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Salieron y bajaron hasta la calle de San Bernardo.

—Vamos camino de mi casa.

Alberto despotricaba contra Cabral, contra Juan de la Cierva, contra unos ingenieros que Agustín oía nombrar por vez primera; como siempre, sólo se salvaba don Leonardo Torres Quevedo.

—¡Si fuese norteamericano, o inglés, o alemán! ¡Para qué te cuento! Bueno, aunque sólo hubiese sido francés… Pero no, tuvo la desgracia de nacer español, en un país donde la ciencia siempre se tuvo por cosa endemoniada, o de judíos o de moros… Aquí, para ser algo, se necesita ser torero, y lo que más se glorifica es tener «buena mano izquierda».

Quiso entrar en la librería de Calpe para probar sus asertos, pero a Agustín le tenía aquello absolutamente sin cuidado, y más ahora, sólo atento a remachar la noticia y a reconcomerse.

—Aquí basta que sea uno español para que no interese. ¡Y mira que yo he hecho cosas! ¡Si yo fuese extranjero!

Agustín no lo ponía en duda, pero le daba lo mismo —y no sólo en aquel momento— Torres Quevedo, Juan de la Cierva o Chuliá. Remedios, en Barcelona. Se estaba viendo tomando el tren aquella misma noche. Y si se había echado a la mala vida, mejor. No, eso no, que suyo era el daño. ¿Por qué ese sentimiento de culpabilidad siempre que pensaba en ella?

—¿Cuándo la viste?

—¿A quién?

—A Remedios.

—Hace unos tres o cuatro meses.

—¿No le preguntaste dónde vivía?

—No. Si llego a saber que te interesaba tanto… La verdad es que ni siquiera pensaba encontrarte. ¿No tienes noticias suyas?

—No.

—Si quieres puedo escribirle a Jaime Batlle…

—No, déjalo.

El inventor, llevado como siempre con su afán de favorecer a quien fuera, se disparaba:

—No faltaba más: mañana mismo. Yo soy amigo de mis amigos…

Nada se perdía.

—Bueno, como quieras. ¿Se acordará de ti?

Chuliá le miró como si acabara de atravesarle con un estoque.

—¿De mí? Oye, amiguito, ¿es que tú no sabes quién soy yo?

Agustín no sabía cómo curar la horrenda herida que acababa de abrir a todo lo largo del amor propio del inventor, que estaba seguro de ser más conocido que la ruda:

—¿Tú no sabes que hoy preguntas por mí en la Argentina y saben quién soy? ¿O en el Uruguay, o en el Brasil, o en Cuba, o en México? Y quieres que en Barcelona…

—No, hombre, mira: como antes dijiste que fue un encuentro casual y rápido…

—¿O es que crees que a mí se me olvida tan fácilmente?

«No, desde luego que no», piensa Agustín.

—Di dos conferencias en el Ateneo de allá, que todavía están viendo visiones. ¡Cuándo han soñado ellos oír algo parecido! Bueno, aquí es.

«Si tomo el rápido, estoy allí mañana por la mañana. Y será fácil dar con ese Jaime Batlle si, como dice éste, es tan conocido. A lo mejor nadie sabe quién es. Chuliá es tan exagerado… Le diré a Angelita que tengo que ir unos días a Barcelona, con cualquier pretexto; ella no dudará. Bueno, y una vez allí, ¿qué hago?».

—Éste es mi amigo Agustín Alfaro, un hombre muy inteligente. Éste es mi amigo Lucas no sé qué, que para todos es Lucas y te aseguro que es bastante. Y éste es el Padre Benito.

Libros, muchos libros, libros por todas partes fue lo único que advirtió Agustín ensimismado; vislumbró un hombre alto y subido de color, el Lucas de marras.

—Siéntese donde pueda.

—Gracias.

El Padre Benito no tenía traza eclesiástica, pero a Agustín todo le tenía sin cuidado aunque, en su trasfondo, no dejara de extrañarle la amistad de Chuliá con un cura.

«Una vez allá, ¿qué hago? ¿Qué diferencia con nuestra posición en Zaragoza? En el fondo, ninguna. En la forma, sí: sabemos que nos queremos. También lo sabíamos entonces. Pero, ahora, han pasado otros cuerpos entre nosotros. Yo me casé, y tú… Bueno, tú, ¿para qué vamos a hablar? ¡No!, si precisamente se trata de eso: de que hablemos de lo que has sido capaz de hacer. ¿No se te cae la cara de vergüenza? ¡Claro, vas a decir que lo hiciste por mí, que ahora sí se ha acabado de veras todo lo que nos ligaba! ¿No crees que es más bien lo contrario? Que ahora, con tantos cuerpos como te habrán pasado por encima, podemos olvidar el de mi padre. ¡Mentira, mentira, mentira, tú no has podido hacer eso! Todo es imaginación de este inventor bárbaro que tal vez ni te vio, o, a lo mejor, te confundió con otra. Una cualquiera, Remedios… ¿Para qué voy? ¿Qué te diría? ¿Y tú a mí? ¿Caeríamos en brazos el uno del otro? ¿Qué crees?».

—Usted, ¿qué cree?

—No lo sé.

—Alfaro —decía Chuliá— siempre anda con pies de plomo. Pero tiene la cabeza despejada y sabe lo que se dice. Además es hombre seguro, republicano a carta cabal.

Agustín veía visiones: pase por lo de los pies de plomo y por lo que sabía lo que se decía —por otra parte, no dudaba de ello—. Los elogios nacieron con una desaforada alabanza que de los planos de un invento de Alberto —una lavadora mecánica— hiciera en Zaragoza ante unos clientes suyos a poco de conocer al singular valenciano. Desde aquella hora Agustín quedó esculpido en el recuerdo de Chuliá como un hombre digno del mayor aprecio. Lo de republicano era la primera vez que se lo oía achacar. A él, tanto le daba; de todos modos protestó, pero:

—Tú te callas, que yo sé lo que me digo.

Heme republicano —pensó Agustín—, igual podía haberme consagrado chino; por lo visto, todos saben lo que se dicen, pero yo no sé lo que estoy pensando. ¿Me voy a Barcelona o no? ¿Ahora? ¿Con qué dinero? ¿Cómo explicaré a Angelita este viaje tan repentino? Será mejor dejarlo para mañana. Le penetró la duda de si ese aplazamiento entrañaba el principio de una renuncia. Era posible. Porque, ¿a qué iba? Poniéndome en el caso de que nos encontremos frente a frente, en una sala, en un dormitorio. ¿Qué hacemos? ¿Acostarnos? Es lo que deseo. No. Es algo más; la quiero todavía con toda mi alma. ¿Entonces? ¿Cómo mirarnos a la cara después? Tal vez es mejor dejar las cosas como están: yo repudriéndome con la buena de Angelita, que está como una estaca y arrojando todo el día. ¡Cómo huele la casa! Antes no podía llevar a nadie porque Remedios… era Remedios, y ahora porque aquello parece una botica. Pienso botica por no decir algo peor. ¿Por qué me casé? ¿Qué remedio me quedaba? Ahora, a aguantar como los hombres. Decididamente, no voy a Barcelona.

Con esa resolución miró con cierto interés la librería de lance y a su propietario. El Padre Benito ya se había marchado sin despedirse de él.

Feliciano Benito, anarquista muy conocido en Madrid; hombre de unos cuarenta años, curtido de cárceles, estaba tan seguro de sus ideas y despreciaba las otras con tal superioridad, que nadie se las discutía. Llamábanle, desde el estreno de Las Corsarias que, para variar, le cogió en un presidio, el Padre Benito, y él se acomodó el alias, porque, de verdad, tenía un concepto patriarcal del mundo, lo que no había obstado para que, en su tiempo, tomara parte en un atraco muy sonado, en Villaverde. Era hombre muy crédulo y de una buena fe a prueba de bomba que, en este caso, es muy de decir.

Lucas solía recordar, al referirse a él, una discusión que sostuvo en la trastienda, un día, con un socialista bibliófilo acerca del «libre acuerdo». No había quien sacara al Padre Benito de que la única manera de gobernar —como es natural, no empleaba esta palabra— era dejar que cada uno hiciera lo que le pareciera bien. Se enfadó el ya muy desvaído marxista y le planteó el problema con un ejemplo:

—Vamos a ver, Padre Benito: figúrate que eres ministro de Fomento.

—No. ¿Ves cómo no nos podemos entender? Yo no seré nunca ministro y el día que mandemos nosotros no los habrá.

—Pero acabas de decir «el día que mandemos». Bueno, la denominación no viene al caso, que es el siguiente: figúrate que hay que construir un ferrocarril entre los puntos A y B —el socialista, requiriendo papel y lápiz, dibujó unos puntos y unas líneas—, los ingenieros, los técnicos están divididos en dos bandos equivalentes: unos proponen que se construya siguiendo el camino más corto, la recta; otros, en cambio, sostienen que hay que desviar la ruta para que pase por pueblos que lo necesitan y que con su trazado se acrecentará la riqueza de la región, etc. ¿Quién resuelve? Alguien tiene que ser. Ahora bien, figúrate que al que toca decidir es a ti. ¿Dónde queda tu teoría del libre acuerdo? ¿Qué harías?

—Construir los dos.

Lo dijo con toda el alma.

El Padre Benito era muy amigo de Chuliá, y se solían citar en la librería de Lucas cuando se trataba de asuntos de la organización.