La escena en casa de los Guzmán fue trágica. Consideraron que la velada había sido un fracaso: uno al otro se lo achacaban los esposos. Angelita no oyó sino las primeras palabras, que inmediatamente la mandó su madre a su dormitorio a quitarse el traje nuevo. Hízolo con sumo cuidado y amor. Para ella la noche había sido un cúmulo tal de acontecimientos que, deshecha de alegría, pensaba tener para largas semanas con tal de rumiarlos uno a uno: el traje, Agustín, la cena, el cine, la mirada del hombre cuando le devolvió la servilleta… No siguió catalogando la fuente de sus emociones debido a la entrada de sus progenitores, que querían saber de sus impresiones referente al pretendido pretendiente. Los templó con varios:
—Pues sí… No sé… Ya veremos.
—¿Sabes lo que nos ha costado la verbena? ¡Más de ocho duros! Y total, ¿para qué?
—Pero, mujer, así de buenas a primeras…
—Mira, hijo, yo tengo muy buen olfato, y a ese podenco no le interesa esta liebre. ¡Quién sabe lo que tendrá por ahí, haciéndose el santito! ¡Y su mujer enterrada apenas hace tres o cuatro meses!
—Bueno, mujer, bueno. Con ahorrar algo sobre la comida de este mes…
—Tal vez quieras volver a comer pan duro con hormigas, pero ahora no las hay.
—Vamos a dormir, que se gasta luz.
Ellos, en su cuarto, no la necesitaban, bastábales el resplandor municipal.
—A ver qué día vuelve por casa —le dijo Marcelino a Agustín una semana más tarde.
—Una noche de éstas.
—¿Cuándo?
—No se lo voy a decir, porque su mujer es capaz de preparar algo especial y no quiero.
—Hombre, no sea así.
—Sí, don Marcelino, un día, sin avisar, como la semana pasada.
Pasmose el bueno del relojero: ¿qué querría decir aquel joven?, ¿qué entendería por «algo especial»?, ¿o es que creía que el banquete pasado era el pan de cada día en su hogar? Por si acaso hacía buena la promesa no tuvo más remedio que surtir un poco la despensa, pero, a pesar de tener en cuenta que una lata de sardinas, sin abrir, correspondería siempre a su valor, lo mismo que la mojarra y la botella de Jerez, o las aceitunas en su adobo, guardadas en el aparador; el trozo de jamón —así fuese sólo por fuera y a pesar de cuidársele vigilantemente en la camera podía secarse demasiado—. Pero, aun suponiendo que no sucediera así, resintió un alfiler en el pecho al pagar la cuenta del ultramarinos. Mientras tanto seguían almorzando su cocido, hecho con puros huesos. «Es lo que tiene más sustancia», y comiendo sus sopas de ajo, sin huevo, como es natural:
—Porque a Marcelino no le convienen, por el hígado.
Compraban pan duro, de la víspera o de la antevíspera, a ser posible (les salía más barato por su menor peso):
—Porque es más sano.
Angelita rezaba a Nuestra Señora de Atocha para que Agustín volviera pronto, que su fe era mucha, y tenía todo el tiempo necesario para pensar en ello mientras bordaba, que ésa era su especialidad, de la que sus padres no dejaban de sacar buen provecho. Su madre solía ir a entregar las blusas o los pañuelos ya bordados, en una tienda de la calle de Carretas, porque un día, hacía de eso dos años, en una lencería de la calle del Barquillo, le pasaron un duro sevillano a la niña y, por mucho que reclamó doña María, no dieron su brazo a torcer los mercaderes, lo que motivó una tragedia y el cambio de clientela.
Un lunes, del mes siguiente a la visita de Agustín, hubo que entregar un trabajo urgente, para una boda: la relojera tenía colada y como, por otra parte, no era cosa de cobrar sino hasta el sábado, fue Angelita a llevar el camisón con su fina vainica, sus bordados de realce, sus encajes incrustados, su entredós y sus puntillas. Quizá por primera vez había hecho el trabajo con un interés mayor que no el de las meras puntadas, que era camisón de novia y aunque prohibió a su imaginación caminos vedados no dejaba de sentir cierto rubor interno que le lució en las mejillas, y más cuando, de sopetón, se encontró con Agustín en la esquina de la calle de la Cruz.
Agustín había empezado de nuevo, con cierta dejadez, sus correrías mercantiles. Como la tienda a donde iba Angelita estaba a cien metros, la acompañó. No se le habían olvidado sus ojos. La conversación fue de lo más anodino y un sencillo referirse a las familias.
—A ver cuando viene usted por casa.
—Cualquier día.
Se despidieron en la puerta del comercio. Angelita no dijo nada del encuentro a sus padres y achacó su silencio a la vergüenza. Lo guardó como un secreto que, por la noche, acariciaba.
Por esos días, Petra recibió carta de Remedios, desde París, pidiéndole noticias de su hijo, y por lo que más quisiera, que no dijera palabra de ella en casa de José María.
La fea cumplió como debía, fue a ver al niño, que estaba precioso, estuvo hablando, a gritos, diez minutos con doña Camila, de su propio retoño. No dejó de referir la señora la visita a su hijo. Y éste se plantó aquella misma noche en la calle del Peñón, pero no pudo sacar nada en limpio. El resquemor le avivó el recuerdo de Remedios.
Agustín se reprendía: ¿Qué podía esperar? ¿Por qué no enterraba de una vez el recuerdo de aquella mujer? No podía; se imaginaba su vida con Remedios: si ésta hubiese sido su mujer, no había felicidad de la que no hubieran gozado: almohada perfecta para todas las horas del día y de la noche. Comprendía que era idiota seguir asido a esperanza que los hechos habían destrozado, pero no podía dejar de soñar con la expósita. Llegó a no cruzar la palabra con su padre, como no fuese necesario.
—¡Este chico, este chico! —rezongaba doña Camila—. No se le va de la cabeza el recuerdo de su mujer…
—Lo que tiene que hacer es casarse —aducía el marido.
—¿Tan pronto? ¡Qué diría la gente!
—¿Cómo que tan pronto? Ya cumplió veintiocho años…
A don José María se le olvidaba la viudez mentida de Agustín.
—Bueno, sí, tienes razón, pero dentro de unos meses…
—Lo que tú quieres es que me quiten al chico.
—No, mujer, no. Me huele que aunque Agustín se case, nos dejaría el niño.
—Dios te oiga.
Que la vieja es feliz con su «nieto» y se reprocha no sentir bastante la desaparición de su nuera. Reza por ella con redoblado fervor. La reflexión de su marido no cayó en saco roto:
—Mira, hijo, no me acaba de gustar la vida que haces. Si Dios, Nuestro Señor, dispuso que la pobre Remedios se muriera, y Dios la tenga en su santa Gloria, no tienes por qué no aceptar las cosas como son. Hay que resignarse, Agustín, y no olvides que eres joven y tienes toda la vida por delante. Si te tienes que volver a casar, mejor ahora que más tarde, sobre todo por este ángel de Dios. Claro que darle madrastra es cosa de mucho pensarlo, pero de todas maneras… Bueno, ¿por qué no buscas una buena chica que comprenda tu situación? Ahí tienes a Margarita.
Agustín rehuía esas conversaciones dando largas. Pero en el fondo, no distaba mucho de estar de acuerdo.
—Mira, hijo, tú has nacido para estar casado. Fuiste feliz con Remedios, que en paz descanse, pero eso no quiere decir que no puedas encontrar otra con buenas condiciones, ahí tienes a Margarita.
Margarita lo sabía y se le ponía por los ojos. Era hija de don Jerónimo y de doña Teresa, los de la tienda de muebles del 27. Un tanto gordita desde luego, y con la perspectiva de los ochenta kilos de su muy resplandeciente mamá, que señorea la tienda, haciendo punto de gancho desde hace veinte años, oronda de haber nacido. Don Jerónimo no cuenta, o mejor dicho, sí, cuenta: el debe y el haber. Margarita si no ríe, sonríe, feliz de ser. Se mueve más de lo necesario, va y viene, la salud «a prueba de bomba». Toca el piano y dicen que sabe francés. Se educó con las Teresianas y borda «como los ángeles». Agustín mira a don Jerónimo, tras la ventanilla del «despacho», y se ve sentado en su lugar. No tiene una idea fija acerca de su porvenir, pero, sin duda, no quiere ocupar ese puesto. —Ahí sí hay donde agarrarse— comenta procaz José María refiriéndose a la moza, que es muy de su partido.
Don Marcelino, que vive tres portales más arriba, se huele el acecho. Cree —y su cónyuge comparte su idea— que Margarita es rival invencible para Angelita. Se dan por vencidos, les han ganado por la mano. (Porque ahí sí que hay donde agarrarse, piensan al unísono, sin decir ni pío, mirando con conmiseración la flaqueza de su unigénita). Además, los «muebleros» se gastan los dineros, sin pensar en el porvenir (en la pechera de doña Teresa reluce un broche nuevo, por las bodas de plata recién celebradas). Por eso se quedan de piedra cuando Agustín, una noche cualquiera sube con el relojero «a cenar». Había hervido, y gracias. El jamón ya había desaparecido, perdidas las esperanzas, el domingo de Pascua, a medias en el cocido y el resto en lonjas. Menos mal que quedaba la lata de sardinas. Agustín achacó a pobreza la privación, que aunque el relojero tiene fama de mezquino e interesado no podía figurarse que su codicia llegara a tales extremos. Los invitó a café, y fueron a tomarlo a la plaza de Santa Ana. Hablaron de teatro, fuese por el Español o por la Comedia, cercanos: quedaron en ir el sábado siguiente, por la noche.
—Hija, a ver si te aprovechas, a mí me parece que está por ti.
—Pero, mamá, ¿qué le hace suponerlo?
—Por lo menos huye de la «mueblera».
—¿Y eso, qué?
—Algo es algo. Tú mírale y luego baja los ojos, como si tuvieras vergüenza…
—¡Madre!
—Te pondrás el otro traje. Tráelo, vamos a abrirle un poco el escote.
—No quiero.
—Si es lo único que tienes que vale la pena…
La velada fue un fracaso. Angelita no despegó los labios. Además la comedia era mala. Pero al salir, la muchacha tuvo ocasión para decirle a Agustín que quería hablar con él.
—¿Dónde?
—Mañana, al salir de misa de ocho.
Fueron bajando por la calle del Prado y al llegar a la plaza de la Lealtad, Angelita habló sin tapujos, pero de usted:
—Mire, Agustín, mis padres quieren que yo haga todo lo posible para que se interese usted por mí, para que nos casemos. Y yo no quiero.
Había hablado sin apartar los ojos del suelo. Se paró: no podía más. Creyó que nunca alcanzaría a decirlo. Pero ya estaba. Era lo mismo que si acabaran de ajusticiarla. Había muerto y ahora respiraba mejor. Lo que deseaba era echar a correr y encontrarse en su dormitorio, pero no pudo dar un paso. Agustín se dio cuenta, la tomó del brazo —una carne flaca a la que por poco que se le apretara se le notaban los huesos.
—¿Quieres que nos sentemos un momento?
—Bueno.
Lo hicieron en un banco del paseo del Prado. Hacía una temperatura a tono con el cuerpo humano; no se sentía el aire y el sol mañanero lo doraba todo. La avenida estaba casi desierta.
—¿Tienes novio?
—No.
—¿Es que no te gusto?
—No, no es eso.
Agustín no quiso decirle que la comprendía. No es que le divirtiera la actitud de la muchacha, pero era algo inesperado que le sacaba de su melancolía.
—¿Soy una presa tan codiciable?
Angelita sonrió:
—Por lo visto —hizo una pausa y dijo con valor inaudito: ¡Y con qué anzuelo te querían pescar!
—No sé por qué dices eso: tienes unos ojos preciosos.
—Será con las buenas intenciones con que me miras. No me hago ilusiones, nunca me echan un piropo. Si, por casualidad, me dicen algo es para reírse de lo flaca que estoy. A veces hasta me hacen gracia; una vez, ¿qué tendría yo?, catorce o quince años, me dijo uno: —¿Vamos a pescar, caña?
No había rencor alguno en el recuerdo. Angelita estaba convencida, desde que tenía uso de razón, de que no servía para nada. Mucho influyó en ello el deseo fallido de sus padres de que fuese varón.
Y no tuvieron más hijos por razones estrictamente económicas. Con dos hubiesen necesitado una criada, y no podían hacerse a la idea de pagar, por poco que fuese, por un trabajo que no producía algo tangible. Sin que viniera a más cuento que el suyo, dijo Angelita:
—Debía de haber sido chico.
—¿Tú? ¿Por qué? ¿Te gustaría jugar al fútbol?
—No, no es por eso. Pero los hombres son otra cosa.
—Sí, parece que sí.
Se rieron.
—¿Quieres ir al fútbol, conmigo, esta tarde?
—No he ido nunca.
—Razón de más.
—Como quieras.
Casi le dio un patatús a doña María cuando su hija le dijo quitándole toda importancia, que Agustín pasaría por ella a las dos y media para ir a Chamartín.
—Mira, la cosa es sencilla: estos once vestidos de blanco, del Madrid, deben meter la pelota las más veces posibles en el interior de la portería, que son esos palos, del Barcelona. El Barcelona; esos once que visten camiseta azul y roja, a rayas. Y viceversa. Juegan hora y media, dos tiempos de cuarenta y cinco minutos. Ese señor del pito y con los calzoncillos azules es el árbitro. Y ésos que corren con banderitas por las rayas de los lados, los jueces de línea. Cuando sale la pelota del campo de juego lo indican levantando el banderín. No hay más.
—¿Y veintitantos hombres corriendo tras un balón atraen a tanta gente?
—Y eso no es nada. Éstos, más sus familias, se pasarán la semana comentando los pases y los goles.
—Yo creí que era otra cosa.
—¿Qué?
—No lo sé. Algo como los toros,
—A ti ¿te gustan los toros?
—No he ido nunca.
A los veinte minutos Angelita se aburría, sin entender los ardides del juego, ni las reacciones del público.
—¿No pasa nada más?
—No. ¿Te aburres?
—No. Nunca había visto tanta gente junta.
Se sobresaltó cuando Monjardín, el delantero centro del Madrid, metió el primer gol de la tarde. Todo el mundo parecía haberse vuelto loco.
—¡Qué fáciles de contentar son todos! Por lo felices que son debieran hacer lo posible para que eso sucediera más a menudo: que metieran un gol por lo menos cada cinco minutos.
—En la dificultad reside el gusto.
Fueron a tomar cerveza y unas gambas a casa de Mahou. Angelita recordaba haber comido gambas una sola vez, hacía años. A Agustín le gustaban los ojos de Angelita, y la miraba descaradamente.
—¿Qué me miras?
—Los ojos.
—Es lo único que tengo que valga la pena.
Enrojeció acordándose del diálogo con su madre.
—Crees valer menos de lo que vales.
—No. Yo no valgo nada.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es la verdad.
Es cierto, pensaba Agustín, la pobrecita no vale gran cosa. Le daba lástima de que estuviese convencida de ello. Y, en parte por hacer una buena acción y por otra por ver si salía del marasmo en el que andaba metido, le dijo, con toda sencillez:
—¿Quieres que seamos novios?
—No. Porque tú no me quieres y lo haces por lástima.
Agustín se quedó turulato, no añadió palabra porque no sabía qué decir, si las mujeres proclamaran así la verdad, pensaba, estábamos fritos. Claro está que protestó:
—No te he dicho que te quiero, Angelita, sino que si quieres que seamos novios.
—¿No es lo mismo?
—En casos normales, supongo que sí.
—¿Es que no somos como todos?
—No, yo…
—Ya sé. Eres viudo y tienes un hijo. Y yo soy una desgraciada que da compasión.
—¿No quieres probar?
—¿Para qué? ¿Para que yo me enamore de ti, y luego me dejes plantada?, diciéndome: «Perdona, chica, pero no puede ser…».
—O que suceda al revés.
—No, al revés no sucedería.
—¿Por qué?
—Porque tú eres hombre, y yo mujer.
—Estoy muy solo, Angelita.
—Tienes a tu hijo, a tus padres.
—Si yo te contara…
—Si tiene que hacerte bien, cuenta.
—No, hoy no.
—¿Por qué?
—No podría.
—¿No me tienes confianza?
—No es eso.
—Como quieras.
Poco más hablaron, y Agustín no quiso subir a dejarla. Sintiéronlo los relojeros por la botella de vermut que habían destapado, en espera de la pareja. Estaban anhelantes por saber los menores detalles.
—Me pidió relaciones.
—¿Y?
—Le dije que no.
Se armó. Lo menos que le dijeron fue desgraciada.
—¡Cría cuervos y te sacarán los ojos! ¿Qué más quieres? ¿Qué más puedes esperar?
Doña María procuró templar la gaita de Marcelino, no lo logró del todo: complicáronse sus agruras con la bilis y tuvo que tomar tres veces bicarbonato.
—¡Eso lo arreglo yo! ¡Vaya si lo arreglo!
—Pero si la chica no quiere…
—¡No ha de querer! Lo que pasa es que es una hipócrita, como todas.
—¡No lo dirás por mí!
—¡Por ti y por la mismísima Virgen que se me plantara ahí delante!
—¡Ave María Purísima! No sabes lo que dices.
No lo sabía.