Tal como lo había dicho Agustín, no las tenía todas consigo Riquelme cuando se acercó la hora del parto de Angelita y pidió que la llevaran al hospital para mayor comodidad en el trance. La mujer se negó en absoluto. Lo del hospital le sonaba a pobreza. Inútil decir que las futuras abuelas estuvieron de acuerdo con ella: los hijos nacían en casa. El dar a luz en un establecimiento público les parecía una mengua:
—Además, siempre estás expuesta a que te cambien el niño.
Los primeros dolores se presentaron la noche de un viernes, Agustín estaba mucho más nervioso que su mujer; por primera vez se sentía responsable, directamente, de un hecho determinado por su voluntad: él había escogido a Angelita —sin los empujes de la pasión— y la fecundó. Y ahora, según aseguraba el médico, existía la posibilidad de que todo fuese un fracaso. ¡Y qué fracaso! La desaparición de dos vidas, creada la una por él, destruida, tal vez, la otra por capricho.
Carlos Riquelme le dio unos calmantes:
—No te preocupes, otros casos más difíciles se han resuelto sin mayor dificultad. No te oculto que la debilidad congénita de tu mujer es uno de los factores más peliagudos, pero tú no tienes culpa alguna de ello.
—Sus padres son muy pobres.
—De todas maneras… —dijo el médico, siempre un poco redicho—. Conozco pobres vigorosos y ricos débiles; en gran parte (no en todo) depende de lo que se espera de la vida y de cómo se reparte el dinero que se tiene. Una cosa es ser pobre y otra miserable. Menos mal que estos últimos meses se ha repuesto algo.
—¿Pero tú crees…?
—Yo no creo nada, Agustín; veo y hago lo que puedo. Ha llegado el momento decisivo en que el feto necesita independizarse y la madre echar afuera lo que ya no puede mantener. Si ambos ayudan, todo irá bien; claro está que tiene que correr un poco de sangre, lo mismo que cuando un pueblo recobra su independencia. La vida es una; a veces las naciones han salido a luz con fórceps; otras, de manera natural.
—Algunas nacieron muertas.
—Y otras entrañaron la muerte de la madre.
—¿Tú crees? —dijo maquinalmente el futuro padre, que pensaba en qué haría si muriese Angelita.
—¿Otra vez? Ya te he dicho que no creo. El crío parece estar en excelentes condiciones y eso ayudará mucho.
—¿Resistirá ella los dolores?
—De dolor no se muere nadie, no lo olvides; el dolor en sí no existe, todo tiene su causa.
—¿No la anestesiarás?
—No —dijo el médico—, a menos que tengamos que operar. Soy enemigo de esos partos igualados a la extracción de una muela, y aun eso…
—Eres un bárbaro —y le dieron ganas de recurrir a cualquiera de las parteras que tanto su madre como su suegra le habían recomendado, enemigas como eran de que fuese un hombre el que asistiera a la parturienta, así anduviera una de ellas, traída por el médico, preparando lo necesario.
—Tal vez. Pero mucho temo que tanta mengua del dolor, cuando es funcional, lleve la humanidad a una atonía que le cueste la vida al aparecer cualquier enfermedad que necesite de defensas orgánicas.
La comadrona puso una tabla —de las de ensanchar la mesa— bajo el colchón, para atiesarlo, colocó encima, terciada, una silla del revés en la que dispuso una almohada y colgando de los pies, que ahora estaban en lo alto, una toalla para que la primípara pudiese agarrarse de ella, añadió dos sillas separadas para los pies, una tela cauchutada colgando del borde de la cama hasta una gran palangana colocada entre ellas y tres pucheros de agua hervida y una caja tocológica, que trajeron de la farmacia, sobre una mesa auxiliar, cerca del balcón.
Angelita empezó a retorcerse y a gritar —por mucho que se hubiera propuesto no hacerlo—, pero fue una falsa alarma causada por un calambre.
Doña Camila había traído una imagen de la virgen de la Almudena y doña María colgó un escapulario al cuello de su hija.
—Es muy milagroso, me lo prestó la mujer de don Paco, tiene un trozo de hueso de San Sebastián.
—Empuja, hija, empuja.
—Señora —le dijo el médico a la relojera—, déjese usted de cuentos. Y a Agustín: La contracción uterina es absolutamente involuntaria. Ya cuando se trate de la expulsión es otra cosa, pero no necesitará decírselo nadie. Y lo mejor que puedes hacer es irte a paseo.
—No.
—Por bien que se presente la cosa, tratándose de una primeriza, tres, cuatro o cinco horas no se las quita nadie.
—¿Lo podrá resistir?
—Vete al café, al cine; lo único que puedes hacer aquí es estorbar.
Angelita le estaba diciendo con los ojos que se quedara; así lo hizo, sentándose en la sala, la cabeza entre las manos.
El parto fue larguísimo: duró doce horas. Angelita sudó hasta morir, lloró, llegó al extremo de la desesperación. En los últimos momentos pareció hinchársele la cara y le latían terriblemente las carótidas.
Todo desapareció con la presencia de una niña, pequeñísima eso sí, que Riquelme sostenía en alto, dándole azotes en las nalgas hasta que lloró.
—Mira, Agustín, mira. —Y la madre sonreía, todo caído en el olvido, menos un bulto de carne rojiza que sostenía con su brazo derecho.
Media hora más tarde, en la Puerta del Sol, se proclamaba la República. Agustín acogió con gusto la coincidencia: dos vidas nuevas. De ahí en adelante todo iría bien. Por la calle pasaban automóviles y camiones llenos a reventar de hombres y mujeres que parecían borrachos; todo el mundo gritaba y cantaba. Las abuelas se santiguaban: nada bueno podría salir de aquello. El más atribulado fue don José María Alfaro, que veía todos sus negocios por el suelo y despotricaba furioso:
—¿Y eso es o era un rey? ¡Vamos! ¡Yo echo la tropa a la calle, y no digamos a la Guardia Civil, y en media hora acabo con toda esa turba infecta! ¿O nos van a venir con el cuento de que España ha dejado de ser monárquica por arte de magia? Cobardía y pura cobardía. Lo que falta aquí me lo sé yo tan bien como nadie. ¡Esto es el acabóse! Generales traidores… Si yo fuese ministro de la Gobernación… ¡Mañana mismo me proclamaban a mí una republiquita! Canallas…
Riquelme se despedía, encantado. José María seguía acosando a su hijo:
—Y a punto de firmar un contrato que ¡para qué te cuento! Me ponía en casa de una vez. ¡Mecachis en la mar! ¡Cerdos, canallas, cobardes…! Además, ¡para lo que va a durar! Como siempre, esos liberales son unos ilusos —Agustín oía a su padre, le miraba y no le conocía—. ¿Qué se han creído? Me lo decía ayer, sin ir más lejos, el conde de Torreblanca; aquí esas situaciones libertinas duran, dos años, y las buenas —las conservadoras— veinte; gracias a eso España es España. Todo esto —y señalaba la calle con un gesto amplio y despreciativo— no es más que la influencia de los franceses, que son todos unos degenerados. ¡Ya les daría yo república a esos babiecas…!
A los dos meses había cambiado de manera de pensar del todo en todo, entre otras cosas porque le firmaron el contrato de marras:
—No, si no es mala gente. Al contrario, con esa República sí comulgo.
Y como se presentaron nuevas ocasiones de ir a lo suyo:
—Que digan lo que quieran, pero ahora esto va sobre ruedas.
Lo cierto era que el aparato administrativo seguía siendo el mismo y su compinche, el ahora ex subsecretario, hacía excelentes migas con el nuevo gobierno. Ya seguro de su porvenir económico, dejó de tomar ciertas precauciones y a fines de año viniéronle con el cuento de la querida a su santa mujer. Echó el chisme al tango de la envidia. Reincidieron y no creyéndolo se lo dijo a su marido. Éste se alzó de hombros.
—¿Tú qué crees?
—¡Qué voy a creer, José María, que no!
Tanta ingenuidad motivó en el nuevo rico una reacción inesperada, hasta para él mismo.
—Pues es verdad.
—Bromeas.
—No. Algún día lo tenías que saber. Además, ¿a ti qué te importa? ¿No tienes el niño? Pues diviértete con él y a mí déjame en paz. Desde esta noche dormiré en el cuarto de Agustín.
—¿Hablas en serio?
—Y tan en serio, Camila. ¿O es que todavía te haces ilusiones? ¿Te has mirado al espejo? Para tu edad no estás mal. Pero no para la mía. Yo todavía necesito carne fresca. Tú ya estás más allá del bien y del mal.
La pobre señora se resistía a creerlo:
—¡Qué ganas tienes de tomarme el pelo!
Reaccionó el hombre de negocios pensando que no valía la pena asegurarse en la verdad, su cónyuge no era estorbo para sus diversiones. Reconoció, condescendiente, que su salida había sido producto de su buen humor, y, en prueba tangible de ello, le regaló quinientas pesetas para alfileres. Doña Camila le daba gracias al cielo de tener tan buenas personas a su alrededor.
Con la maternidad, Angelita se asentó en la vida; desaparecieron todas sus dudas: la niña era una viva explicación del porqué la había escogido Agustín. Engordó desproporcionadamente, hincháronsele los pechos y tuvo a orgullo dejar que se le abultara el vientre como bandera de su condición de madre, lo cual, como es de figurarse, no la favorecía, que sus brazos y piernas seguían flacas. Reservaba parte de sus mieles para el esposo; pero nada hubo en el universo como el escomendrijo de su hija; la pobre era descolorida, flaca, llorona. Agustín se pasaba las noches paseándola, intentando acallarla, con poca gracia. Se acordaba de Remedios con angustia, entre otras cosas porque de Angelita no quedaba ni el diminutivo. Doña Ángela por aquí y por allá, y un genio que nadie sabía de dónde pudo haberlo sacado. No es que se vengara de su anterior condición, pero al no tener los asideros de la miseria entraba a saco en la voluntad de los demás. Mandona, intemperante, impaciente. Las criadas no le duraban una semana y fue de ver el desfile: Carmen, Antonia, Bienvenida, Amparo y otra Antonia. Agustín prefería no enterarse. Miraba a su hija con extrañeza, deseaba quererla y no podía. Los relojeros no tuvieron mejor suerte; tratábalos su hija como subordinados, y no saliendo de su asombro se quedaban en casa.
Un día, en la Puerta del Sol, Agustín tropezó con Petra; hizo ésta por no verle, la detuvo él para preguntarle si tenía alguna noticia de Remedios. Dijo la mujer que no y se despidió en seguida pretextando prisas que no tenía. Le molestaba mentir; nada sabía en concreto de la que fuera su amiga, pero cada seis meses, más o menos, le ponía dos letras para decirle que el chico seguía bien. Cosa que no pudo hacer de ahí en adelante porque doña Camila se fue a vivir a Segovia, llevándose al niño, por mor de una clienta de los relojeros: llamábase ésta Tomasa Cardiel y era vendedora a domicilio de alhajas, medias, perfumes y lo que cayera, celestinica a sus horas. Hacía años que Marcelino le hacía las composturas necesarias a los numerosos relojes que caían en sus manos, sin preguntar, porque no era su oficio, dónde los conseguía y Tomasa solía pegar la hebra con doña María, cuando ésta bajaba al zaguán, cosa más frecuente desde que se le casó la hija. Del matrimonio se hablaba aquel día, y del bendito de Agustín.
—Dios quiera que no salga al padre —dijo la Tomasa y, del hilo al ovillo, vino a hablar de la pirandona que don José María mantenía por las Descalzas. Dio toda clase de detalles, callándose lo que le convenía, ya que aquella joven le daba su dinero a ganar.
Faltóle tiempo a doña María para echarse un mantón por los hombros e irle con el cuento a su consuegra.
—No, si yo no digo nada, todos los hombres son iguales en cuanto tienen dinero. Por eso bendigo nuestra pobreza; comeremos poco, pero, por lo menos, tengo seguro a mi Marcelino. No diría lo mismo de otros que yo me sé.
Doña Camila no se daba por enterada, tenía en poco los chismes, además carecía de luces para cogerlos al viento, que son los sabrosos. Y se prevalecía a medias de su sordera, en parte porque de veras oía cada día menos y en otra porque se refugiaba en el amor del niño.
—El dinero, Camila, el dinero suelto tiene la culpa de todo; por eso siempre digo lo mismo: si se tiene, a guardarlo, que para eso se ha hecho. De algunos sé yo que se lo gastan por ahí como si no costara nada ganarlo.
Y alzaba la voz a cuanto más podía para tener la seguridad de ser oída.
—A nosotros no nos sobra…
—Lo que sobra, Camila, es otra cosa…
—¿Qué quiere decir?
—Parece usted tonta.
—Lo soy, y a mucha honra.
—Pero ¿es que usted no sabe?
—¿Qué?
—Que José María…
—¿También usted me va a salir con ese cuento?
—No es cuento, Camila. Tengo todos los detalles habidos y por haber.
—No lo creo.
—Es usted muy dueña. Pero dese una vueltecita por la plaza de San Martín, en el numero siete, al atardecer, y verá lo que es bueno. La llaman «La Pálida».
—Y ahora, ¿ya está usted contenta?
—No, Camila, no; pero yo no puedo tolerar que le pase esto a una persona de mi estimación, y más de la familia. Además tenga usted en cuenta que el dinero que está derrochando su marido es el mismo que le está robando a nuestros hijos y a nuestra nieta; si eso a usted la tiene sin cuidado, a Marcelino y a mí no. Si le tiene sin cuidado que José María tenga una querindanga, ¡santo y bueno!, pero con el dinero de la familia no se juega.
La visita estaba alteradísima.
—¿Qué le pasa? ¿Quiere que le mande hacer una tacita de manzanilla?
—No, muchas gracias; parece usted de piedra.
—No lo soy. Pero quisiera quedarme sola; no lo tome usted a mal, se lo ruego. Mañana nos veremos.
La pobre señora procuraba ser amable. Fuese la correveidile y doña Camila rompió a llorar con desconsuelo. Pensó ir a consultar el caso con Agustín, pero luego resolvió que era cosa de ella sola. Fuese a ver a don Cándido y en la sacristía echó afuera todo su pesar. No le cogió de nuevas la noticia al clérigo y como su penitente insistiera en que le hablara al adúltero, consideró un deber decirle que lo creía inútil: el árbol estaba ya muy carcomido.
—¿Qué hago, entonces?
—Perdonar, hija mía, perdonar, que es prenda cristiana; porque supongo que no pensarás acogerte a esa ley endemoniada del divorcio que acaban de votar esos ateos en las Cortes.
—¿A mi edad?
—¿Entonces?
—¿Y si me fuese a Segovia?
—¿Con tu hermana?
—Sí.
—Por algún tiempo, tal vez no estaría mal.
—Me llevaré al chico; Agustín no tendrá nada en contra. ¿Quiere ir a verle y decírselo? A mí me daría vergüenza contarle esas cosas de su padre.
—Está bien.
—Pero ¿cómo es posible que un hombre tan bueno, tan cabal…? ¡Es que hay mujeres que no merecen vivir! Porque nadie me quita de la cabeza que ésa… bueno, ya me entiendes, es la que lo ha trastornado. ¡Pobre José María!
—¿Por qué no le hablas?
—¿Yo? Tú, sí; sería otra cosa.
—Ya te he dicho que sería inútil. Le conozco bien y hace años.
—Entonces, razón de más…; sabes que ha sido siempre un bendito de Dios…
—No, Camila —se tuteaban desde niños—, no. Mira, tu idea de irte al pueblo no es mala, no, no es mala. Probablemente él, al verse solo, recapacite y vaya a buscarte. Entonces no te hagas demasiado de rogar.
—¿Cómo va a vivir sin mí?
Tan ricamente, pensó el cura, sin equivocarse, y no hizo gestión ninguna.
A última hora, doña Camila tuvo que confesarle a su hijo la razón de su marcha. Fue una escena muy penosa a la que Agustín no podía poner remedio. Angelita no metió baza y se lo agradecieron.
Acompañaron a la viejecilla a la estación: tenía los ojos deshechos de la lloradera. José María, que tenía ya seis años, estaba tan callado y obediente como siempre. Prometió doña Camila venir con frecuencia a pasar el día con ellos. Dejó Agustín a su mujer en casa y fue a encontrar a su padre. La escena fue violenta y corta:
—No te metas en lo que no te importa.
—¿Cómo no me va a importar mi madre?
—Eso se acabó, y no por mi culpa.
—¡Es el colmo!
—Mira, niño; no te olvides que eres mi hijo.
—Vergüenza me da.
Don José María se alzó de hombros, dio media vuelta y se fue a la calle, felicitándose de haberse contenido las ganas de darle una bofetada a su retoño. Aquí paz y después gloria —se dijo.
Doña Camila se reconcomió en Segovia. Tal como lo prometió, hizo algún viaje para ver a su hijo y a su nieta. Llegaba en el primer tren y se iba al caer la tarde, cada vez más vieja y más sorda.