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Cuando, después de la abundante comida —entremés, sopa, entrada, verduras, asado, postre y café— le trajeron la cuenta para que la firmara, Remedios se enteró de que el precio, que ella creía con las comidas incluidas, era únicamente de la habitación; se puso a hacer números y quedó espantada: tenía que encontrar trabajo rápidamente. Pidió un periódico, le dieron La Vanguardia y subió a su habitación a leer los anuncios. Ya había tinta en el tintero y fue marcando lo que creía poder interesarle. Cuando acabó, era demasiado tarde para iniciar las gestiones. En vista de lo que había gastado en el almuerzo decidió no cenar; se contentaría con un café, en las Ramblas. Se tumbó en la cama y se durmió profundamente, al despertar se dio cuenta de lo cansada que estaba, y de cómo la habían sostenido sus nervios. Eran las nueve de la noche. Dudó un momento si desnudarse y meterse en la cama o ir a tomar el café que se había prometido. Se decidió por lo último, por miedo que su prolongada siesta la enfrentara con sus recuerdos, huido el sueño.

Las Ramblas, de noche, eran iguales que de día. Ahora torció hacia la derecha. Por la época, el Liceo estaba cerrado, pero el Hotel Oriente, el Café Suizo, los escaparates de diversos comercios y más abajo, el teatro Principal daban luz brillante, a más de la municipal, no escasa. Había tanta gente como doce horas antes, y más, sentada en sillones de hierro pintado de amarillo en ambos lados de la alameda central. Entró en el Lion d’Or, pidió un café y notó que muchos hombres la miraban. Ignoraba que el lugar y la hora, eran propicios para encuentros fáciles y que todo el barrio, desde la calle de San Pablo, donde vivía, hasta Atarazanas, allí a dos pasos, era el campo más a propósito para que fuese confundida con una cualquiera. En una mesa cercana Luis Salomar y Jorge de Bosch discutían acerca de si era nueva o no en aquel mundo; llegó un conocido crítico literario y aseguró que la conocía.

—Pues no está mal.

—¡Qué va a estar mal, hombre!

—Si fuesen las dos, las tres, me iba con ella —aseguró, petulante como siempre, Jorge de Bosch.

Y siguieron hablando de literatura. Un hombre de buen porte, sombrero en mano, se sentó en la mesa de Remedios: Con tu permiso, encanto.

—Pide lo que quieras.

—No le conozco, señor.

—Si es por eso: llámame Jaime.

Remedios no era timorata, ni se asustaba fácilmente, pero lo que tenía por desfachatez, y que no dejaba de serlo, le cortaba el aliento. Se levantó, llamó al camarero, para pagar.

—Déjalo.

Se acercó el mozo.

—No cobre. Es por mi cuenta.

Ya estaba Remedios en la calle. El caballero preguntaba al escanciador:

—¿La conoce?

—No, es la primera vez que la veo.

—De rechupete.

—Sí, señor.

Al llegar al llano de la Boquería y doblar para entrar en la calle de San Pablo, de una relojería que hace esquina, por la puerta entreabierta, salía un mozo joven que la interpeló; siguió adelante, impertérrita. Antes de llegar al hotel se le pusieron tres hombres jóvenes por delante.

—A on vas, bufona?

Uno de ellos le metió mano, descaradamente, y la mujer le soltó un sopapo de órdago, que le hizo retemblar de arriba a abajo. El hombre soltó un taco e intentó abalanzarse sobre ella. Detuviéronle los demás y Remedios corrió hasta la puerta de la fonda, ya cercana, oyendo las horribles injurias que el desvergonzado vomitaba con ganas.

Lo que más la soliviantó era que quien le oyese la tomaría, a ella, por responsable. Tan sofocada estaba que el velador del hotel le preguntó qué le sucedía.

—Deme la llave.

Se la tendió el viejo sin palabra.

¿En qué mundo había caído? ¿O es que todo era bazofia y lo único puro Agustín? El recuerdo del amado se le hizo más presente y lloró hasta el amanecer.

Las dos primeras casas en las que se presentó, buscaban camareras para bares. A ambos agentes se les encandilaron los ojos en cuanto la vieron y subieron las ofertas a veinte pesetas fijas y comisión. Como es natural, Remedios no aceptó. No sabía francés, como exigían en el tercer lugar donde acudió; lo sintieron, y más ella: era una agradable perfumería. Antes de comer en un restaurante, que le pareció barato, y que efectivamente lo era, y malo, intentó conseguir empleo en un almacén de coloniales pero exigían que supiera escribir a máquina. Por la tarde, en una tienda de ropas, donde necesitaban una cajera, le pidieron referencias, y su historia —la que inventó—; no logró convencer a un viejo ampurdanés, a quien ya le había parecido mal que no fuese catalana.

Deshecha, fatigada, molesta, se dejó caer con toda su pesadumbre en un banco del paseo de Gracia; rendida, reventada de hastío, le dolían los pies. Eran las seis de la tarde y la belleza, el bullicio, la vida agradable se hacía patente, la gente iba y venía con mayor tranquilidad que por las Ramblas, los automóviles pasaban más veloces —la avenida es ancha—, algunas personas andaban por gusto, paseando. A Remedios aquello le pareció un insulto. Y allí, en la calle, no se atrevía, ni se atrevió a quitarse los zapatos «que le dolían». Recordó una conversación con Agustín acerca de la frase: que si se debía decir o no, que si lo que le dolían era los pies o los zapatos, y cómo él sostenía que eran los pies y ella los zapatos; porque si en el momento de quitárselos desaparecía el dolor, eran los zapatos los que dolían, y cómo Agustín intentaba demostrarle que los zapatos no podían dolerle porque era algo exterior a ella. Tampoco él estaba ahora allí, ni su hijo, y le dolían. El recuerdo del chico la llevó al periódico y sus anuncios, que llevaba en su bolso. No había querido recurrir a ninguno que tuviera que ver con niños, pero ahora recordaba que pedían una «institutriz de buena presencia» en la calle de Mallorca, cuya placa deletreaba a poca distancia.

(Por la mañana, tomando un café con leche en el bar de Canaletas, con ayuda de un camarero, se había hecho un itinerario. El muchacho, que no tendría más de diecisiete años, había hecho lo imposible por atenderla en sus ires y venires tras el mostrador del quiosco. Remedios se había resistido a comprar un plano de la ciudad, pensando que una vez colocada, y suponía que sería pronto, no lo necesitaría).

Tuvo que andar dos manzanas y subir un piso, salió a abrir un criado viejo y arrugado, con chaleco de rayadillo amarillo y negro, la hizo pasar a una sala dorada y granate con dos grandes retratos rosados y elegantes; encima de la mesa central, de madera negra, había una pecera con peces chinos, vivos y coleando (poco hubiese sacado en limpio si le hubiesen dicho que los retratos eran de Rosales, los muebles de Coromandel); la alfombra era gruesa y agradable de pisar; las cortinas, de raso. Le extrañó que la persona, que la discreción del criado no le había mencionado, fuese hombre. Lo era y extrañísimo: de sesenta años quizá, enfundado en una chaqueta negra que le quedaba pequeña, pantalón rayado estrecho, botas de charol puntiagudas, camisa y cuello planchados, corbata anudada a la moda de hacía cincuenta años adornada con un alfiler, una perla, clavada a medias. Menudo y con un bigote que a la legua demostraba su tinte, retorcido y vuelto a retorcer, el bisoñé un tanto al través y una sonrisa exquisita manteniendo unas mejillas sin arrugas, barnizadas, brillantes.

—Señorita… Siéntese, haga el favor.

Remedios agradeció la indicación.

—¿Viene usted por el anuncio?

—Sí, señor.

—Muy bien. Me parece que reúne usted todas las condiciones apetecibles.

—¿Cuántos niños son?

—Uno.

—Y… ¿cuáles serían mis obligaciones?

—Pocas y fáciles. ¿Cuánto mide usted?

—No lo sé… Digo… creo que un metro sesenta y tres.

—Perfecto. ¿Castellana?

—Sí, señor.

—¿Su nombre?

—Remedios, para servirle.

—¿Dormirá usted en casa?

—Si tengo que cuidar al niño…

—¿Le gustan los peces?

—Sí…, ¿por qué no?

—Acerca de los emolumentos no hemos de reñir.

—¿Cuántos años tiene el niño?

—Soy yo.

No le sorprendió mucho la contestación; el giro de las preguntas se lo había hecho suponer.

—Entonces, no sirvo.

—Sí, sirve perfectamente, señorita.

—Creo que se equivoca usted.

—Mire, señorita, no se enfade. Porque asustar, no creo que yo asuste a nadie.

—No, señor.

—Ni usted debe asustarse de nada.

—Según…

—Lo único que le pediré es que se desnude delante de mí.

Ya estaba Remedios en la calle. Volvió al bar de Canaletas, le preguntó al muchacho si sabía de un empleo para ella. El chico le recomendó que fuese a El Siglo, o a Casa Jorba, otro almacén importante, a ver si podía colocarse como vendedora. Así lo hizo a la mañana siguiente. En El Siglo no había vacantes y en Casa Jorba su ignorancia del catalán fue determinante para que no la aceptaran. Recurrió de nuevo a los anuncios y se fue hasta la calle de Aribau, casi en la esquina con la Diagonal, donde necesitaban una doncella. Era en el tercer piso, con ascensor, de una casa nueva y de buen aspecto. Le abrió una mujerona de mucho peso, las mangas de la blusa arremangadas, con tipo y olor inconfundibles de cocinera.

—Què volia?

—Vengo por el anuncio.

—Em sembla que ja se n’ha buscat una, la senyoreta.

—¿Quién es, María?

—Una altra, per això de l’anunci.

—Que pase.

—Passu.

Entró Remedios en una salita clara, amueblada con sillones, sofá y mesilla de los que se ven en los escaparates de la mayoría de las casas de muebles «modernos». Salió a recibirla una mujer de su edad, guapa y rebosando salud, cubierta a medias con una bata de andar por casa, un poco demasiado vistosa para ser elegante. Empezó hablando en catalán.

—No hablo catalán, señora.

—No importa.

Simpatizaron inmediatamente y Remedios obtuvo el empleo. La verdad: aceptó todas las condiciones ofrecidas. Una hora después traía su equipaje. Dijo llamarse Rosa. La señora respondía al nombre de Tula. El trabajo era llevadero; María, la cocinera, hablaba poco, y menos en castellano; no dormía en la casa, madre que era de tres hijos —los tres casados—, pero tenía que cuidar de otros tantos nietos que le vinieron a las manos de resultas del mal matrimonio del benjamín. Lo único que hacía era refunfuñar porque nunca se acordaba dónde dejaba las cosas. El cuarto de criados en el que dormía Remedios era pequeño, pero con buena luz. La señora se levantaba tarde, se arreglaba despaciosamente, comía, volvía a cuidar de sus afeites —que por otra parte le eran casi innecesarios—, iba al cine, volvía para cenar muy ligeramente y esperaba a don Juan Montaner. Llegaba éste, muy puntualmente, a las nueve y media de la noche. Servíales Remedios café y coñac, y se iba a dormir.

Muy pronto intimaron Remedios y Tula, y se contaron sus respectivas historias.