Habían alquilado un piso en la calle de San Bernardo, a pesar de la protesta de los padres, que aducían lo lejos que quedaban unos de otros. Hízolo adrede Agustín, a más de que «era una ganga». Ya tenían apalabrada una criada, así pusiera el grito en el cielo doña María que, poco más o menos, dijo a su hija lo que sigue, ocho días antes del matrimonio, cuando se planteó el delicado problema de la doméstica:
—Mira, hija, nunca se sabe lo que puede pasar en esta vida. Y lo mejor es tener siempre algún dinerito ahorrado. Yo no tengo nada contra Agustín. El te escogió por su propia voluntad y tú le correspondiste y yo espero que seáis muy dichosos. No le lleves nunca la contraria, aunque, a veces, los hombres tienen gustos que merecen palos. Si haces lo que quiere tienes la posibilidad de que él haga tu gusto, cuando sea ocasión. Pero procura que lo que le guste a él te guste también a ti, así saldrás ganando doble: dándole lo que quiera tendrás lo que te gusta. Pero, sobre todo, vigílale la bolsa. Porque todo eso de la bolsa o la vida, que cuentan en las novelas —y ése era un lugar común en aquella mísera casa y lo repetían al alimón marido y mujer, viniera o no a cuento—, todo eso no es sino literatura o cosas que se dicen por decir; es, hija, la bolsa y la vida, que ambas van tan unidas que sin la una no existe la otra o entonces no vale la pena. Del dinero vienen todos los bienes y de su falta todos los males. Si lo gastas, como no sea en lo más indispensable, verás llegar todos los pecados capitales, todos sin faltar uno, y te perderás sin remedio en este mundo y en el otro. En cambio, si lo guardas bien guardado, sin enseñárselo a nadie, sin prestarlo, para que nadie se entere de que lo tienes, gozarás una gran paz de espíritu y no hallarás felicidad comparable. Todo el dinero que gane tu marido debes hacer que te lo entregue para que lo administres y ahorres. Y nada de gastos superfluos. Si, ahora, en el viaje de bodas, lo cual me parece una tontería, porque ¿para qué ver más mundo, que el que se necesita para vivir? ¿Y qué se os ha perdido a vosotros en Granada o en Sevilla? Eso, dejando aparte la enormidad que os cobrarán en esos hoteles que ¡Dios sabe!, lo limpios que estarán. Si, ahora, con el gusto que le darás, da en hacerte regalitos y en querer comer más de la cuenta, mejor pídele que te dé el equivalente y guárdalo. Luego, en tu casa, buscas un buen escondite y pasarás las noches mucho más a gusto que yendo al cine, que no estaría mal si no hubiese que pagar la enormidad que le piden a una para ver algo que en seguida se borra de la vista.
Angelita se asombró, porque nunca le había hablado así su madre y si estaba acostumbrada a pasar miserias era por creerlas irremediables dado el pésimo desarrollo del negocio paterno. Ahora vislumbraba la verdad.
—Bajo ningún concepto debes aceptar que te metan una criada en casa. No son más que encarnaciones del mismísimo demonio. Tú puedes perfectamente hacerlo todo, que para eso, gracias a Dios, te hemos criado. Y aun es posible que te quede algún tiempo para bordar y ayudar a tus padres, si es que tu marido lo juzga prudente. Porque no se te ocultará que hemos de notar mucho tu falta. Ya podía buscar Agustín con lupa una muchacha de tus prendas por todo Madrid y sus alrededores, que no la encontraría. Has de saber que la economía es la fuente misma de todas las virtudes, que todos los vicios nacen del despilfarro. Nunca te había dicho nada de eso por la sencilla razón de que no tuviste a qué aplicarlo, pero bueno es que lo sepas de una vez para poner remedio a tantos males como los que acechan a las personas que no saben mirar por el día de mañana. Piensa que puedes enfermar, o enfermarse tu marido y entonces, ¿qué? ¡Al hospital, que es lo peor que le puede suceder a una persona! Te lo digo así, a solas, pero con el consentimiento y conocimiento de tu padre. De lo demás no te digo nada, porque este mundo anda tan perdido que las jóvenes sabéis de eso más que nosotras, las viejas.
Lo que no era cierto, aunque dicho sea en honor de la verdad, doña María tampoco brillaba por su sapiencia en lides amorosas.
Angelita no hizo el menor caso de los consejos maternos, entre otras cosas porque poco sabía del valor de la moneda e ignoraba el de los billetes. Su vida había dado una vuelta completa y ahora se llamaba Agustín, y todo lo que él hacía le parecía bien y era incapaz de pedirle cuentas. Hubo criada y cine y pequeños dispendios que llegaron a enfriar las relaciones del joven matrimonio con el de los relojeros, ya que, un día, Agustín oyó las reconvenciones de su suegra y, con buenas maneras, la puso en su sitio.
Don Marcelino y su esposa, perdida la esperanza de conseguir una ayuda de su hija —que se negó en redondo a plantearle el problema a Agustín— decidieron ahorrar lo que ésta les producía anteriormente con su trabajo de bordadora. Redujeron su comida al desayuno y a la cena. Y aún ésta y aquél llegaron a ser de lo más sucinto. Imaginó el relojero que tal vez sería conveniente que su mujer se pusiese a limosnear en las horas que el arreglo de la casa le dejaran libres. El pensar que así recibirían algunos céntimos sin necesidad de hacer otra cosa más que alargar la mano le llenó de gozo. Con precauciones se lo dijo a María, e hizo bien que, donde menos podía suponerlo se le rebeló la mujer: —¡Qué se había creído! Bien estaba ahorrar y gastar lo menos posible, pero donde no la vieran. Nunca hay que perder el rango. Con lo que el viejo pudo renegar de las mujeres propias, en la tertulia del bazar, con el éxito que siempre acompaña este tema.