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Historia de Lucas

La librería de viejo de don Lucas González está en un portal de la calle de San Bernardo. Al fondo arranca una escalera, gastados los bordes de los escalones y el pasamanos; tras ella y en lo que es portería en construcciones de esa época —principios o mediados del XIX— está la verdadera librería, que lo expuesto en la entrada no son más que saldos o libros de texto de tercera o cuarta mano. Los cuida Ramón, viejo, bizco y ojo avizor, con un plumero en la mano que más de una vez le ha servido para amedrentar a un cliente de ésos que quieren llevarse la mercancía de balde. Al fondo, en cuchitril cerrado, está Lucas entre montones de libros sin gran valor. Hay estanterías recubriendo todas las paredes, una mesa de despacho al fondo, cubierta de libros, y, en el centro del cuarto, un montón informe de papeles que llega al hombro de cualquier hombre de mediana estatura. Existe un pasillo estrecho entre ese cerro de libros y folletos y las estanterías; al fondo, el espacio es un poco mayor y permite un sillón desvencijado y cuatro sillas, que a más de la que está tras el escritorio sirven para la tertulia. No hay más luz que la amarillenta de una bombilla de pocas bujías que cuelga, sin otra pantalla que la que generosamente han dejado en su vidrio las pocas moscas que se atreven a llegar tan lejos. El ruido matraquero del tranvía ahoga, a veces, la conversación.

Agustín prestó poca atención a lo que decían Lucas y Chuliá; hojeó distraídamente algún libro. A la media hora se fueron a la calle. Yendo hacia la glorieta de San Bernardo se le ocurrió a Chuliá que, volviendo sobre sus pasos, cenaran en un figón de la glorieta de Quevedo, donde asaban unas chuletas que le recordaban las de su tierra. Agustín se dejó arrastrar sin dificultad. Desde una farmacia volvió a hablar por teléfono con Cristina; para hacer tiempo, que todavía era temprano, el inventor contó lo que se decía de la vida y milagros del librero de viejo. Chuliá era de mucho hablar y no le gustaba dejarse detalle en la bolsa del olvido.

—Como habrás visto, Lucas todavía es buen mozo. Hace treinta años —que debe andar por los sesenta— debía dar gloria. Es navarro, de Estella, hijo de campesinos. Desde que pudo ser lo mandaron al seminario y allí, sin despuntar, aprendió sus latines y su teología. No sé si llegó a ordenarse, yo creo que sí, pero cuando se le pregunta lo niega. Si le tratas, ya verás que es muy cazurro, como buen hombre de la tierra, yo no sé por qué el campo da esa desconfianza, tal vez por el tiempo, que nunca se puede prever… Para no hacer el cuento largo, la cosa es que el hombre se enamoró, debió de ser en los primeros años del siglo. Colgó los hábitos y se fue a vivir a Barcelona con el objeto de sus afanes. Si juzgamos por la hija, era una real moza. Porque tiene una hija, que vive con él. Casi no se la ve, se llama Pilar. Su madre tuvo la desgracia de quedarse paralítica de las piernas a poco de nacer ella.

Agustín recuerda a Angelita —¿y si le fuese a ocurrir lo mismo?— y pierde el hilo del relato, que no le importa; llega Remedios atada al nombre de Barcelona. Luego, por inercia, vuelve a oír al inventor, que habla porque le gusta hablar:

—Inútil decirte que no le fue muy fácil, al principio, encontrar un trabajo de su gusto. Creo que hizo un poco de todo: en el puerto, en las estaciones, en las fábricas; no tenía habilidad en las manos; fuerza, eso sí. Pero, claro, no es lo mejor que se paga. No sabía gran cosa de números, aunque tenía buena letra y, en los despachos, tampoco tenía un porvenir muy brillante que digamos. De todos modos, al principio no le importó, iban viviendo. Pero llegó la niña y la enfermedad de la madre y las pasó negras. Lo que te voy a contar no me consta del todo, a mí me lo dijeron y tal como lo oí te lo repito. Pero, conociendo al tipo, no me extrañaría nada. La cosa es que creo que trabajando de limpia vías, de ésos que van empujando una larga pértiga para que los rieles queden despejados, conoció a unos cuantos anarquistas y no tardó en hacer buenas migas con ellos. No creas que fabricó bombas, o que las tiró. Dejando aparte el que yo sea anarquista, no hay duda que, en su situación, era natural que sintiese simpatía por una doctrina que le liberaba del peso que su educación le había echado sobre los hombros; la lucha contra la injusticia y en pro de la igualdad casa con lo mejor del cristianismo. A lo que iba; Lucas se puso a leer los libros que había en el Ateneo, del que se hizo socio, y allí de Kropotkine, Mantegazza, Tolstoi, Spencer, Marx, Voltaire, Reclús, Emerson, etc., todo revuelto. Intentó trabajar en una imprenta de la calle del Conde del Asalto, le pusieron a corregir pruebas, pero eso de estarse sentado todo el día no rezaba con su humanidad. Esa imprenta, de un tal Costa, tenía intereses en un centro editorial de la calle de la Diputación y nuestro hombre se puso a vender libros, yendo de asociación en asociación y luego de casa en casa, cuando descubrió que era más remunerativo otro tipo de obras, sobre todo las científicas. No por eso dejó de frecuentar el Ateneo ni de ser anarquista o, por lo menos, de tener simpatía por la causa. Lo ha demostrado cuando se presentó la ocasión: a más de un compañero ha ayudado y a más de dos ha escondido cuando hacía falta. Él nunca tomó parte activa en la lucha y, tal vez por eso, por casualidad, no estaba fichado por la policía. Además, tienes que saber que al año de andar entre libros ya tenía un changarro en la calle de Tallers: al ir a ofrecer unos libros a un profesor de la universidad, éste aprovechó para preguntarle si no conocía a alguien que le comprara su biblioteca. No era muy buena, pero sí de muchos volúmenes. Hablaron de precio y nuestro Lucas fue a ver a un viejo carlista que tenía un almacén de quincalla, creo que por el Cali, y que le tenía simpatía por aquello de ser navarro. Nuestro hombre había trabajado unos meses allí, de mozo de carga. Le explicó el negocio —que era claro— y le pidió prestadas tres mil pesetas, con la garantía de los libros. El quincallero —fiado en la honradez de la raza— se las prestó a un honrado seis por ciento; Lucas se las devolvió antes del año.

»Vivían, él y su mujer, muy estrechamente porque el negocio no daba para más, pero aquello le gustaba y no tardó en enterarse del tejemaneje. Lo malo fue que se le despertó una pasión frenética por los libros raros. Eso no se comprende en un anarquista, en un cura sí. Total, que cuando caía algo que valiera la pena no lo quería vender ni a tres tirones. Así las cosas, puedes suponer que las pasaban negras. El hombre era feliz con sus primeras ediciones y sus incunables. Sin duda el conocimiento del latín le sirvió de mucho. Sus congéneres tuvieron noticia de su chaladura y cuando les caía un ejemplar de mérito se lo ofrecían. Él hacía lo posible y lo imposible por adquirirlo y luego si algún interesado se enteraba de su existencia y quería comprárselo él se negaba a venderlo. Por aquel entonces supo que la desgracia de su mujer era irremediable, a pesar de eso hizo cuanto estuvo en su mano para intentar curarla; inútil decirte que le costó mucho dinero. No lo tenía, pero sí libros, que bien o mal vendidos le hubiesen bastado para cubrir los gastos de médicos, de medicinas y cuanto hay que hacer en estos casos. Vendió un ejemplar rarísimo de Séneca y enfermó. El recuerdo del libro no le dejaba vivir. Parece que eso de la bibliomanía es terrible. Dicen que llegó a no dormir durante semanas. Hizo por aquel entonces un buen negocio con unos libros de texto y fue a ver a la persona a quien le había vendido el precioso ejemplar con la pretensión de volverlo a adquirir. Ni qué decir tiene que aquel mochales no quiso ni discutir el asunto. Pasó algún tiempo, volvieron las cosas a ponerse de color de hormiga y nuestro hombre vislumbró la posibilidad de tener que vender otro incunable. Entonces es cuando dicen que se le ocurrió la idea salvadora. Te vuelvo a insistir que no es más que un decir que corre.

Pidieron las famosas chuletas y más vino.

—La cosa es que, aun fastidiado con sus problemas económicos, se cambió a una casa mejor de la calle de Aribau. Tenía el comercio, trastienda, habitación en el entresuelo y un sótano, que servía de bodega. La tienda era normal, ¿qué tendría?, unos tres metros y medio o cuatro de ancho, por cinco o seis de fondo, un escaparate, una mesa en forma de cajón abierto en el centro, con libros revueltos, de saldo; se pasaba a la trastienda apartando una cortina de cretona, tenía allí un escritorio, una máquina de escribir y unas vitrinas con libros mejores. En el sótano guardaba restos de ediciones y los libros de medicina y de derecho, amén de algunos cuadros que siempre salen cuando se compran libros de viejo: alguna virgen y santos surtidos. Arriba, dos dormitorios; en el suyo, tres baúles grandes llenos de libros de gran valor. Te lo describo así porque yo estuve allí. No había sala, sólo el comedor, la cocina oscura y el cuarto de la criada, ésta no tenía poco trabajo con la limpieza, la cocina y el retoño. Por su parte, Lucas ayudaba mucho. Es bueno por naturaleza (todos los hombres lo son) y, además, su educación le había enseñado a no arredrarse ante nada. Cuidaba a la enferma con el mayor cariño. La vestía, la desnudaba, la lavaba, la llevaba del sillón a la cama, siempre atento a sus menores necesidades. Un santo. Inútil decirte que su mujer le adoraba. Los domingos por la mañana iba de paseo con su hija, al parque, veían las fieras; por la tarde, si no tenían visita, jugaban al dominó. Los médicos aconsejaron llevar a la enferma a un sanatorio; él se opuso, prefiriendo transportarla cada vez que fuera necesario para que le aplicaran un tratamiento de diatermia o rayos X, que al cabo se reveló inútil; pero las cuentas había que pagarlas. Y las pagó.

Trajeron las chuletas, que olían a gloria.

—Ya te he dicho que tenía muy buenos libros; vendiéndolos hubiera podido salir adelante. Pero era bibliófilo. Y de esa pasión se sustentaba. No que los leyera, pero los tenía allí, entre cofres, alrededor de su cama. Entonces se le ocurrió lo siguiente…

—¿Exactamente, qué son incunables? —preguntó Agustín, que sólo tenía una vaga idea del término.

—Los libros que se imprimieron antes del siglo XVI.

—¿Y hay muchos?

—Bastantes, pero por lo general valen mucho dinero. Entre otros, Lucas tenía alguno que otro catalán, un Dante, un Plinio y dos o tres salterios. Un barón de X, tan bibliófilo o más que Lucas, sabía de un Dante, impreso en 1472, en poder de nuestro hombre. Ya le había hecho muy buenas ofertas, pero el librero nunca quiso saber nada de ellas hasta que un buen día le llamó por teléfono y le dijo que las circunstancias habían variado y que se veía en la necesidad de venderle el famoso ejemplar con tal de no decírselo a nadie. Tardó el prócer en ir a la calle de Aribau lo que le demoraron sus piernas, que no vivía lejos. Hízose el trato en la trastienda, a toma y daca, y el viejillo catalán se fue más contento que unas pascuas a hojear su tesoro. Los bibliófilos son unos seres aparte, algo así como los avaros de los libros, no sólo quieren poseer esos volúmenes raros, sino que casi todos tienen tendencia a no enseñarlos, como si la vista ajena los pudiera gastar. En eso son bastante diferentes de los coleccionistas de cuadros, que gozan enseñando sus maravillas o las que creen que lo son, porque en eso de los cuadros de las colecciones particulares ¡hay cada timo! Dejando aparte que en el momento en que un buen señor compra una tela «atribuida a…» desaparece la duda y queda sólo el Van Dick o el Goya o el Picasso, flamante con su plaquita dorada, como muestra de indudable autenticidad. Con los libros es distinto, tal vez porque, de hecho, ya son una reproducción. Quizá porque sean más fáciles de robar, o temen que dejen en las hojas huellas dactilares. No lo sé ni lo entiendo, porque la verdad es que a mí me interesan los libros para leerlos y me tiene sin cuidado la edición. Todavía si fuese un manuscrito, un original. La cosa es que los originales, entre bibliófilos, son ellos; hay cada tipo… Bueno, a lo que iba, el conde…

—Antes dijiste barón…

—Lo mismo da; a mí los títulos, igual que las ediciones, me tienen sin cuidado. El barón iba pasando las páginas (folios los llaman) y, de pronto, se le erizó el pelo, casi le da un sofoco: faltaban dos. Es decir, que el Dante aquel no valía nada o mucho menos de lo que acababa de pagar, bien pagao. Le faltó tiempo para volver a la librería de Lucas. Se me había olvidado decirte que el ex seminarista le había citado a la caída de la tarde. Así que cuando regresó el aristócrata de marras ya estaba cerrada la tienda. Sabía el noble bibliófilo que el librero vivía en la misma casa y llamó, alteradísimo. Bajó Lucas a abrirle, cerró la puerta tras él, pasaron a la trastienda, le hizo sentar, hojeó cuidadosamente el volumen en cuestión y pasando como al descuido tras el vejete lo ahogó como a un pajarito. Otra versión da en afirmar que lo descalabrara con un tubo de plomo, ve a saber. Lo que sí aseguran es que ya tenía preparado un buen hoyo en el sótano. Con lo que nuestro Lucas cobró y recobró, porque supongo que le faltaría tiempo para reponer los dos folios en cuestión, que había desprendido con sumo cuidado. Mira, que hace chistes, dice qué es lo que va de una sotana al sótano. Malas lenguas aseguran que repitió la suerte (con ídem) varias veces, siempre protegido por la clandestinidad que produce el amor a los libros raros. Yo, claro está, no tomo partido. La cuestión es que, al poco tiempo, nuestro hombre vino a establecerse en Madrid. El asegura que porque aquí hay mejor mercado. Es posible y que todo no sea sino el producto de malas lenguas o de la envidia. La verdad es que se le murió la mujer, se quedó viudo y sin consuelo, porque ahí donde lo ves, tan grandote, es un sentimental.

—¡Lo que no inventan!

—Ni siquiera eso: parece que hubo un caso parecido hacia los cincuenta del siglo pasado.