13

A los dos meses de la vuelta a Madrid el embarazo de Angelita no ofreció dudas: mareos, vómitos, desmayos. La cosa se presentó mal desde el principio. Llamó Agustín a un médico, Carlos Riquelme, que conocía desde hacía años, cuando él entonces estudiante iba a San Carlos. Vivía por entonces el tal en una pensión en la calle de Mesón de Paredes, pared con pared de su casa. Perdiéronse de vista durante años, hasta que se tropezaron en la Gran Vía. Riquelme quiso examinar a Angelita, que no se podía mover de la cama, pero la joven se negó tenazmente: que la auscultara, que le tomara el pulso y le viera la lengua: más no. Por mucho que porfió Agustín, no hubo manera.

En la sala, entre los viejos muebles de los Almacenes Rodríguez, de su «matrimonio anterior», el médico diagnosticó una debilidad congénita, una anemia evidente, debido sin duda a alimentación deficiente y expuso sus dudas acerca del buen desarrollo del embarazo. En cuanto al parto, todavía estaba lejos. Recetó reconstituyentes, un medicamento a base de nuez vómica y sobrealimentación: caldos, gelatina de gallina, leche con yemas y mucho reposo. La mujer ingería cuanto se le daba, pero no lo retenía en el estómago. Agustín se vio convertido de recién casado en enfermero. Lo hizo, si no a gusto, con paciencia, así constituyese Angelita un espectáculo muchas veces deprimente. Añádase que sus suegros le sacaban de sus casillas encontrando muy bien a su hija «teniendo en cuenta su estado» y se hacían cruces de tanta comida desperdiciada.

—Oiga usted, Agustín, y aunque sea meterme en lo que no me importa, ¿para qué compra usted huevos tan caros si sabe usted que invariablemente mi hija los va a echar fuera?

Con su mujer en cama, Agustín no se creía facultado para contestar a su suegra como se merecía. Doña Camila, con el cuidado del niño, aparecía poco por allí. José María no iba; corría la voz de que necesitaría un automóvil para atender a sus múltiples negocios. Angelita se desesperaba, no del hecho de esperar sucesión, sino de su salud.

—Pobrecito —le decía a su marido—. ¿Y para esto te has casado conmigo? Ni que fueses el marido de una paralítica. No puedo valerme y en vez de tener tu casa como una patena, todo anda revuelto. ¿No has visto si Cristina ha quitado el polvo del comedor? Me reconcomo y me hago mala sangre pensando sólo en cómo lo tendrá todo. ¿Qué has comido, Agustín? Yo dispongo lo que puedo pero mis fuerzas no dan para más. Te has casado con un alfeñique. Todo el día andas por la calle y cuando vienes tienes que hacer de enfermero. No duermes, no me digas que no, que lo noto. Y ni siquiera puedo ser tu mujer.

—¡No digas tonterías!

—¿Cómo no me voy a preocupar? No pienso en otra cosa. Lo que debiera hacer es morirme.

—¡No digas tonterías!

—Tonterías o no tonterías. Llevamos tres meses en Madrid y no he salido de esta maldita cama. Esta mañana, cuando te fuiste, intenté levantarme.

—Ya sabes que Riquelme te lo ha prohibido…

—Ya lo sé, pero qué quieres, Cristina fue al mercado y yo…

—¿Qué te pasó?

—Que caí.

—¡Qué barbaridad!

—No fue de golpe, no. Resbalé suavemente en la alfombra. Luego me pude incorporar y meterme yo sólita en la cama.

Agustín miraba los delgadísimos brazos de Angelita y se acordaba de Remedios. Lo aguantaba todo porque se había hecho a la idea absurda que cuanto mal le acontecía era por no haberle sido fiel y su castigo.

Acariciaba a Angelita y miraba sus grandes ojos dulces y la consolaba.

—No te preocupes, es cosa de unos meses, luego estarás que dará gloria verte. A ti y al niño.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro.

—Pues yo creo que será niña.

Algunos días en que Agustín no tenía que salir por la tarde, Angelita lo apremiaba para que se fuese a dar una vuelta, al café, a la tertulia de don Félix, o donde fuera con tal «de cambiarse las ideas». Porque, sin darse cuenta, se había vuelto más taciturno que de costumbre. Agustín se resistía, ¿a dónde ir? ¿A la calle del Peñón? Parecían tratarle allí con despego. Una tarde del mes de marzo —ya andaba la triste de su mujer en el sexto mes de su insufrible embarazo—, se decidió a ir hasta la calle de Alcalá, a sentarse en cualquier terraza para ver pasar a la gente, tomarse un «exprés», que se había aficionado al café reconcentrado, y, de paso, recoger el pedido de una tienda de la Gran Vía. Con grandes alharacas le saludó Alberto Chuliá.

—Pero, hombre, ¿qué ha sido de ti? Más de una vez, con Antonio, nos hemos acordado de tu existencia, pero como si te hubiese tragado la tierra.

—Me casé.

—Vade retro.

—¿Y qué haces por Madrid?

—¡Huy, hijo! Esto está que arde. La monarquía no dura un mes.

A Agustín nunca le interesó la política, y lo mismo le daba que estuviera en el poder Primo de Rivera o Berenguer, que otro cualquiera. (Aunque a su padre sí parece que le va o le viene, que anda tronando contra la ingratitud de Alfonso XIII, que acaba de costarle la rescisión de un contrato).

—Tú no sabes lo que pasa.

—No, ni me importa.

—Sigues siendo el mismo.

—¿Y Mina?

—No sale del Ateneo.

—Bueno, pero algo más que conspirar andarás haciendo.

—¡Hombre, claro! No faltaba más… Estoy haciendo un proyecto para el cerro de los Ángeles…

—Allí está la estatua de Cristo Rey.

—¿Por cuánto tiempo? Pondremos allí un enorme molino de viento… ¡Ya verás! Yo no soy como los demás: cuando pienso ¡surgen las ideas! Y tú, ¿qué haces? ¿Sigues vendiendo juguetes? No seas tonto: si quisieras podrías ganar todo el dinero que te diera en gana, con esa inteligencia tuya y esa claridad, de juicio… Hombres como tú, limpios y nuevos, son los que vamos a necesitar. Te voy a presentar a algunas personas que ¡ya verás! Desde luego puedes dar por hecho que de ésta sales de penas.

Como siempre, el hombre creía a pies juntillas cuanto decía; le bastaba oírse para dar por hecho lo que ni siquiera había imaginado. Ofrecióle a Agustín reforestar la meseta: era cosa fácil y que él tenía bien estudiada. Sabía el precio de los pinos y tenía trazados los canales necesarios para la traída de agua, que no era cosa del otro mundo y, ahora, le parecía que Agustín era la persona más indicada para llevar a cabo la obra, tan pronto como se proclamara la República. Ya tenía interesados a muchos. Consiguió que Agustín le convidara a cenar, cosa que hizo con gusto, tras avisar por teléfono a su casa. Chuliá, y sólo por unos días, a su decir, no tenía blanca. Comieron en un restaurante alemán de la calle de Jardines y tras su segundo tarro de cerveza dijo, sin darle importancia, para él, desde luego, no la tenía:

—¿Sabes a quién encontré en Barcelona? A tu hermana.

Hasta entonces no supo Agustín lo que quería decir su madre —sin saberlo— cuando decía: se me revolvió la sangre. Se la notó acumulándose a borbotones en mejillas y temporales, y un peso en la nuca.

—Estuve hablando con ella.

Agustín se representaba la escena: Chuliá acercándose y diciendo, con grandes aspavientos: «¿Qué tal? ¿Cómo está usted? ¿No me recuerda? Soy amigo íntimo de su hermano…».

No pudo articular una palabra; por otra parte sabía que el valenciano le contaría cuanto hubiese pasado, y, tal vez, algo más.

—Está muy bien. Se ve que las cosas marchan a su gusto. Me preguntó por ti. Poco le pude decir. Que te habías venido aquí. Iba muy elegante, pero que mucho.

Hubo un silencio, y como Alberto volvía al tema de la reforestación, Agustín preguntó, con una voz que no le pareció suya, haciendo un esfuerzo:

—¿Dónde la viste?

—¡Ché, ya te lo he dicho! En Barcelona.

—Sí, ya lo sé. Pero ¿dónde?

—En el Colón.

—¿A qué hora?

—Hombre, no me acuerdo, sería antes de comer.

—¿Iba sola?

—No, con un señor, un hombre importante, ¿cómo se llama, ché? Sí, Jaime Batlle, uno que tuvo un periódico republicano, y que fue concejal de Lerroux. Me acuerdo porque, aunque yo no le reconocía, él a mí sí, desde luego, y en seguida… En su diario publicaron una página entera acerca de mi proyecto de trasladar el puerto, el año veintitrés. De eso tenemos que hablar. Ya te contaré, es una cosa seria. Se trata de aprovechar las aguas…

—¿No te dijo nada más?

—Me parece que estaban esperando a alguien. Y yo tenía una cita muy importante con un ex ministro, un naviero, que tenía mucho interés en conocerme. Es acerca de unas turbinas que ha inventado, para un transatlántico. Bueno, ésa es otra que te tengo que contar, te tengo que contar muchas cosas. ¿Por qué no te vienes ahora conmigo?

Agustín no había pensado separarse de Chuliá, pero el recuerdo de Remedios le tenía absorto y no contestó. ¿Qué hacía en Barcelona, elegantemente vestida y en la terraza del Colón a la hora del aperitivo? Sabía qué clase de mujeres suelen acudir allí, y sobre todo al bar. En la terraza, no; ahí pueden verse niñas bien, y en el restaurante.

—¿Dónde la viste?

—Oye, tú no estás bien de la cabeza: ya te lo he dicho dos veces.

—No; ¿en la terraza o en el bar?

—En el bar.

Conque no se había matado. Él tampoco, por otra parte. Y no había vuelto a su oficio, sino que se había tirado a la calle. Agustín tenía ganas de chillar, de levantarse y de romper cuanto tenía a mano. Pero era demasiado sensato para hacerlo.

—¿Qué? ¿Te vienes conmigo?

—No.

¡No! ¡Ahora, no! Tenía que reconcomerse los hígados. Se acordó de su padre, para mandarlo a los infiernos.

—Bueno, hombre, ya nos veremos. Dame la dirección de tu casa.

—¿Dónde vas?

—A ver a unas personas.

—¿Puedo acompañarte?

—Tú estás tarumba.

—Es posible.

—¡Así me gusta, hombre, así me gusta! Eras demasiado burgués. Andando, que es gerundio.