10

Amanecía cuando avistaron la carretera y, por suerte, hallaron acomodo en un camión que iba a La Roda. Allí tomaron un tren que no pasó de Albacete. Las noticias eran confusas. Agustín consiguió un coche por medio del encargado de los molinos que su padre representó tantos años y así llegaron a Chinchilla. Allí los detuvieron dos horas hasta que el capitán que mandaba la patrulla, en vista de los rumores, les permitió seguir hacia Alicante a condición de que lo llevaran. Nadie dudaba de que podrían embarcar. Por si las moscas, Agustín callaba que lo que él quería era reunirse con su familia y volver a Madrid. Al llegar a Villena quiso despedirse, para ir por Albaida a Ibi. El jefe de la estación le hizo ver que era más práctico ir a Alicante y llegar por carretera a Alcoy.

En Monóvar, en la noche, se veían banderas blancas y al pasar por Novelda, al amanecer el 31 de marzo, vieron ondear una bandera nacionalista. Nadie decía palabra. Todos pensaban que iban a llegar tarde. Así fue. Al llegar a San Vicente del Raspeig, avistaron unas tanquetas: las avanzadas de una columna italiana. Dejaron el coche en un callejón, pegado a una tapia.

—Bueno, compañeros —dijo el Tellina—, aquí acaba el viaje. Lo mejor será separarnos y a ver cómo nos va.

Sebastián protestó: ¿por qué no seguían juntos?

—¿Para qué? ¿No me dijiste que tenías unos amigos en Elda? Lo mejor que puedes hacer es volver para allá.

—Pero lo que yo quiero es embarcar…

—Pues a ver cómo te las arreglas.

El capitán se arrancaba las estrellas y rompía unos papeles.

Agustín se daba a los demonios por no haberse quedado en Villena.

—¿Alguno de vosotros sabe por dónde queda la carretera de Alcoy?

—Pregunta por ahí.

—¿Qué hago con esto? —preguntó Correcher por el máuser que cargaba.

—Mondadientes —contestó el Tellina.

El valenciano dejó su fusil en el coche. El Tellina le miró con sorna.

—¿Y tú? —dijo a Agustín.

—Yo no llevo nada.

El Tellina se fue carretera adelante. Los demás lo fueron siguiendo, quién más cerca, quién más lejos. La avanzada italiana parecía esperar órdenes y no se movía. Así entraron en Alicante sin que nadie les molestara.

Había poca gente por la calle, el puerto estaba incomunicado, no había camión para Alcoy desde hacía dos días. Agustín no sabía qué hacer. Ya flotaban banderas amarillas y rojas en algunos balcones. Un grupo saludó a otro levantando el brazo y se entabló una balacera. Agustín se metió en una peluquería que tenía la puerta entornada, una puerta de maderas altas que se doblaban sobre sí mismas. No le quería servir el dueño, insistió Agustín y le afeitó.

—¿Qué va a pasar?

—Dios sabe.

—¿Hay muchos en el puerto?

—Más de cien mil.

Exageraba.

—¿Van a embarcar?

—Dios sabe.

El miedo le cosía la boca. Agustín quiso pagar el servicio y el barbero no lo consintió.

—Yo de usted —le dijo— no me pasearía con esa chaqueta.

La famosa chaqueta de cuero forrada de piel de borrego y que le había costado su reloj: el reloj que le regaló su padre el día que cumplió dieciocho años.

—¿Y cuál me pongo?

—Si acepta, le doy una.

A Agustín se le anudó la garganta. El peluquero entró en la trastienda y le entregó una chaqueta todavía en buen uso.

—Es de un oficial mío. Lo mataron en el frente de Córdoba hace un par de semanas.

Era un hombre viejo y le temblaban unas lágrimas en los ojos pequeños.

—Le queda un poco grande, pero no le está mal. Que tenga suerte. Aquí le guardo su chaqueta por si algún día la necesita.

—No lo creo. Muchas gracias.

Agustín echó a andar por la calle de Bailén, sin saber qué hacer. Conocía Alicante, pero no tenía allí ningún amigo. Fue a la Telefónica con la idea de hablar con Angelita, aunque suponía, y con razón, que era un intento inútil. En efecto, en la puerta había una guardia de falangistas. Pensó ir a un hotel, pero tendría que inscribirse y, aunque no temía nada, tampoco tuvo ganas de entrar en explicación con nadie.

La ciudad ofrecía un aspecto extraño: todo el comercio estaba cerrado y había poca gente por la calle, todos con caras extrañas, como si no fuesen las suyas.

Bajaba Agustín hacia la calle de San Fernando recordando la última vez que había estado allí, hacía de eso cuatro años, a la vuelta de Ibi, con don Francisco Cid, «su» fabricante. Era éste un hombre rollizo, un poco más allá de la flor de la edad, jovial y hablador, de voz muy recia y gusto dudoso, pero muy apegado a la vida que, para él, no tenía complicaciones: buenas carnes, en la mesa y donde fuese. En Alicante tenía gran cartel en las buenas fondas y en las casas de mala nota. Don Francisco por aquí y por allá, que no era parco en nada, y menos en propinas.

—¿Sólo se vive una vez, no? Pues aprovecharlo.

Angelita le odiaba y las pocas veces que vino a Madrid se puso de un humor de perros desde una semana antes.

—Te vas a ir de juerga…

Así era, aunque Agustín procuraba participar lo menos posible de las alegrías de don Francisco. Las gastronómicas, porque ya le apuntaban agruras de estómago, que remediaba con bicarbonato, y las otras porque nunca fue muy dado a las mujeres de todos. Pero, de cualquier manera, pagaba el gasto así fuera sólo en su parte culinaria. El año 35, cuando fue a Ibi a preparar el muestrario de invierno, don Francisco, pretextando necesidades bancarias, le acompañó de vuelta a Alicante y no quiso dejar de corresponder a sus finezas. De ahí los langostinos de Santa Pola, el arroz a banda, las chuletas de cordero asadas bien empapadas en una ácida salsa de tomate que conjugaba a la perfección con el gusto amarguillo de lo cuscurroso, y las hetairas de buenas carnes de la calle de Torrijos. Agustín se detuvo. ¿Por qué no? Y se fue para allá.