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—No; si el mundo está lleno de buenas personas, lo que sucede es que basta que una sea mala para echarlo todo a perder. Tú con ese viejo; yo con la mala pécora de mi suegra.

—A tu marido, como a nadie, se le podría decir aquello de hijo de la gran equis que lo parió.

Porque ya se tuteaban, con gusto, a la semana de haber entrado Remedios al servicio de Tula.

—¿Y tú qué piensas hacer, con esa figura que Dios te ha dado?

—Estoy bien como estoy.

—No lo dudo. Pero ¿y mañana?

—Dios dirá.

—Eso, créetelo. ¿Piensas criar telarañas?

—¿Dónde?

—Donde te caben…

Rieron.

—Mira: ya estoy del Montaner éste hasta la cresta y pienso decírselo. Él también es una bellísima persona, y capaz de dejarme el piso.

—Bueno, ¿y qué?

—Pues ¿por qué no dedicarnos a lo único para lo que, por lo visto, servimos? Las dos juntas podríamos hacer muchas cosas.

—No —le contestó Remedios—, yo no he nacido para eso.

—¿Es que tú crees que yo…? ¿O es que alguna nace para «eso»? El mundo es así y las cosas vienen rodadas. Además, no te vayas a creer que es tan desagradable: otras cosas hay peores. Hemos salido guapas…

—Eso tú.

—¡Vamos, no te hagas rogar! ¿Por qué no aprovecharnos? ¿O es más limpio ser boxeador como ése que me llevó anoche a ver mi banquero y que se gana la vida aporreando a los demás por el solo hecho de que Dios le ha dado más fuerza en los puños que a otros? ¡Vamos, anda!, como dices tú.

Un año de experiencia había dado a Tula apetitos de dinero. No quería confesarlo, pero deseaba ganar lo suficiente para volver un buen día a Olot, no sabía todavía si para ir a su casa y deslumbrar a su familia o abrir en la buena ciudad una casa de lenocinio. O, tal vez, para ambas cosas, y cubrir de vergüenza el apellido de su marido, que seguía usando y aun ostentando con desfachatez.

—A mí, ésos me la pagan.

Remedios no se decidía.

—Por lo menos lo nuestro es una cosa limpia y clara: tanto tienes, tanto vales. No hay por qué meterse en líos.

Su condición de campesina catalana le había servido a las mil maravillas una vez perdida la fe en lo que ella llamaba «la hipocresía de la vida».

—Los hombres valen según el dinero que tienen. No importa absolutamente nada que sean guapos o feos, jóvenes o viejos, simpáticos o no. Si te atienes a este principio no te digo que seas feliz, pero vivirás como Dios.

—No blasfemes.

—No blasfemo. Ya no creo en Dios, sólo en la Virgen y gracias. Todos los hombres son unos cerdos.

—Todos no.

—Salvaremos a tu san Agustín —le decía mirando la fotografía de «la boda» que Remedios había sacado, y que tenía puesta encima de su mesilla de noche.

—No te burles.

—No me burlo, Reme; tú todavía sabes que por el mundo anda tu hijo, y que lo cuidan bien. Yo ni eso. Pobrecito mío, porque hubiese sido varón, me lo dijeron…

Se abrazaron. Tula no cejaba:

—Mira, no seas tonta. La gente de dinero suele ser pasadera, y no se ponen pesados, por lo general. No te digo que la vida en casa de la Francesa fuera agradable, eso no; pero entonces tenía yo una necesidad tremenda de revolverme en lo peor, de sentirme como un puerco… Mira, vamos al Colón a la hora del aperitivo, nunca faltará quien nos convide a una copa y a cenar. Luego con el vino y la digestión lo demás pasa pronto y a dormir tan ricamente con tus billetes en la hucha. Estás, como yo, en una situación de primera, ni tú te vas a enamorar ni yo tampoco. Son personas limpias, ellos quieren lo tuyo —que es lo que a nosotras no nos cuesta un céntimo— y nosotras lo de ellos: sus cuartos. Es un comercio sin trampa, al toma y daca. Porque eso sí: no fíes ni te fíes. Tú, como si estuvieras detrás de un mostrador: a tanto el palmo…

Remedios no se dejaba convencer.

—¿Qué esperas? Anda, dímelo.

—No lo sé.

—Lo que pasa es que tú eres una romántica.

Remedios no sabía exactamente lo que era aquello de «romántica», pero no le disgustaba oírse apodar así.