Contrariamente a lo que había pensado Concha, no hubo movimiento aquella noche. Una música militar lejana, tropas por el paseo de Méndez Núñez y patrullas. Hacía cerca de tres años que no tenía radio, para no dar que hablar y porque le molestaba oír los partes de guerra. Allá, por agosto del 36, se le fundió un bulbo y no lo mandó arreglar. Ahora sería otra cosa.
La idea de irse a París, de reunirse con Remedios era un bloque pétreo que, metido en la frente de Agustín, no dejaba más resquicio que la imagen de su madre. La oía aconsejándole que así lo hiciera. Había acabado la guerra, ella estaba enterrada, ¡ahora debía empezar a vivir de otra manera! ¿Qué haría en París? No sabía hablar francés. «¿El francés? Lo entiendo. Lo traduzco». (A medias, a medias. Ahora estaba a medias de su vida, le quedaba la mitad por delante y Remedios).
Serían las dos de la mañana cuando llamó violentamente en la puerta una patrulla de Falange. Iban registrando hoteles, casas de huéspedes y lupanares. No tenía Agustín más que su cédula. Pero llamó la atención del mozalbete, mandón, sus ojos enrojecidos y su decaimiento.
—Se murió mi madre.
—¿Tu madre? —preguntó zumbón—. ¿Cuál?
El señorito pensaba en la República. Agustín reaccionó, herido donde más le dolía.
—Por lo menos tenga un poco de respeto.
—Ahora te daremos respeto. ¿Qué haces en Alicante? ¿De dónde vienes?
Agustín no tenía por qué mentir. Se lo llevaron, orgullosos de su presa. Tula protestaba.
—Cállate si no quieres pasarlo peor…
Era el primero que detenían.
—¿Dónde le llevamos?
—Al Campo de los Almendros. Allí los están enchiquerando.
No llegaron.