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Don Cándido Monterde era hombre de suerte. La tuvo desde que fue seminarista. Era, como toda su familia, de Escalonada del Prado, a unos treinta kilómetros al norte de Segovia. Malvivían del garbanzo, y peor porque eran muchos. Tocole a Cándido ser el segundo de una retahíla de nueve y caerle en gracia al párroco, añádasele gusto por la lectura y buena voz para el coro. No hizo falta más para que, andando el tiempo, viniera a ser el risueño sostén de todos los suyos, mientras no se metieran con sus libros, que entonces montaba en cólera y decía mil disparates, de los que luego se arrepentía compungido, secándose el sudor que le perleaba por la calva —que perdió desde muy joven el fino cabello rubio que le adornaba—. Ya dijimos que era regordete y de poca estatura, añádasele una nariz romana, una boca larga, muy dispuesta a sonreír, unos brazos cortos, unas manos redondas y unos dedos inquietos amigos de chasquearse los unos con los otros o de hacer sonetico en cualquier lugar plano, fuese mesa, respaldo de silla, revellín, libro cerrado, rodilla propia o ajena. Con la manga ancha —de esa particularidad sacó tajada, sin proponérselo—, más amigo de dejarse llevar por los acontecimientos que no esforzarlos y partidario decidido de la Divina Providencia: ésta nunca le abandonó. Aseguraba don Cándido que las bienandanzas caían del cielo, algo de ello hubo en su caso: tuvo ocasión, en su juventud, de albergar y salvar de responsabilidades a un infante de la familia real, que lanzó a una muchacha por una ventana; dos pisos eran y Cándido se la vio encima y no se apartó, fue mayor el daño sufrido por él que no por la ramerilla, que era de poco peso y además tan ligera de ropa que nada le añadía. Ya bajaba el aristócrata, dispuesto a la fuga, con el alma untada de remordimiento, que el arranque fue debido, decía, «a la sangre de los Borbones que corre a borbotones». Era ese don Fernando un botarate de buen fondo, a lo que aseguraba, pero capaz, como acabamos de ver, de las mayores barbaridades si creía que no se guardaba el debido respeto a su alcurnia. Bastó la negativa a uno de sus caprichos para defenestrar a la muchachilla. Mandóla de vuelta al piso, envuelto en su capa y atendió al seminarista que volvía de una lección de sánscrito que le daba a esas horas un canónigo medio impedido que vivía cerca de San Millán, a orillas del paseo Nuevo. Desde entonces no le faltó a Cándido el favor de la Casa Real que acabó llevándole a la biblioteca de Palacio y a la Almudena. Parte de su familia no quiso salir de Escalona, acrecidas las tierras; otra, entre ella su tía Eulalia, la amiga de Camila, quedó en Segovia mientras él vino a Madrid con dos tías y cuatro sobrinos. Una de ellas murió al poco de establecerse en la Corte, la otra le cuidaba como a las niñas de sus ojos. Los sobrinos crecieron, medraron, el uno como imaginero —especializado en San José—, otro puso una dulcería en la calle del Barquillo, el tercero cantó misa y el último biencasó con una beata de muchos más años que él y, ni que decirse tiene, con mucho más dinero. El escultor tenía fama ambigua y el dulcero llegó a tener —en convivencia con la fornida hija de unos mesoneros de la calle Reoyo— doce hijos e hijas como doce soles. Con los años la biblioteca de don Cándido tomó proporciones de cosa mayor: llegó a reunir cuatro mil volúmenes de pura teología y mística de los siglos XVI y XVII. No que él fuese especialista en la materia pero tuvo ocasión de adquirir, a buen precio, los libros de un canónigo en trance amargo, y ese fue el cogollo de su biblioteca, no que despreciara otras obras y otros tiempos si la edición valía la pena —así estuvieran lejos de tener olor de santidad.

Era feliz entre sus papeles viejos y procuraba desentenderse de lo demás. Acababa de cumplir sesenta y seis años el 18 de julio de 1936. El alzamiento y sus consecuencias revolucionarias le supieron a hiel, no en lo político, que le tenía sin cuidado, sino porque ocho días más tarde le avisaron de la mitra que haría bien en esconderse «por algún tiempo», es decir, hasta que triunfaran los «buenos». Como don Cándido no carecía de sentido común le pareció que ese «algún tiempo» podía prolongarse más de la cuenta que se hacían algunos y pensó sosegadamente a qué puerto acogerse. Las casas de sus sobrinos no le apetecían gran cosa: no era goloso y doce chicos son muchos para un aficionado al sosiego y a la lectura, el santero le era antipático y el casado tan ricamente estaba en una de sus posesiones de la Sagra. Con su capa de seglar, que le sentaba bastante bien, se fue a la calle de San Bernardo a hablar del caso con su amigo Lucas, el librero de viejo; siempre se habían entendido comulgando en idéntico amor.

—Quédese, don Cándido; quédese aquí. Dormirá en el cuarto de mi finada y me puede ayudar, si quiere, a hacer el catálogo. No es usted el primero a que acojo, aunque sí de su bando.

—¿Qué bando?

Sonrió Lucas y halló la solución:

—El de los bibliófilos.

De sobra sabía Lucas que su amigó no era carca, ni dejaba de serlo. El catálogo era famoso, e iba a ser más completo que el nombrado de Palau; lo malo era que nunca se llegaba a imprimir; siempre salían nuevas fichas a intercalar.

—No tiene por qué bajar a la tienda, Pilar le hará compañía, el único que podría verle sería Agustín, pero creo que es hasta algo pariente suyo; de todos modos es de confianza y Ramón es como si fuese yo mismo. ¿Y su tía?

—Se queda cuidando la casa.

Y se quedó hasta el final de la guerra, encargada por la Junta de Protección del Tesoro Artístico de velar la biblioteca sobrinesca.

—¿A qué Agustín se refiere? ¿Agustín Alfaro?

—Sí.

—¿Desde cuándo le interesan los libros viejos?

—No, viene por Pilar.