11

—¿Qué hago aquí? Esperar, y, para pasar el rato, ¿dónde mejor? No conozco a nadie, ¿a quién visito? Tal vez mañana ya esté todo en orden. Hablaré por teléfono con Cid y ya encontrará algún modo —él se las arregla siempre— de mandar por mí.

No le quisieron abrir. Volvió a llamar sin resultado. No había duda de que la casa estaba habitada porque del balcón pendía una toalla puesta a secar. Insistió, entreabrióse el quién.

—No hay nadie.

—Ya lo veo. Dígale a Concha que es un amigo de don Francisco, de Ibi.

—Un momento.

Fue como lo dijo, que no había pasado un minuto cuando descorrieron el cerrojo y le dejaron el paso justo.

La casa olía a rancio, a cuarto de enfermo, a cerrado, a vieja. La penumbra, que las persianas estaban echadas y las cortinas corridas, descubría lo ajado de los muebles de la sala, que se abría a la derecha, y la suciedad del comedor, a la izquierda; sobre el linóleo que cubría la mesa, tazas y tazones todavía pringosos de escurriduras de café con leche, entre migas y colillas, que amalgamaban su agrio olor viejo del desvelo con otro indefinible que venía de los adentros, ¿col?, ¿orines?, ¿polvo amontonado?, ¿humedad?

La vieja en chancletas que le entreabrió malhumorada, le señaló la escalera que se enfrentaba con la puerta de la calle.

—Dice la señora que suba.

Agustín recordaba vagamente la disposición de la casa. En el piso —único— estaban los dormitorios, cuatro en total. Por la única puerta abierta oyó una voz gangosa:

—Pase.

La dueña de la casa estaba en la cama, los hombros cubiertos con una chambra de color de rosa que no casaba muy bien con la colcha de brillante raso verde botella. Unos almohadones de terciopelo negro adornado con geométricos realces multicolores acababan de formar un hermoso cuadro. La señora fumaba:

—Perdone que le reciba en estas fachas. Pero estoy mala: la condenada vesícula; con todas esas emociones y esos trotes, no tiene nada de particular. ¿Cómo está usted? Siéntese, usted dirá… Siéntese en el sillón… ¿Cómo está mi don Francisco? Es un ingrato… Vino hace un par de meses, estuvo un momento y se fue prometiéndome dos litros de aceite y si te he visto no me acuerdo. ¿Me los trae usted?

—No.

—¡Vaya por Dios! Menos mal que esto se ha acabado. Ya era hora. Pero siéntese, hombre, siéntese.

Obedeció Agustín y se enfundó en un estrecho sillón bajo cuyos muelles le hirieron las posaderas. Pero hacía tanto tiempo que no descansaba que el damasco, ya rasposo, le supo a gloria en espaldas, brazos y manos.

—Ya les dieron a ésos lo que merecían. Si fuese por mí los echaba a todos al mar. ¿Qué hago con todos los billetes que tengo y que ahora dicen que no van a valer nada? Menos mal que, cuando acaben de entrar, esto va a parecemos el cielo. Gracias a Dios, esta noche no vamos a poder dar abasto.

Agustín no la oía: miraba las numerosas fotografías de recién casados y nacidos, de primeras comuniones que llenaban la pared que tenía enfrente; estaba sentado al hilo de los pies de la cama.

—¿Los italianos pagarán en liras o en pesetas de las buenas? Usted no lo sabe. Bueno, ¿y qué quiere?

—Mujer…, yo…

—¿No me digas?, no me vayas a salir con que quieres una mujer…

—¿Por qué no?

—Ni éste es día, ni éstas son horas.

—¿No se acuerda de mí?

—Vagamente, y perdona.

—Estuve aquí con don Francisco… una noche en que estuvimos jugando al julepe hasta el amanecer.

—¡Hijo!, eso me ha pasado tantas veces…

—Estuve con una tal Tosca…

—¡Échale un galgo! Ésa se fue a Águilas hace por lo menos dos años. Era una buena chica. Oye, ¿no será que tú te quieres esconder aquí?

—No, mujer, no. Yo no tengo nada que temer de nadie. No; me quiero ir a Ibi, a reunirme con la familia, que está en casa de don Francisco, y como todo está cerrado y no vale la pena meterse en un hotel, pues vine a tu casa a pasar el rato.

—Pues no tengo mujeres. Hasta hace tres días tenía dos, pero se asustaron y se fueron para su casa. Eran de aquí cerca. Como corrió la voz de que iban a arrasar el puerto… Yo también me fui a Elche, y no volví hasta anoche.

—Pero ¿de verdad no tienes a nadie?

Lo que le molestaba a Agustín era volver a encontrarse en la calle sin saber a dónde ir.

—Hombre, si convences a una buena moza que tengo realquilada.

—¿Quién es?

—Algo de rechupete, pero…

—¿Pero?

—No ha querido ocuparse con nadie. Es amiga de una amiga de Barcelona con quien hacía yo algunos negocios. Está en Alicante desde hace quince días esperando un avión. Pero me parece que perdió el tren. Como se asustó de vivir en el hotel Victoria, por los bombardeos, se vino aquí. Anda, pasa al lado. Llamas y entras, debe de estar despierta. Por probar no vas a perder nada.

Llamó Agustín donde le decían, no le contestaron.

—Entra —le aconsejó Concha.

Entreabrió la puerta: no había nadie.

—Habrá salido. ¡Socorro! —chilló.

Apareció la criada, chancletera y pingajosa.

—¿Salió?

—¡Uy! Hace más de una hora.

—¿No dijo dónde fue?

—A eso de la France.

Dijo Concha que seguramente no tardaría.

—¿Quieres jugar al tute?

—Bueno.

—Acerca aquella mesa. Si lo pagas, hay café y coñac. Y todo lo que quieras. Al fin y al cabo esto se ha acabao y dentro de nada habrá de todo.

No quiso contradecirla Agustín, así tuviera sus dudas. Barajó.

—¿De dónde eres?

—De Madrid. (Se había acostumbrado, sin menoscabo íntimo de Segovia. Ahora, en Segovia estaba su madre, de la que no tenía noticia hacía años).

Se abrió la puerta de la calle y entró una mujer guapa y frondosa y empezó a chillar en catalán, sin fijarse ni poco ni mucho en Agustín.

—¡Hijo de su madre! ¡Dejarme plantada así! ¿Qué necesidad tenía de ir a convertir moros? ¡No!, ¡si yo digo que no tengo más que lo que merezco! ¡Por creer una vez más en la palabra de un hombre! ¡Cantamañanas! Todos son una porquería…

—Mujer, fíjate que ahí tienes a uno de ellos…

—¡Qué se muera! ¡Y cómo está la calle! Da asco. Los que ayer te levantaban el puño hoy extienden el brazo como si nunca hubiesen hecho otra cosa.

—¿Qué quieres que hagan? —preguntó Agustín.

—¡Qué se pudran en el puerto como los demás, pero con decencia! No saben la que les espera.

—Si dicen que van a embarcar…

—Para el otro mundo será. No saben ellos lo que son los señoritos, yo sí: para eso me pagan. O, mejor dicho, me pagaban. Pues no, señora; no hay avión, ni lo habrá, ni valen ya las reservaciones hechas de antes y me han devuelto su cochino dinero, que dicen que ya no vale nada, y aquí me tienes, en Alicante, donde nada se me ha perdido, cuando a estas horas podría estar ricamente en París. Si cuando yo digo… ¿Has visto una suerte más perra?

Concha luchaba por meter baza.

—Mujer…

—¡Qué mujer ni qué narices!

—Dentro de unos días te vuelves a Barcelona.

—¿A patita?

—No faltará quien te ayude. Aquí te presento a un amigo muy fino, de Madrid.

—Y ¿te crees que me voy a acostar ahora con él?

—¿Por qué no?

—Pues sí que estoy de humor…

—Ya te pasará; toma café y una copa. El señor convida. Y si quieres, y él está conforme, nos damos la gran comida: abro el almacén. ¿Juegas un tute subastado?

—¿A estas horas?

—Cualquiera es buena. ¿O es que tienes algo más que hacer?

Jugaron, comieron a lo grande: sardinas, atún, chorizo, jamón, queso y turrón, todo sacado de la alacena secreta de Concha, que ni siquiera se levantó: el coñac lo sacó de detrás de la cama.

—Buenos, hijos, ahora voy a dormir mi siesta, así que, por favor, ahuequen el ala. Os pasáis al cuarto de ésta y para vosotros el mundo. ¡Socorro! —gritó como una desesperada—, no me despiertes hasta las siete así se hunda el mundo.

Por la calle pasaron dos tanques italianos metiendo gran ruido; a lo lejos se oían tropas marchando. Volaron, bajo, dos aviones de caza. Socorro dijo:

—Están entrando por el paseo de los Mártires.

Agustín notó el tono feroz con que acentuó la última palabra. Miró a la fámula y vio que lloraba.