12

—Su hijo —explicó la buena moza—. Pasa.

El cuarto daba a la calle, pero las persianas prohibían toda vista.

—¿No nos hemos visto antes?

—No creo —dijo Agustín.

—Yo diría que sí. ¿No ibas por Barcelona?

—Muy poco. ¿Y tú por Madrid?

—Nunca.

—¿Cómo es que estás aquí?

—Es muy largo de contar.

La mujer se desnuda sin prisas.

—¿Y tú?

Agustín se quitó la chaqueta. Le daba vergüenza su camisa sucia, la echó a un rincón.

—¿Crees que podría mandar a la criada a que me comprara una?

—Está todo cerrado. ¿De dónde vienes?

—De por ahí.

—¿Republicano?

—Eso dicen. A mí, de verdad, ni me va ni me viene.

La mujer se metió en la cama y tras ella Agustín.

Cumplieron; ella sabía su oficio. Quedáronse tranquilos, descansando, oyendo la tropa lejana.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el hombre.

—Tula, ¿y tú?

—Agustín.

—¿Agustín?

—Sí.

—¿Tú has vivido algún tiempo en Zaragoza?

—Sí.

—Ya decía yo que te conocía.

—¿De Zaragoza?

—No.

—¿Entonces?

Tula se levantó, se echó una bata por encima, y sentándose en la cama, frente por frente, dijo:

—¿Conque tú eres Agustín? ¡San Agustín!

Se echó a reír.

—¡Quién lo iba a suponer! Te conozco mejor que tú mismo. ¿Sabes quién es mi mejor amiga? ¡Mira por dónde he venido a ponerle los cuernos! Si lo sé antes, no me acuesto contigo. Eso puedes jurarlo.

Agustín luchaba para que no pronunciara el nombre.

—¿Cómo me conociste?

—Por la fotografía. Ya decía yo: ése no se me despinta. Pero buscaba en mis recuerdos personales.

—¿Qué fotografía?

—La de la «boda».

—¿Dónde está?

—¿Ella? En París.

—¿Bien?

—Muy bien, pero con tu recuerdo metido en la mollera. Es muy terca. No sabes lo que me costó decidirla.

—¿A qué?

Tula se arrepintió tarde.

—A nada.

—Ya lo sabía —dijo Agustín—. Me lo dijo un amigo.

—¿Quién?

—Debes conocerlo: un valenciano, Alberto Chuliá.

Estalló Tula:

—¡Hijo de la madre que lo parió! Por él estoy metida aquí…

—No me digas.

—Sí te digo, y te redigo…

—¿Cómo fue eso?

A mediados de diciembre, cuando los rebeldes rompieron el frente de Cataluña, Chuliá pasó al Centro, volando de Granollers a Albacete, y se llevó a Tula, con quien había hecho buenísimas migas. A la catalana le hacían gracia las fantasías del inventor, a quien tenía por oráculo, y, sin que mediara amor, se sentía a gusto con un hombre que la respetaba; no era excepción, que Chuliá llevaba en la sangre el amor por cualquier ser humano. Además, lo cierto, que conseguía toda clase de favores porque no tenía grima en pedir, dado como lo era a conceder cuanto estuviese en su mano y en la de los demás.

Iba a Murcia, a Lorca, para estudiar el problema del riego, que tal fue su pasión arbolera que acabaron tomándole en serio en el Ministerio de Agricultura. Ya veía realizado el proyecto del Centro de Estudios Hidrográficos, desde el sur de Castellón hasta la provincia de Almería, fecundados los eriales. Para lo que los ingenieros habían pedido lustros él se proponía resolverlo en dos años, y el plan que la República había preparado cuidadosísimamente era ya suyo. ¡Ay de quién lo dudara! Y de ahí podría sacar el territorio leal todos los cereales, todo el forraje, todas las hortalizas necesarias para la resistencia. Chuliá se había convertido, a sus propios ojos, en el personaje más importante del gobierno. Presentaba a Tula como su esposa, y la mujer cumplía como buena.

Cuando, perdida Cataluña, regresó el gobierno de la República a Madrid, para establecerse a los pocos días cerca de Alicante, Chuliá tuvo una entrevista con el ministro de Estado; trataron de un plan que el valenciano había madurado en un segundo, encontró el terreno abonado, y como lo que le sobraba era seguridad en sí, en un santiamén se pusieron de acuerdo. Tratábase, nada menos, que de la sublevación de los moros marroquíes. Quiso Tula acompañarle, pero no hubo manera de conseguir un pasaje para ella. Alberto le aseguró que volvería días más tarde. No lo hizo, aunque sí le telegrafió que fuese a Casablanca a reunirse con él. Pero esos días los aviones no disponían nunca de asiento libre.

—Se me olvidaba darte el pésame.

—¿A mí?

Por el tono, Tula se dio cuenta de que Agustín ignoraba la muerte de su madre. Porque, como siempre, entre mil cosas que Chuliá prometía («Eso para mí es muy fácil: cuenta con ello»), lo de conseguir noticias del hijo de Remedios había dado resultado —quién sabe cómo— y así supieron el fallecimiento de doña Camila, pasada de angustia, por no saber nada de Agustín; y que el niño estaba bien, en casa de un sobrino de la difunta que tenía legión de críos, en espera del fin de «aquello» para devolvérselo a su padre.

—¿El pésame de qué?

—¿No lo sabes?

—¿Qué es lo que no sé?

—Pues prepárate a recibir una mala noticia.

Agustín se adargó y contrajo los músculos del pecho.

—Di.

—Faltó tu madre.

—¿Cuándo?

—No lo sé exactamente, pero hará unos seis meses.

—¿Cómo lo sabes?

Se lo dijo. Agustín hacía esfuerzos para no llorar. Le parecía absurdo en la situación en que se encontraba dejarse abatir por los sollozos, pero pudo más el mazazo y pese a sus esfuerzos, pese al encajar de las mandíbulas, resbalaron las lágrimas. ¡Su madre! Su madre, muerta. Había muerto lejos de él, tendida boca arriba, las manos cruzadas, insensibles; traslúcida, en su ataúd. Ella, ella, por quien él… Ahí acababa la historia. ¿Dónde estaría su padre? Remedios estaba en París, el niño en Segovia, él en Alicante con una puta que acababa de decirle que su madre había muerto. La veía tal como únicamente la recordaba, vestida de negro, con el niño en los brazos. Vieja, blanca, canosa, las carnes fofas y esa mirada confiada, que era lo que más le gustaba del mundo a él, a Agustín, solo. Sí, existía Angelita, su hija, pero eso no contaba, era algo puesto allí, a su lado, que no le anclaba de verdad en el fondo. ¿Qué hachazo rompía de una vez el cordón umbilical que siempre le había mantenido atado con su madre? Ahora estaba solo, solo, frente al hueco, al hoyo enorme por el que iba cayendo irremisiblemente su madre. Su madre, que se iba haciendo más y más pequeña a medida que rodaba en la entraña de la tierra, ya del tamaño de un pelele, de una muñeca hasta desaparecer en la oscuridad del pozo. Lloraba sin remedio, dejándose llevar por el gran río de su pena, sin querer agarrarse a las pocas palabras de consuelo que Tula, parca, pronunciaba cumplida. Para ella, perdida la esperanza del último avión, la situación era muy otra: tenía que volver a Barcelona lo antes posible, no fueran a ocupar su piso. Del dinero no se preocupaba, o hacía esfuerzos para convencerse de que no tenía que preocuparse, segura, como quería estarlo, de que los valores que había ido comprando, aconsejada por Montaner, su banquero, seguían valiendo por lo menos lo que le habían costado. Por otra parte, lo de su marido y lo de su suegra estaba liquidado: Chuliá, a quien contó su historia, le puso pronto remedio y ahora, con el restablecimiento «del orden», entraría en posesión de la herencia que en derecho le correspondía. Ahí pisaba un terreno firme.

—Remedios aceptó ir a París con la idea de sacar al niño de Segovia…

Remedios… Ahora, muerta su madre, ¿qué se interponía entre ellos? Agustín se dio cuenta de que desvariaba: no era cuestión de su madre. ¡Sí lo era! Todo era confusión y dolor: la seguridad de no volver a verla cuando, horas antes, había trazado su itinerario: de Ibi a Madrid, y de allí a Segovia, a verla. ¡Si Remedios estuviese ahí para consolarle!

Pidió detalles que Tula no le pudo dar. La noticia llegó escueta. Agustín estaba solo y Remedios en París. Le entraron unas ganas terribles de ir allí, de reunirse con ella.

—¿Tú crees que debo ir a París?

—Sí, hombre, ya sería hora.

—¿Tienes su dirección?

—Claro. Fuisteis idiotas.

Sí, ahora era fácil decirlo, habían pasado muchos años. ¿Cuántos?, ¿cinco, seis, siete?, y su madre había muerto.

Tula lo dejó solo y se fue a hablar —por hablar— con Concha. Agustín se tendió en la cama y lloró hasta el atardecer.