Agustín tuvo un descuido el día de su regreso: se olvidó de vestirse de luto. Doña Camila se asombró. ¿Cómo podía ser aquello? Pretextó «el viudo» el viaje en tren y el polvo que tanto se nota en la ropa oscura.
—Además se arruga…
Contentóse con ello su madre y Agustín se fue inmediatamente a la calle, a comprarse dos trajes negros confeccionados. No le quedaron muy bien, como es natural, y vivió algunos meses como de prestado. Se sentía horriblemente incómodo llevando el luto de Remedios. Cualquier espejo le recordaba su mentira y su verdad. Dejando aparte los pésames de amigos y conocidos, que le sabían a rejalgar.
—Pues no habíamos sabido nada.
—¡Qué desgracia!
—Le acompaño en el sentimiento.
—Así es la vida.
Más los doblemente sorprendidos: por la boda y la viudez. Que lo primero lo había callado a los más, y el matrimonio no presupone insignia, no así la muerte.
Agustín había traído dieciocho mil pesetas limpias de su viaje a Zaragoza, del tanto por ciento de las utilidades obtenidas al poner a flote el negocio de don Prudencio. No tuvo, pues, prisa de reemprender las ventas en Madrid. Por otra parte, su padre había conseguido la buena gracia de un subsecretario de la Dictadura y ganaba muy buen dinero; lo gastaba, en parte, que, eso sí, era muy mirado, con una pirandona que sacó de Dios sabe dónde (sí lo sabía, pero se guardaba mucho de decirlo). Con tanto quehacer aparecía poco por su casa y se daba tono. Aquel año, el día de su santo, se afeitó el bigote, con el escándalo consiguiente de su cónyuge, que siempre lo conoció con él. Sintióse tan herida la buena sorda como si se lo hubiesen quitado a ella, pelo a pelo.
Agustín vagaba, levantándose y acostándose tarde, melancólico, sin gusto para nada. Quiso leer, pero los libros se le caían de las manos, sin llegar a interesarse por una historia que no fuese la suya: la suya, que no podía contar a nadie. De cuando en cuando iba por la calle del Peñón, pero tampoco allí se atrevía a hablar de lo que le tenía a pecho. Petra andaba orgullosísima pregonando, a tambor batiente, su futura maternidad. Si no se viera, que se divisaba a la legua, el bueno de Canillas lo hubiese proclamado desde las azoteas. De Remedios nadie sabía nada.
Por la noche recalaba en la trastienda de don Félix. Don Félix Lucientes tenía un bazar en la calle de Atocha, y una tertulia tan vieja como su tienda —fundada en 1881—. Su abuelo y su padre la fomentaron y desde que nuestro hombre tuvo uso de razón todos los días, menos los domingos, tan pronto como cerraba y barría la tienda los componentes de la peña empezaban a colarse por la puertecilla que permanecía entornada, una vez bajada la cortina de hierro ondulado —eso sí, progreso recientísimo—. El chico del bar de al lado venía a las ocho, a ver qué querían los señores: si vino con sifón, vermut o cervezas. Hablábase de todo, con una dignidad y falta de apasionamiento dignos de todo elogio. A las nueve y media, minuto más o menos, don Marcelino, el relojero, daba la señal de marcha.
Agustín se daba cuenta de que perdía lamentablemente el tiempo, sin que acabara de importarle mucho; al salir del bazar solía irse al teatro: al Romea, al Pavón o a cualquier otro donde dieran revistas, variedades o zarzuelas. Rara vez iba a ver una comedia. Una noche acompañó a don Marcelino hasta la puerta de su casa, tres manzanas más arriba, y éste le invitó a subir. Aceptó más por desidia que por otra cosa, que el plano de la ciudad que el buen hombre le ofrecía consultar no le interesaba demasiado.
Don Marcelino Guzmán era hombre de sesenta años y llevaba cincuenta y dos entre relojes y casi tantos con su cristal de aumento pegado al ojo derecho en busca de espirales, volantes, escapes, áncoras o disparadores rotos o mal equilibrados; no le temblaba la mano, la pinza entre los dedos, componiendo desde el fino Longines al pétreo Roskoff. Pero al ver las cosas de tan cerca, con lupa o cuenta hilos, había acabado por darle un concepto muy meticuloso de las cosas. Lo veía todo con mayor detenimiento que la generalidad de los seres humanos. De cómo el fijarse en cualquier detalle lo había llevado al colmo de la avaricia es cosa fácil de comprender. Su concepto microscópico del mundo le empujó, desde temprana edad, a economizar lo más mínimo.
Hacía cerca de treinta años que estaba establecido en un portal de la calle de Atocha. Allí seguía, a pesar de que sus ahorros podían haberle permitido comprar en traspaso, o abrir una relojería importante en cualquier barrio si no más comercial más elegante. Pero, por lo visto, su anteojera le impedía ver más allá del reducidísimo campo que se le abría, eso sí, sin faltar detalle.
Vivía en el último piso de la misma casa, con su mujer, que fue criada de un general muy nombrado a principios de siglo y que ocupó, hasta el día de su muerte, el año 10, el principal de la casa. Marcelino la había estudiado muy por lo menudo, charla que te charla, sin perder la finalidad que le llevaba a tanto parloteo, ni el tiempo. María de los Ángeles era de Villarrobledo, hija de unos campesinos pobres y como tales de familia numerosa. Muy seria, un tanto redicha, más bien fea y ferozmente apegada al ahorro, lo que les había unido desde el principio. La verdad es que no se casaron hasta que Angelita estuvo en edad de ir a la escuela. No lo hicieron hasta entonces únicamente por ahorrarse los gastos de la ceremonia:
—Es mucho dinero para un papel que no ha de producir nada.
Pero hubo que inscribir a la mocosa y por no dar qué decir pasaron, a la callada, por el juzgado y la vicaría. Angelita tiene ahora veintitrés años y sus padres han decidido casarla. Marcelino y María forman un matrimonio ejemplar, se lo cuentan todo —las peluconas incluidas—. Nadie piensa echarles su vida miserable en cara, porque el negocio del marido no parece dar para más, ni han caído en el vicio de la usura, ni nadie sabe de la existencia de su fortuna; su vivir escaso no llama la atención. Tiénenles por pobres artesanos, honrados a carta cabal. Si no hubiese sido por las enfermedades del retoño, nada habría turbado la tranquilidad del matrimonio. Angelita nació débil, sin duda por lo escaso del alimento que mal sustentaba a su madre, feliz con ahorrar un puñado de arroz. La leche fue poca y clara, las papillas mínimas y así creció, paliducha, delgada, sin alegría, vencida por la anemia; cría más tranquila no hubo.
Tan pronto como Agustín, viudo oficial, apareció por la tertulia de don Paco —en la que Marcelino era el único que no tomaba una copa, a menos que le convidaran—, púsosele en la cholla al buen relojero casarle con Angelita. Discutió ampliamente el caso con su oíslo —que las palabras nada cuestan, gracias a Dios— y, a la gran sorpresa de la muchacha, le compraron dos trajes nuevos.
Angelita no sabía por qué estaba en el mundo. De tan poco comer parecía habérsele embotado el espíritu. No salía de casa más que para algunos recados y a pasear por el Retiro los domingos por la tarde. Mal medrada por la falta de alimentos, se había hecho mujer tarde y con daño. Las mejillas sin color, pálidos los labios, las caderas incipientes, no tenía sino ojos, ésos sí hermosísimos, negros, heredados de su padre. Vivía sin vivir, atada a una rutina sin mañana.
Marcelino preparó con sagacidad la entrada de Agustín en su casa, en espera de contarle por hijo. Aquel día, en el bazar, llevó la charla hacia la urbanización de Madrid, tema que los últimos tiempos parecía interesar a Agustín, debido a los largos paseos con que solía matar el tiempo. Díjole tener en su casa un viejo plano de la capital que permitiría poner en claro hasta dónde llegaba la Castellana hacía cincuenta años, tema de ardua discusión que quedó, aquella noche, sin resolver.
María, sabedora del hecho hacía más de ocho días, preparó una cena que, para las costumbres hogareñas del relojero, era heliogabalesca: sopa y pescado, amén de un flan. Angelita se vio competida a estrenar uno de sus trajes, tras haber escuchado, sin demostrar sorpresa alguna, las siguientes palabras:
—Tu padre traerá a cenar, probablemente, a un joven. Procura ser amable con él. Tú sabes mejor que nadie la edad que tienes y no hay nada peor, para una mujer, como quedarse para vestir santos. El joven en cuestión es de lo más honrado, tiene medios más que suficientes para vivir, es viudo…
—Es Agustín, ¿no?
—¿Cómo lo sabes?
—Pues…, ustedes han hablado de él más de una vez en la mesa. Además, viudo…
—¿No te gusta?
—¿A mí?
—Sí, a ti, ¿a quién va a ser? Pareces tonta.
—Pero… ¿cómo le voy a gustar yo a él?
—Eso, tú veras. ¿Le conoces?
—Claro.
Los padres habían olvidado que hacía años, debido a la vecindad, al conocimiento de Marcelino y José María, alguna que otra vez había estado Agustín en el portal. Angelita podía tener entonces diez o doce años.
—¿A ti te gusta?
—Madre, dicho así… no sé…
—No sabes…, no sabes nada. No pareces hija mía.
—¿Ésta es Angelita? —preguntó Agustín, entrando—. ¡Qué barbaridad! ¡Cómo ha crecido esta chica! Es que nos vamos haciendo viejos, don Marcelino.
—¿Tú? ¡Si tú eres un chaval!
—No tanto.
—Bueno, es que has pasado mucho. Pero estás en edad de olvidar, de rehacer tu vida.
La mirada de María fulminó a su esposo. Le parecía —y con razón— que iba demasiado directamente al asunto.
—Y qué —preguntó Agustín a Angelita—, ¿tienes novio?
—No, no faltaba más —arguyó María—. Ni lo tiene ni lo ha tenido.
Ahora fue a Marcelino a quien le pareció mal la intervención de su cónyuge: nunca se sabe lo que les gusta a los hombres.
—¡Tú qué sabes! —arguyó, y cambiando el sesgo de la conversación—: Tomarás una copita…
—No, gracias…
—Además —dijo el ama de casa— se quedará a cenar.
—De ninguna manera, señora.
—Si lo dice por lo que le podemos ofrecer, tiene razón.
—No faltaba más. No, de ningún modo, no quisiera molestar.
—No es molestia, Agustín; me perdonará que le llame así, pero decirle don Agustín, cuando lo conocí tan pequeño, se me haría muy cuesta arriba.
—Claro, no faltaba más.
—¿Un vermut?
—Bueno, muchas gracias, son ustedes muy amables.
A Agustín lo mismo le daba, tenía pensado cenar solo en el Colonial.
—Y ¿qué hace usted ahora?
—Nada.
—¿Vive de sus rentas?
—No. Pero espero que pasen unos meses para ponerme de nuevo a lo de siempre.
Hubo baches tremendos; el último, tras la copa, lo salvó Marcelino con el plano. Angelita no despegó los labios, baja la cabeza. La madre rabiaba.
—¿Y qué les parece si fuésemos al cine? —preguntó Marcelino.
De la sorpresa a Angelita se le cayó la servilleta al suelo; se la recogió Agustín.
—Muchas gracias.
Fue la primera vez que se cruzaron sus miradas tan cerca. Agustín leyó sin dificultad la emoción de la muchacha. Fueron al cine. A Agustín le tenían absolutamente sin cuidado las aventuras de Douglas Fairbanks, pero la actriz, por un movimiento de brazos y una sonrisa le recordó a Remedios. Le dolía mucho la cabeza al salir y la despedida fue rápida.
—A ver si viene a vernos más a menudo.
—Con mucho gusto.
—Recuerdos a sus padres.
—Muchas gracias.
—Y muchos besos al niño.
El niño. El hijo de Remedios y de su padre. Un cáncer.