriosos en los sótanos de la calle de Aribau.
En Madrid ya es ama de casa y de su destino, sabe de memoria las páginas de Kropotkine a los jóvenes, no que esté decidida a «trabajar en bien de la humanidad» pero le sería incomprensible estimar a quien no lo tuviese por la cosa más natural. Leyendo lo que quiere, el mundo no tiene secretos para ella —así lo cree—, sabe cómo se hizo y de su transformación, odia los convencionalismos y la hipocresía y asusta a cuantos jóvenes se le acercan. Estudia en casa lo que su padre, por las buenas, le indica y al cumplir los quince años tiene su primer amante. Nadie le quitó la bofetada que Lucas le pegó la noche del suceso en que ella, ufana, se puso a contarle su aventura. Quedó resentida y como lo acontecido no le había causado el menor gusto pasaron años antes de volver a las acostadas. Sentíase libre por efecto de su experiencia hasta que se enamoró perdidamente de Manuel Escalante, un perdido.
En ella dominó siempre un sentimiento maternal —quizá por la falta de su madre y el hecho de que únicamente la conociera impedida, sea por haber llevado el manejo de la casa desde que pudo, tal vez por su talla y peso—. Manuel tenía veintidós años, ella pasaba de los veinticinco, él era mal estudiante por propia voluntad, lo único en que la manifestaba. Pilar conocía, por la universidad inmediata, a multitud de jóvenes en mal de libros empeñados o vendidos, es decir, de pequeñas cantidades para pago de necesidades inaplazables —el billar, el café, la novia, otro libro, una matrícula, una excursión, una corbata, un desempeño—, ninguno le hizo el efecto que Manuel Escalante le produjo: fue una impronta, un hierro, quedó marcada. Era pequeño y feo y andaba a salto de mata; su familia, de Soria, le mandaba lo estrictamente necesario para vivir y sus estudios. Manuel se quedaba tumbado en la cama, fumando. Comía poco, paseaba mucho, no pensaba nada. Estudiaba, es un decir, derecho, asistía a algunas clases de filosofía, pensó que tal vez le gustara más la medicina y anduvo por San Carlos un par de días, que le bastaron para desengañarle. Probó el trabajo manual, y fue camarero una semana. En el fondo él sabía lo que quería ser, y estaba seguro de que, tan pronto como se pusiera a ello descollaría sin dificultad. Manuel Escalante —se decía— ha nacido para ser actor. El chasco fue tremendo, se trababa y no tenía oído.
—¿Es usted pariente de don Eduardo?
Decía que sí, mintiendo, para alcanzar migajas. Pero no pasó de hacer bolos. Además era mucho trabajo y no tenía figura de galán, sí de tenor cómico. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Pensó en suicidarse el día en que se lo echaron en cara.
Se puso a robar libros, que le vendía a Lucas; de ahí su conocimiento con Pilar, que se los pagaba mejor que nadie. La llevó, una tarde, a un café de la calle de Preciados —espejos y sofás de peluche rojo—, casi en la esquina de la plaza de Santo Domingo, cerca de la casa de huéspedes donde vivía, en la calle de Tudescos.
—¿De dónde saca tantos libros?
—Los robo.
Conoce el paño y sabe que puede decírselo; añade:
—Lo necesito para vivir.
—¿Por qué no trabaja?
—No sirvo.
—Todos servimos para algo.
—La cuestión sería saber para qué.
—¿No tiene miedo de que lo cojan?
—No, los libreros son tontos. Además, están acostumbrados. De cuando en cuando compro alguno, los dependientes son amigos míos.
—¿Estudia?
—Poco.
—¿Qué quiere ser?
—No lo sé. Nunca lo he sabido.
Mentía, pero jugaba, dándose cuenta de la necesidad de proteger que afloraba por todos los poros de Pilar.
—Pero así no se puede vivir.
—Estamos de acuerdo.
—¿Entonces?
—Cuando me canse del todo me pegaré un tiro, y en paz…
Lo dijo por fanfarronear; pero era cierto.
—¿No quiere a nadie?
—Ni nada. Cuando era pequeño tuve un perro de aguas y me lo mataron a palos: un borracho al que le ladró. Creo que, por eso, nunca me ha gustado el vino.
Su único vicio —si lo era—, fumar: encendía un cigarrillo con la colilla del otro.
—No fume tanto, le hará daño.
—A mí nada me hace daño.
—Pero así no se puede vivir.
—¿No lo está viendo?
—¿Y qué piensa hacer?
—Seguir, a ver si cae algún milagro.
—¿Cree en Dios?
—Es cosa que no me preocupa.
—¿Tiene novia?
—No.
—¿Entonces?
—Lo que cae.
—¿Del cielo?
—De los alrededores: no faltan.
—¿No se ha enamorado nunca?
—Supongo que sí: cualquiera es buena.
Quiere que Pilar se asuste, herir sus prejuicios aunque ya sabe que alardea de no tenerlos. Pero podía más la camisa rozada, el borde raído de las mangas, los lamparones.
—¿Quién le cuida?
—La criada.
—¿Por qué va tan desastrado?
—¿Me ve hecho un dandy?
—No, pero limpio, sí.
—Encárguese de ello.
—Si me deja.
—Yo me dejo, pero no me pida cooperación. Tome otro café. —Usted no tiene nada de tonto.
—No lo sé, es posible.
—Lo que le falta es alguien que le empuje, que le atienda.
—¿Quiere probar?
—Sí.
—Le advierto que le va a dar mal resultado.
—Mientras le aproveche…
—No creo que el agradecimiento sea mi cuerda.
—Nadie se lo pide.
—¿Le gusto?
—Creo que sí.
—¿Qué dirá su padre?
—Nada. Yo hago lo que quiero.
Aquello duró seis meses. A los tres, Pilar quedó embarazada, dos más tarde la llevó Manuel a la casa de un conocido suyo, estudiante de medicina, que con unas inyecciones, una purga, unos sellos de cornezuelo de centeno, la hizo abortar. Una tarde, al entrar la mujer en la oscura habitación de la calle de Tudescos donde vivía el estudiante, lo encontró ahorcado con su cinturón, pendía de una barra de cobre dorado de la cama deshecha.
Pilar se aguantó como las buenas. Al entierro no fueron más que ella, su padre y la criada de la casa de huéspedes. Al correr el tiempo y entrar Ramón al servicio de Lucas, dejó de aparecer por la librería.
Ramón era murciano y vino de Barcelona a esconderse. Había tomado parte en dos atentados, y en ambos salió herido, se salvó por casualidad y no le quedaron ganas de continuar. Era un hombre taciturno que hacía concienzudamente su trabajo. Se aficionó a leer libros cabalísticos, se mostraba partidario decidido del esperanto y de un más allá muy complicado; dormía en la buhardilla de la casa. Como la librería no cerraba a mediodía, subía a comer cuando bajaba Lucas, tras dormitar su siesta. Al anochecer solían reunirse en la trastienda algunos bibliófilos de poca monta, de los que andaban a caza de gangas. Por el día desfilaban muchos estudiantes, algunos curiosos y varias personas conocidas. De cuando en cuando huroneaba los estantes Pío Baroja, con su boina; o aparecía Azorín con sus ojillos entornados y su cara de bobo de color subido. Pasaba con su paso menudo, las manos cruzadas en la espalda y su voz atiplada Enrique Díez–Canedo, que daba clases de francés por allí cerca; también iban por allí Núñez de Arenas, Luis Bello, José María de Cossío, con sus gafas empañadas, rechoncho, con tipo de cura; José Bergamín, siempre de canto, la cabeza hacia adelante. Ninguno de ellos era buen cliente: buscaban el libro raro, sin valor para la gente y no sabían nunca exactamente qué.
También aparecían por allí José Waldman, narizota, y Antonio Zaragozá, que no tenía más personalidad que el acento sobre la última a. Zaragozá era gallego y vivía de organizar banquetes. Cogía las ocasiones por los pelos, siempre al husmeo —en el Ateneo, los círculos, las academias, las tertulias—, de un nombre y una ocasión. Telefoneaba entonces a lo más granado del gremio —fuese pintor, arquitecto, diputado, novelista, dramaturgo, periodista— y con un par de firmas de prestigio íbase a Lhardy, al Ritz, al Palace o a un figón, según el momento y la calidad económica de los presuntos homenajeados, arreglándolo todo, y cobraba su comisión por adelantado. El doctor Marañón era la más segura de sus bazas, así no le fuera mal con los Ortegas. Zaragozá buscaba libros pornográficos.
A veces, se paraba Agustín a oír una discusión:
—Lo que usted quiere, don Pío, es suprimir de un plumazo lo que le molesta. Si pudiera convertiría el Mediterráneo en otro Cantábrico.
—Cada uno busca su acomodo. A mí me disgusta la vocinglería, los gestos teatrales, la oratoria.
—Pero no me negará que está en minoría. Al español le gusta el teatro más que nada y más que a nadie.
—Yo no tengo la culpa.
—Pero no es razón para que desprestigie a media España, y lo que es más curioso: la que está más cerca de compartir ciertas de sus ideas.
—No es cierto.
—¿Cómo que no? Levante es el único reino anarquista que podría existir, si le dejaran.
—Ese anarquismo no es el mío.
—Claro, usted prefiere el ruso, cuanto más sombrío, mejor. Pero esa España que no le gusta es veinte veces mayor que el país vasco.
Don Pío se alzó de hombros y empezó a hablar mal de Blasco Ibáñez. Agustín pensó que lo que le molestaba al autor de Zalacaín era el éxito del valenciano comparado con el suyo. Por otra parte, a él tampoco le gustaba la bullanguería de los levantinos, que se empeñaban en hablar dialectos rudos que no entendía.
—El catalán es un insulto —como decía don Práxedes Galeana, cliente suyo de la calle de Zorrilla—. Pero, tal vez, no dejara de tener razón Lucas:
—Por mucho que quiera olvidarse de ello, aquello cuenta.
—Desgraciadamente —murmulló don Pío yéndose.
Desde que Chuliá le llevó allí, Agustín recalaba de cuando en cuando por la librería, si le sobraba tiempo al ir o salir de su casa. Cada día le gustaba más Galdós y compraba, al azar, sus novelas. Un día le atendió Pilar, porque su padre había ido a pagar las contribuciones. ¿Qué le recordó en ella a Remedios? Difícil es decirlo, porque era un aire que nada tenía que ver con el tamaño, sí con la voz. Una tarde encontró allí a don Cándido que, ido el hombre, se deshizo en elogios:
—Es muy buen chico, como hay pocos. Se merecía más de lo que le ha tocado.
Pilar y Agustín se volvieron a encontrar, por casualidad, en Madrid–París, una mañana espléndida y fría del mes de enero. Tomaron un vermut en un café de la Gran Vía, cerca de la plaza del Callao. Pilar andaba por los cuarenta años, Agustín acababa de cumplir treinta y tres, aunque las canas le avejentaban. No se cansaba él de oírla hablar; dejando aparte que Pilar tenía opinión de todo.
—Yo soy un ignorante —decía Agustín— y ahora empieza a pesarme. Pero ya no estoy en edad de aprender sino de ir viviendo.
—Es usted muy joven.
—No por dentro.
Se hicieron amantes casi sin notarlo. Les pareció un complemento normal de su amistad. Por primera vez Pilar fue feliz, por el agradecimiento. Agustín descansaba en ella. Se acostumbró a ir todos los días a la librería, pero subía al piso, huyendo de la tertulia de don Lucas, que le fastidiaba. De cuando en cuando iban a un hotel cercano y pasaban allí la tarde. Lucas, como siempre, no decía nada. Agustín no existía para él, nada de lo que le importaba le interesaba al representante. Le parecía absurdo que su hija tuviera amistad con un señor tan anodino. Lo aceptó como se transige con algo que no molesta. Aquello duró tres años: hasta la guerra del 36 y la presencia de don Cándido en los altos de la librería.
Con la revolución —la que se armó en julio— quien tuvo inmediatamente un puesto «imponente» —como decía él— fue Chuliá. No andaban sobrados los anarquistas de personas de calidad intelectual y el inventor tuvo en seguida entre sus manos un sinfín de organizaciones en el Gobierno de Aragón, a donde le llevó su amistad con algunos mandamases de la Confederación. Se hizo cargo de los más diversos asuntos, ya que de todo entendía; hizo proyectos fantásticos de escuelas y museos que recibieron la aprobación entusiasta de sus compañeros; de presas, de edificios, de aeródromos, de jardines, de fábricas de armamento; el llevarlos a la práctica fue otra cosa, pero, mientras tanto tenía tres automóviles a su disposición y una escolta de prestigio: ocho hombres armados hasta mucho más allá de los dientes. Era feliz, porque cada día se le ocurría otra idea «imponente» y se la aprobaban. Bastábale eso para pasar a otra. Iba y venía con frecuencia a Barcelona. Un día, cenando en el Hostalet, se fijó en Tula, y se fue con ella. A la mañana siguiente tropezó con Remedios al salir del cuarto de baño; no se asombró el inventor del encuentro: había tenido otros, tan inesperados.
—¿Os conocíais? —preguntó Tula.
—Sí. Nos vimos un par de veces en Zaragoza, ¿no?, y, otra vez, aquí. Por cierto que hace mucho tiempo que no veo a su hermano. Me lo encontré un día en Madrid, a poco de saludarla en el bar del Colón. ¿Se acuerda? Se lo dije y me hizo un sinfín de preguntas. ¿Sabe que se casó?
—Sí. ¿Cómo está?
—Será cómo estaba, porque ha llovido desde entonces. Bien, como siempre tan buena persona —y, dirigiéndose a Tula: Es poca cosa.
—No tanto, no se fíe de las apariencias —protestó Remedios: lo que pasa es que cuando alguien es capaz de algo grande, pero malo, todo el mundo habla de él, pero cuando se trata de algo bueno y que hay que callar, entonces…
—Nunca me dijiste que tenías un hermano —apunta, extrañada, Tula.
—Es Agustín.
—¡Ah, vamos! Haberlo dicho antes —ríe—. No está mal: tu hermano.
—¿Qué pasa? —pregunta extrañado Alberto.
—Nada, bromas de ésta —explica Remedios—. ¿No esperabas encontrarme aquí? —Lo tutea porque lo requiere el oficio y los tiempos.
—No. Has cambiado.
—No lo sabes bien.
—Pero mejorando aquel presente.
Remedios ha ganado en el mal cambio. Sabe arreglarse y poner en primer término lo que le favorece, que no es poco, y hasta juraría Alberto que ha rectificado la línea de su nariz.
—Nada le dije de eso a tu hermano. Supuse que no le gustaría… que gustases tanto.
—Hiciste bien. Es un alma de Dios. ¿Vives en Barcelona?
—No. Voy y vengo. Tengo un trabajo imponente, mando a más de tres mil hombres, y dentro de poco ocho mil: voy a reforestar todas las laderas de los Pirineos. Mañana me voy a Llivia y a Puigcerdá.
—¿No podrías traemos mantequilla y tabaco?
—Lo que queráis. Yo os resuelvo cualquier problema… ¿Y tu chico?
—En Segovia, con… su abuela. Hace un año que no sé nada de él. Estoy preocupada.
—Eso te lo arreglo yo en seguida.
—¿Cómo?
—Tú no te preocupes, eso es cuestión mía. Dame la dirección y ya verás.
Que Chuliá es de esa conformidad: todo lo puede, o, por lo menos, así lo cree y lo promete. Si luego no cumple no es por mala voluntad, sino porque se le presentan otros quehaceres u otras promesas. Entonces inventa y miente aduciendo inesperados contratiempos; pero que no se preocupen: eso lo resuelve él en seguida. Por algo es amiguísimo de los que todo lo pueden, sean quienes sean.